Recuerda que eres mortal
Semblanza personal del historiador Jos¨¦ ?lvarez Junco sobre el rey em¨¦rito y su figura
Qu¨¦ necesidad ten¨ªa Juan Carlos I de cometer la serie de errores que le han llevado a este lamentable final. Qu¨¦ absurdo todo, qu¨¦ vueltas da la vida, cu¨¢ntas ha dado la de este personaje, qu¨¦ variedad de papeles le ha tocado representar.
Recuerdo su aparici¨®n, all¨¢ por 1961, en el vest¨ªbulo de la Facultad de Derecho, atiborrado por una multitud estudiantil expectante, nerviosa, con ganas de jaleo. Se hab¨ªa corrido la voz de que llegaba el pr¨ªncipe, uno cuyo nombre apenas nos sonaba. Iba a recibir unas clases de nuestra carrera, ¨¦l solo, o con un selecto grupo, en los seminarios de arri...
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Qu¨¦ necesidad ten¨ªa Juan Carlos I de cometer la serie de errores que le han llevado a este lamentable final. Qu¨¦ absurdo todo, qu¨¦ vueltas da la vida, cu¨¢ntas ha dado la de este personaje, qu¨¦ variedad de papeles le ha tocado representar.
Recuerdo su aparici¨®n, all¨¢ por 1961, en el vest¨ªbulo de la Facultad de Derecho, atiborrado por una multitud estudiantil expectante, nerviosa, con ganas de jaleo. Se hab¨ªa corrido la voz de que llegaba el pr¨ªncipe, uno cuyo nombre apenas nos sonaba. Iba a recibir unas clases de nuestra carrera, ¨¦l solo, o con un selecto grupo, en los seminarios de arriba.
Fue f¨¢cil verle, cuando apareci¨®, porque su cabeza, rubia y rizada, sobresal¨ªa en aquel mar de bajitos y morenos. Tras un silencio, hubo murmullos, amagos de aplauso, alg¨²n insulto y burlas sobre su aspecto y sus finos modales, indicios de masculinidad dudosa. Lo suyo no era, desde luego, el adem¨¢n decidido, la mirada firme, el brazo arremangado, del prohombre falangista. Tampoco se mov¨ªa entre la multitud con la soltura saludadora de los l¨ªderes de las democracias. R¨ªgido, torpe, embutido en su traje y corbata, ofrec¨ªa una t¨ªmida sonrisa a aquella multitud sanferminera a la que quiz¨¢s ve¨ªa por primera vez. Pasados uno o dos minutos, le metieron en un ascensor y desapareci¨®. Un ascensor que solo usaban los profesores.
Mal comienzo. Me pareci¨® un ser ca¨ªdo de otro planeta, nada agresivo, casi necesitado de protecci¨®n ante una masa azuzada, adem¨¢s, por los propios falangistas del Sindicato Espa?ol Universitario (SEU), que cuando les conven¨ªa se segu¨ªan acordando de su republicanismo y su revoluci¨®n pendiente.
Pero desde 1969 pas¨® a ser nada menos que el sucesor de Franco. Y nos habituamos a aquel tipo enigm¨¢tico, que hablaba poco y con un acento ¨¢tono, propio de alguien que ha aprendido el idioma tarde, y recitaba discursos con palabras que no consegu¨ªa hacer creer que fueran suyas. Era un personaje decorativo, de las revistas del coraz¨®n, m¨¢s que un factor a considerar en los an¨¢lisis pol¨ªticos. El primero que no le tom¨® nunca en serio fue el propio caudillo. Ni siquiera lleg¨® a tener una conversaci¨®n pol¨ªtica con ¨¦l. Que pusiera el futuro del pa¨ªs en sus manos prueba lo poco que ese futuro le importaba. En cuanto a la oposici¨®n, est¨¢bamos en otra onda. Me recuerdo a m¨ª mismo explicando a mis reci¨¦n llegados amigos argentinos ¡ªtan altos tambi¨¦n, tan articulados¡ª que la Monarqu¨ªa, esa cosa extra?a y antigua por la que me preguntaban, era lo de menos; lo importante era la crisis econ¨®mica, la conflictividad social, la creciente conciencia de clase, la revoluci¨®n cercana; del futuro rey bastaba con saber el sobrenombre, ¡°Juan Carlos el Breve¡±. Se rieron, c¨®mplices de mi an¨¢lisis.
