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Cuando los aviones rugen

Ryszard Kapuscinski ofrece su testimonio de una ¨¦poca a trav¨¦s de los relatos breves que componen 'La jungla polaca' (Anagrama). Se reproduce aqu¨ª el cap¨ªtulo en el que evoca la Polonia invadida por los nazis y reflexiona sobre la guerra como tumor imposible de extirpar

Ahora, cuando retrocedo con la memoria a aquellos a?os, constato, no sin cierta sorpresa, que recuerdo mejor el comienzo que el final de la guerra. El comienzo est¨¢ para m¨ª claramente situado en el tiempo y el espacio; puedo reconstruir sin dificultad su imagen, porque ha conservado todo su colorido y toda su intensidad emocional. Empieza el d¨ªa en que de repente, en el l¨ªmpido cielo de un verano que languidece (y es que el cielo del treinta y nueve era maravillosamente azul, sin una sola nube), veo aparecer en lo alto, muy alto, doce puntos de plateados destellos. Toda la b¨®veda celeste, altiva y radiante, empieza a llenarse de un rumor mon¨®tono y sordo que yo nunca hab¨ªa o¨ªdo. Tengo siete a?os, me encuentro en un prado (est¨¢bamos en un pueblo de la Polonia oriental cuando estall¨® la guerra) y no quito ojo a los puntos, que apenas parecen deslizarse por el cielo.

Cerca de mi pueblo hay un bosque, y en ese bosque hay un prado. En este prado, los SS llevan a cabo sus ejecuciones
Durante toda la guerra so?¨¦ con un par de zapatos. Tener zapatos. Pero ?c¨®mo conseguirlos?

De repente, en las proximidades, junto al bosque, suena un estruendo terrible, oigo con qu¨¦ estr¨¦pito estallan las bombas (s¨®lo m¨¢s tarde sabr¨¦ que se trata de bombas, pues en ese momento a¨²n no s¨¦ que existe tal cosa; un ni?o de la Polonia profunda que no conoce la radio ni el cine, que no sabe leer ni escribir y que nunca ha o¨ªdo hablar de la existencia de guerras y de armas mort¨ªferas, ignora la sola noci¨®n de bomba) y veo c¨®mo saltan por los aires gigantescos surtidores de tierra. Quiero correr hacia este espect¨¢culo extraordinario que me deja at¨®nito y fascinado, pues todav¨ªa no tengo ninguna experiencia de la guerra y no s¨¦ unir en una misma cadena de causas y efectos aquellos brillantes aviones de color gris plateado, el estruendo de las bombas y los plumeros de tierra que se elevan hasta las copas de los ¨¢rboles, con el acechante peligro de muerte. As¨ª que echo a correr hacia el bosque, hacia ese extra?o lugar donde caen y explotan las bombas, pero un brazo me agarra por el hombro y me tira al suelo. "Sigue tumbado", oigo la voz temblorosa de mam¨¢, "no te muevas". Y recuerdo c¨®mo, al apretarme contra su pecho, me dice algo cuyo sentido se me escapa y por el que me propongo preguntar m¨¢s tarde: "Ah¨ª est¨¢ la muerte, hijo".

Es noche cerrada y tengo mucho sue?o, pero no se me permite dormir: tenemos que irnos, huir. Ignoro ad¨®nde, pero comprendo que la huida se ha convertido en una necesidad perentoria, incluso en una nueva forma de vida, pues huye todo el mundo; todos los caminos, carreteras y aun pistas de tierra se han llenado de carros, carretillas y bicicletas, de bultos, maletas, bolsas y cubos, de personas aterrorizadas e impotentes que deambulan de un lado para otro. Unas huyen hacia el este; otras, hacia el oeste, hacia el norte y hacia el sur; huyen en todas direcciones, se mueven en c¨ªrculos; extenuadas, caen dormidas en cualquier lugar, pero despu¨¦s de descansar un rato recuperan aliento y re¨²nen lo que les queda de fuerzas para retomar aquel ca¨®tico deambular sin fin. Mientras huimos debo tener a mi hermana peque?a fuertemente agarrada de la mano, no podemos perdernos, me advierte mam¨¢, pero aun sin esto siento que el mundo de repente se ha vuelto peligroso, extra?o y malo, y que hay que estar alerta. Mi hermana y yo caminamos junto a un carro tirado por un caballo; es un simple carro de adrales acolchado con heno, encima del cual, tumbado sobre una pieza de lino, va mi abuelo. Va tumbado porque no puede moverse: es paral¨ªtico. Cuando empieza un ataque a¨¦reo, toda la muchedumbre, que hasta entonces caminaba pacientemente, de repente, presa del p¨¢nico, se lanza en desbandada hacia las cunetas, se esconde entre los arbustos, se zambulle en los patatales... En el camino, abandonado y desierto, no queda sino el carro en el que est¨¢ mi abuelo. El abuelo ve venir los aviones, ve c¨®mo bajan en picado, c¨®mo apuntan al solitario carro abandonado en medio del camino, ve el fuego de las ametralladoras de a bordo, oye el rugido de las m¨¢quinas que sobrevuelan su cabeza. Cuando los aviones desaparecen, regresamos donde el carro, y madre enjuga al abuelo el sudor de su rostro. Hay d¨ªas en que los ataques se repiten varias veces. Despu¨¦s de cada uno de ellos, el demacrado y enjuto rostro del abuelo aparece empapado en sudor.

Nos adentramos en un paisaje cada vez m¨¢s siniestro. A lo lejos, la l¨ªnea del horizonte se presenta cubierta de humo; pasamos junto a pueblos abandonados, casas solitarias, calcinadas. Atravesamos desolados campos de batalla, cubiertos por armas y otros objetos abandonados; pasamos junto a estaciones de ferrocarril bombardeadas y veh¨ªculos volcados. (...) Llega el invierno, hace un fr¨ªo atroz. Cuando se pasa mal, lo percibimos como dolor: el fr¨ªo se vuelve m¨¢s penetrante que nunca; para la gente que vive en condiciones normales, el invierno no es m¨¢s que la estaci¨®n del a?o de turno, preludio de la primavera, pero para los desgraciados y los infelices es una cat¨¢strofe, un infierno. Y el primer invierno de la guerra ha sido realmente g¨¦lido. Las estufas de nuestro piso est¨¢n fr¨ªas, y las paredes, cubiertas por una capa de escarcha blanca y lanosa. No tenemos con qu¨¦ hacer fuego porque no se puede comprar le?a; tampoco es posible robar ning¨²n haz. El castigo por hurtar carb¨®n: la muerte; por hurtar madera: la muerte. La vida humana vale ahora tanto como un pedazo de carb¨®n o un trozo de madera.(...)

Y otra vez a ponerse en camino. Nos vamos de Pinsk para dirigirnos al oeste, porque all¨ª, dice madre, en un pueblo de las afueras de Varsovia, est¨¢ padre. Padre estuvo en el frente, cay¨® prisionero, se escap¨® de sus carceleros y ahora se dedica a dar clases en una escuela rural. Ahora, cuando los que durante la guerra ¨¦ramos ni?os rememoramos aquella ¨¦poca y decimos "padre" y "madre", a causa de la gravedad que entra?an estas palabras, nos olvidamos de que nuestras madres eran unas muchachas, y nuestros padres, unos mozos, y que se deseaban mucho mutuamente, que se echaban de menos, que anhelaban estar juntos. Tambi¨¦n mi madre era una muchacha en aquel entonces, as¨ª que vendi¨® todo lo que ten¨ªa en casa, alquil¨® un carro y salimos en busca de padre. Lo encontramos por pura casualidad. Al atravesar un pueblo llamado Sierak¨®w, en un determinado momento, madre exclam¨®: "?Dziudek!", dirigi¨¦ndose a un hombre que caminaba por la carretera. Era mi padre. Desde aquel d¨ªa vivimos juntos, en una peque?a habitaci¨®n sin luz ni agua.

(...) Cerca de mi pueblo hay un bosque, y en ese bosque, junto a la aldea llamada Palmiry, hay un prado. En este prado, los SS llevan a cabo sus ejecuciones. Al principio s¨®lo fusilaban de noche, y entonces nos despertaba el sordo eco de sus r¨ªtmicas y repetitivas descargas. Pero ahora tambi¨¦n lo hacen de d¨ªa. Traen a los condenados en las cajas herm¨¦ticamente cerradas de unos camiones verde oscuro; al final de cada columna va el cami¨®n que trae al pelot¨®n de fusilamiento. Los hombres que integran los pelotones van vestidos invariablemente con largos capotes, como si un capote largo y ce?ido con un cintur¨®n constituyese el indispensable atrezo del ritual del asesinato. Cuando aparece una de estas columnas, nosotros, un nutrido grupo de ni?os del pueblo, la espiamos desde nuestros escondites entre los arbustos que flanquean el camino. Dentro de un momento, m¨¢s all¨¢ de la cortina de los ¨¢rboles, empezar¨¢ a ocurrir algo que tenemos prohibido mirar. Siento c¨®mo se apodera de mi cuerpo un helado hormigueo, c¨®mo tiemblo todo. Con la respiraci¨®n cortada, esperamos los ecos de las descargas. Ya se oyen. Y luego, alg¨²n que otro tiro suelto. Al cabo de un tiempo, la columna regresa a Varsovia. En el ¨²ltimo cami¨®n van los SS del pelot¨®n de fusilamiento. Van fumando y charlando.

Algunas noches hacen acto de presencia los partisanos. Veo sus rostros cuando aparecen de repente en la ventana, pegados al cristal. Cuando est¨¢n sentados a la mesa, siempre los observo embargado por un mismo pensamiento: que pueden morir abatidos esa misma noche, que es como si llevasen grabada la marca de la muerte. Claro que todos pod¨ªamos morir en cualquier momento, pero ellos le hac¨ªan frente a tal posibilidad, se encaraban a ella. En una ocasi¨®n se presentaron, como siempre, en plena noche. Era oto?o y llov¨ªa. Se pusieron a hablar por lo bajo con mi madre (a padre no lo hab¨ªa visto desde hac¨ªa un mes y no volver¨ªa a verlo sino al acabarse la guerra: se escond¨ªa). Tuvimos que vestirnos y marcharnos a toda prisa, pues hab¨ªa redadas en los alrededores: se llevaban a los campos de concentraci¨®n a pueblos enteros. Huimos a Varsovia, a un escondite que nos hab¨ªan indicado. Era la primera vez que pisaba una gran ciudad, por primera vez vi un tranv¨ªa, casas de vecindad de varios pisos, hileras de amplias tiendas... Luego volvimos a encontrarnos en el campo, pero ?c¨®mo?, no me acuerdo. No se trataba del mismo pueblo, sino de uno desconocido, al otro lado del V¨ªstula. S¨®lo conservo un recuerdo: camino de nuevo junto a un carro y oigo c¨®mo, a trav¨¦s de los radios de madera de las ruedas, se desliza la arena de un acogedor camino de tierra.

Durante toda la guerra so?¨¦ con un par de zapatos. Tener zapatos. Pero ?c¨®mo conseguirlos? ?Qu¨¦ se debe hacer para lograr un par de zapatos? En verano voy descalzo y tengo las plantas de los pies curtidas como un cintur¨®n de cuero. Al principio de la guerra, padre me fabric¨® unos zapatos de fieltro, pero como no es zapatero, tienen un aspecto lamentable; adem¨¢s he crecido y me van peque?os. Sue?o con unas botas fuertes, macizas, claveteadas; de esas que al golpear sobre el empedrado producen un sonido claro e inconfundible. En aquel entonces estaban de moda las botas de ca?a alta; las ca?as eran un s¨ªmbolo de masculinidad, de fuerza. Era capaz de pasar horas con la vista clavada en los buenos zapatos, me gustaba el brillo de la piel, me gustaba escuchar su crujido. Pero no s¨®lo se trataba de la belleza de un buen zapato, ni de la comodidad, del confort. Un par de botas s¨®lidas era s¨ªmbolo de prestigio, de poder absoluto; el zapato endeble y roto era se?al de humillaci¨®n, estigma de un ser humano al que hab¨ªan arrebatado toda su dignidad, conden¨¢ndolo a una existencia infrahumana. Tener botas significaba ser fuerte, e incluso simplemente ser. Pero en aquellos tiempos todos los zapatos por m¨ª so?ados y con los que me topaba en las calles y en los caminos pasaban indiferentes a mi lado. Y yo me quedaba (convencido de que me quedar¨ªa as¨ª ya para siempre) con mis toscos zuecos, cubiertos por trozos de una lona negra a la que, con ayuda de una sustancia alquitranada, intentaba -sin ¨¦xito- sacarle una pizca de brillo.

(...) ?Qu¨¦ pas¨® despu¨¦s? Ahora, cuando estoy copiando estas pocas p¨¢ginas de un libro sobre mis a?os de la guerra (un libro nunca escrito), me pregunto c¨®mo ser¨ªan sus ¨²ltimas p¨¢ginas, su final, su ep¨ªlogo. ?Qu¨¦ se habr¨ªa podido leer en ellas sobre el fin de la gran guerra? Creo que nada, es decir, nada en el sentido concluyente, que cerrase el asunto de una vez para siempre, pues en cierto modo, aunque muy importante, para m¨ª la guerra no se acab¨® ni en el cuarenta y cinco, ni tampoco despu¨¦s de aquel a?o. De una manera u otra, algo de ella sigui¨® -y sigue- persistiendo, est¨¢ ah¨ª incluso hoy mismo, pues creo que para los que han sobrevivido a una guerra, ¨¦sta nunca se acaba definitivamente. En muchas culturas africanas est¨¢ extendida la creencia de que el ser humano muere definitivamente s¨®lo cuando muere la ¨²ltima persona de las que lo han conocido y recordado. En otras palabras, alguien deja de existir s¨®lo cuando abandonan este mundo todos los portadores de su memoria. Algo parecido tambi¨¦n ocurre con la guerra. Los que han sobrevivido a una, nunca lograr¨¢n librarse de ella. La guerra persiste en ellos como una joroba en el pensamiento, como un doloroso tumor que ni siquiera el m¨¢s eminente de los cirujanos es capaz de extirpar. Basta con prestar atenci¨®n a un encuentro de supervivientes. Cuando ¨¦stos se re¨²nan y se sienten alrededor de una mesa. No importa c¨®mo empiecen la conversaci¨®n. Podr¨¢n departir sobre mil temas, pero el final siempre ser¨¢ el mismo: los recuerdos de la guerra. Estas personas, incluso en condiciones de paz, no dejar¨¢n de pensar con aquellas otras im¨¢genes, y sobre ellas proyectar¨¢n toda realidad nueva con la que no son capaces de identificarse del todo, porque esa realidad significa tiempo presente, y ellas est¨¢n encadenadas al pasado, al constante rememorar lo que han vivido y c¨®mo han conseguido sobrevivir; su pensamiento no es sino una retrospecci¨®n obsesivamente repetida.

(...) Pero ?qu¨¦ significa "pensar con las im¨¢genes de la guerra"? Pues significa percibir que las cosas existen s¨®lo en su extrema tensi¨®n y que todo rezuma terror y crueldad, pues la realidad de la guerra no es sino un mundo de m¨¢xima y maniquea reducci¨®n que elimina todos los colores intermedios, suaves y c¨¢lidos, para reducirlo todo a un agudo y agresivo contrapunto, al blanco y al negro, a la m¨¢s primitiva lucha entre dos fuerzas: el bien y el mal. ?Nadie m¨¢s cabe en el campo de batalla! (...) Todo esto se produce en un clima de emociones multiplicadas, de exaltaci¨®n, furia y obcecaci¨®n, en el cual nos sentimos permanentemente ofuscados, tensos y -sobre todo- amenazados. Nos movemos en un mundo de miradas hostiles, de mand¨ªbulas apretadas, lleno de gestos y voces que despiertan terror.

Cuando se habla del a?o 1945: Me irrita el calificativo que a veces oigo a tal prop¨®sito: la alegr¨ªa de la victoria. ?De qu¨¦ alegr¨ªa estamos hablando? ?Con la cantidad de gente muerta! ?Con millones de cuerpos enterrados! Miles y miles de personas perdieron brazos y piernas. La vista y el o¨ªdo. La raz¨®n. Toda muerte es una desgracia. El fin de toda guerra es triste: s¨ª, hemos sobrevivido, pero ?a qu¨¦ precio!

'Cuando los aviones rugen' es un reportaje del suplemento Domingo

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