Muri¨®, en efecto, Franco, tras hacernos esperar mucho. Y Juan Carlos mantuvo durante medio a?o su perfil bajo, flanqueando a un Arias Navarro que fracasaba con sucesivos proyectos de cambio inmovilista. Pero al final sustituy¨® a este. Por Su¨¢rez, eso s¨ª, una joven figura del Movimiento. Otro giro inesperado.
Fue ah¨ª cuando demostr¨® que no era tan torpe. A trav¨¦s de Su¨¢rez, ofreci¨® a la oposici¨®n renunciar a todo poder pol¨ªtico directo y limitarse a ser ¨¢rbitro en un juego pol¨ªtico libre, incluido un PCE legalizado. Durante un tiempo, algunos siguieron, o seguimos, canturreando, aquello de ¡°Espa?a / ma?ana / ser¨¢ republicana¡±. Pero los m¨¢s inteligentes de la izquierda, que hab¨ªan comprendido su propia debilidad, su incapacidad de derrocar la dictadura, lo aceptaron. Y eso hizo posible la Transici¨®n, tan desconcertante, tan al borde del abismo siempre. Solo los profetas del pasado asegurar¨¢n que ocurri¨® lo que ten¨ªa que ocurrir.
El pa¨ªs agradeci¨® aquello. Como se ha repetido tanto, no se hizo mon¨¢rquico, pero s¨ª juancarlista. Comenz¨® a confiar en alguien que, en medio de la crispaci¨®n pol¨ªtica, suavizaba las confrontaciones, llenaba sus discursos de referencias positivas. Fue una muestra de cordura, de madurez. Juan Carlos dur¨® 40 a?os. De breve, nada. Y pareci¨® demostrar la utilidad de la Monarqu¨ªa en barcos carentes de br¨²jula.
Pero no era la Monarqu¨ªa. Porque los antecesores de Juan Carlos I, en los ¨²ltimos 200 a?os, hab¨ªan tomado partido de manera abierta contra la apertura del sistema pol¨ªtico a la participaci¨®n. Fernando VII, infiel siempre a su palabra, despiadado con sus enemigos. Su hija, la inocente Isabel, en la que se depositaron tantas esperanzas, de las que result¨® indigna. Alfonso XIII, que se entrometi¨® una y otra vez en la pol¨ªtica de partidos y acab¨® apoyando a un dictador militar.
Un rey no tiene vida privada. La ejemplaridad, esperable de cualquier cargo p¨²blico, es doblemente exigible en ¨¦l
No era como para confiar en la instituci¨®n. Fue ¨¦l, Juan Carlos, quien se gan¨® a muchos de sus conciudadanos. Especialmente tras el 23-F. Aunque tambi¨¦n aquella tarde nos hizo sufrir y dudar. Los sublevados estaban convencidos de obedecer sus ¨®rdenes. As¨ª se lo hab¨ªa asegurado Armada, ¨²nico que ten¨ªa acceso a ¨¦l. No fue, probablemente, m¨¢s que un asentimiento gen¨¦rico en una conversaci¨®n pesimista sobre la situaci¨®n y la necesidad de ¡°hacer algo¡±; si fue as¨ª, fue indiscreto. Lo cierto es que todo hab¨ªa empezado a las 18.20 y se nos hicieron las 20.00, las 22.00, las 24.00; hab¨ªa dado tiempo para cientos de llamadas telef¨®nicas; si el Rey no aparec¨ªa, es que estaba negociando, dudando. En mi caso, que iniciaba un curso en Par¨ªs poco despu¨¦s, acarici¨¦ la idea de pedir asilo. Mi hijo no crecer¨ªa, como yo, bajo una dictadura. Sin embargo, al final, pasada la medianoche, el Rey apareci¨® en televisi¨®n y desautoriz¨®, tajantemente, a Tejero y Milans. Solo entonces pudimos irnos tranquilos a la cama.
A partir de ah¨ª, su imagen p¨²blica pareci¨® consolidada. En el terreno internacional, se gan¨® incluso aureola de h¨¦roe. En los noventa, invit¨¦ al seminario de Estudios Ib¨¦ricos de Harvard al polit¨®logo Samuel P. Huntington, que acababa de publicar su Choque de civilizaciones. No me entusiasmaba el libro y le pregunt¨¦, entre otras cosas, en qu¨¦ ¡°civilizaci¨®n¡± situar¨ªa ¨¦l a Espa?a. Hasta hace poco, me contest¨®, la habr¨ªa colocado en la latinoamericana; pero desde que ese gran rey, Juan Carlos, se hab¨ªa enfrentado con los golpistas subido en un tanque, el pa¨ªs se hab¨ªa modernizado y convertido en plenamente europeo. As¨ª lo dijo. Que Huntington no supiera nada sobre Espa?a es anecd¨®tico. Pero que alguien de su renombre tuviera esa idea del Rey revelaba la excelente imagen internacional de este.
La democracia se estabiliz¨® y, como suele ocurrir, la pol¨ªtica empez¨® a ser aburrida. Ocuparon los titulares cuestiones menores, an¨¦cdotas, cotilleos. Y ah¨ª comenz¨® su desastre. En vez de mantener la prudencia que le hab¨ªa guiado cuando se sent¨ªa d¨¦bil, baj¨® la guardia, crey¨¦ndose fuerte, y cometi¨® error tras error: los repetidos accidentes, los amor¨ªos semip¨²blicos, el viaje de caza a ?frica, la foto del elefante muerto; y, como remate, los negocios de Urdangarin, basados en sus conexiones como yerno del Rey. Algo intolerable en una Espa?a golpeada dolorosamente, desde 2008, por la crisis y el paro.
Ha sido una pena, porque el pa¨ªs, dividido desde la Guerra Civil y la dictadura, y con una brecha profunda todav¨ªa entre socialistas y populares, necesita instituciones neutras, prestigiosas. La monarqu¨ªa era una de las pocas respetadas, no por s¨ª misma sino por su titular. Es imperdonable que ¨¦l mismo haya deteriorado ese prestigio. Y que siga creyendo tener derecho a una vida privada. Un rey no tiene vida privada. La ejemplaridad, esperable de cualquier cargo p¨²blico, es doblemente exigible en ¨¦l.
Ahora, adem¨¢s, conocemos hechos m¨¢s graves, menos justificables todav¨ªa. Coleccionando amantes repet¨ªa conductas de sus antecesores que, significativa y lamentablemente, la opini¨®n espa?ola toleraba. Pero qu¨¦ necesidad ten¨ªa de acumular dinero, esas cantidades de dinero. Y c¨®mo es posible que se lo consintiera su entorno, que est¨¢ precisamente para orientarle y limitar sus errores. Nadie, a su lado, le record¨® que era mortal. O ¨¦l no quiso o¨ªrlo. Y ha destrozado su imagen, interna e internacional.
Qu¨¦ iron¨ªas de la historia, qu¨¦ avatares, qu¨¦ contradicciones. Miren hacia atr¨¢s. No encontrar¨¢n otro periodo del pasado espa?ol de mayor paz y prosperidad que el ¨²ltimo medio siglo. No ha sido m¨¦rito del Rey, desde luego, sino de todos. Pero iba a quedar asociado a su nombre. Y ahora, por el contrario, su nombre evocar¨¢ la corrupci¨®n, el desprestigio de las instituciones. Tremendo giro. Y culpa suya.
Pero no es el personaje, ni la Monarqu¨ªa, lo que nos importa, sino el futuro del pa¨ªs. Dej¨¦monos de ideolog¨ªas, de lealtades, de peleas por s¨ªmbolos. No se trata de ser mon¨¢rquico o republicano. Se trata de ser dem¨®crata, de establecer y consolidar un r¨¦gimen de convivencia en libertad. No es f¨¢cil que la rep¨²blica pueda garantizarnos un presidente que re¨²na mejores rasgos de imparcialidad suprapartidista, de preparaci¨®n, de profesionalidad, que Felipe VI. Pero su padre se lo ha puesto dif¨ªcil. Y a los dem¨¢s nos ha a?adido, a los problemas econ¨®mico, sanitario, territorial o educativo, uno institucional muy grave. Y absolutamente innecesario.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador.