S¨®lo los helic¨®pteros militares llegan a Kalam
La periodista de EL PA?S ?ngeles Espinosa narra su viaje a una de las zonas m¨¢s aisladas tras las inundaciones de Pakist¨¢n
Los 20 kil¨®metros que separan Mingora, la capital del distrito de Swat, de Gulibah, son un cat¨¢logo de los horrores vividos por esta regi¨®n de Pakist¨¢n en los tres a?os pasados. Los efectos de las riadas del ¨²ltimo mes sobre la carretera se intercalan con escuelas y comisar¨ªas destruidas por ataques terroristas talibanes y las huellas de la campa?a militar para desalojarlos hace apenas un a?o. En su ofensiva de seducci¨®n para hacerse con la confianza de los habitantes, el ej¨¦rcito paquistan¨ª estaba en la primera l¨ªnea de los esfuerzos para rehabilitar la zona y tratar de devolverla al esplendor de los d¨ªas en que fue el principal destino tur¨ªstico interior de los paquistan¨ªes. Ahora, las lluvias han intensificado a¨²n m¨¢s si cabe esa responsabilidad ante la lenta respuesta del Gobierno y su evidente falta de medios.
La mayor¨ªa de las poblaciones del norte del valle del Swat solo son accesibles en helic¨®ptero. El ej¨¦rcito paquistan¨ª ha instalado un campo de despegue en la antigua escuela Rubicon de Gulibah, una de las muchas que los talibanes se llevaron por delante. All¨ª, sobre lo que hace apenas tres a?os eran los campos de deporte aterrizan y despegan ahora una docena de helic¨®pteros, incluidos ocho cedidos por el ej¨¦rcito de EE UU para la asistencia humanitaria.
Una fila ordenada de paquistan¨ªes esperan pacientes a que les llegue el turno para abordar alguno de los aparatos, mientras una cadena de soldados se encarga de trasladar los sacos de 50 kilos de harina y otras vituallas donadas por la USAid (Agencia de Cooperaci¨®n de Estados Unidos), que van llegando en camiones. Un pu?ado de oficiales y suboficiales a las ¨®rdenes del comandante Ihsan se encarga de que el engranaje funcione con precisi¨®n.
Cuando llega nuestro turno, Tariq (mi traductor) y yo, subimos a uno de los dos Chinook estadounidenses que cada hora m¨¢s o menos despegan hacia Kalam, a 80 kil¨®metros m¨¢s al norte, y que ya ha entrado en su quinta semana de aislamiento. Junto a los cinco soldados norteamericanos de la tripulaci¨®n y los dos paquistan¨ªes de las fuerzas especiales que les escoltan, 20 adultos y media docena de ni?os nos apretujamos en las banquetas corridas del aparato. Entre los pasajeros hay dos funcionarios del Programa Mundial de Alimentos, dos soldados paquistan¨ªes que se reincorporan a su unidad, un padre con una adolescente herida en la cabeza y que regresa del hospital y cuatro mujeres tapadas hasta las cejas. Excepto los soldados nadie m¨¢s dispone de tapones para los o¨ªdos. El ruido es tan penetrante como el olor. Antes de que el helic¨®ptero despegue, una de las mujeres saca unos trozos de pan y con las migas tapa los o¨ªdos de los cr¨ªos, antes de pasar el resto a sus acompa?antes. El gesto prueba la capacidad de adaptaci¨®n de esta gente, lastrada por los valores cuasi medievales de esta sociedad semitribal. Es la una de la tarde.
Una vez en el aire, el helic¨®ptero enfila el valle en direcci¨®n norte, siguiendo el cauce del r¨ªo Swat. Las vistas son impresionantes, tanto por la belleza de las monta?as forradas de bosque, como por la posibilidad de apreciar la magnitud del desastre causado por las aguas enfurecidas. Todos nos contorsionamos para mirar a trav¨¦s de las ventanillas que quedan a nuestra espalda. La mujer que tengo enfrente incluso se levanta el burka para no perder detalle.
Por el camino, a ambas orillas, el r¨ªo ha arrastrado casas, cultivos y todo lo que ha pillado por delante. El cauce se ha ensanchado hasta tres y cuatro veces su tama?o inicial. Donde las aguas han bajado solo queda un r¨ªo de piedras. En algunos sitios sobresale un tejado, un trozo de pared, un ¨¢rbol o un mueble tal vez arrastrado desde muchos kil¨®metros m¨¢s arriba.
Media hora despu¨¦s el helic¨®ptero empieza a descender sobre un pinar hasta aterrizar en un claro que hace las veces de helipuerto. Los pasajeros abandonan deprisa el aparato en direcci¨®n al bosque, donde otra fila de lugare?os aguarda, con incre¨ªble disciplina para lo que suelen ser las aglomeraciones en Pakist¨¢n, su turno para salir del encierro al que les ha condenado la naturaleza.
Un poco m¨¢s all¨¢, decenas m¨¢s esperan la distribuci¨®n de un saco de harina , az¨²car y aceite para cocinar con los que alimentar a sus familias tras varias semanas sin abastecimiento. La poblaci¨®n en esta zona es muy dispersa. Muchos han venido andando hasta aqu¨ª desde las aldeas cercanas a 7, 12 y hasta 25 kil¨®metros monte a trav¨¦s. Observan impacientes como los soldados descargan la ayuda y los helic¨®pteros vuelven a emprender el vuelo. Los sacos se transportan hasta un edificio de tres plantas situado en una esquina del claro, donde se han instalado los militares que atienden el improvisado helipuerto. No deja de resultar curioso que hasta la llegada de los talibanes esta fuera la casa de vacaciones de una conocida cantante past¨²n, Farzana, que no ha podido volver a cantar en Pakist¨¢n a causa de las amenazas de los extremistas.
Solo uno de los soldados a las ¨®rdenes del sargento Habib es past¨²n, la etnia de los habitantes de este valle, pero todos parecen proceder de los sectores m¨¢s conservadores y religiosos. El propio Habib luce una barba que constituye una declaraci¨®n p¨²blica de su piedad. Ninguno de ellos da la mano a la periodista cuando se presenta para apuntarse al vuelo de vuelta. No han sido alertados de su presencia y no saben muy bien qu¨¦ hacer. Tras consultar con el comandante de su unidad, al otro lado del r¨ªo, el sargento opta por enviarnos a la base junto a los dos soldados que han llegado en el helic¨®ptero. Tras cruzar el helipuerto, los cuatro empezamos a descender en fila y con precauci¨®n por un camino embarrado que conduce hasta el r¨ªo. Los hombres se paran para dejarnos pasar no s¨¦ si por la sorpresa de ver a la extranjera o por respeto a los uniformes.
Cruzar el Swat constituye una aventura. Para atravesar el primer brazo los lugare?os han tendido dos troncos sobre los que hay que caminar guardando el equilibrio, algo que no resulta dif¨ªcil con las manos vac¨ªas, pero que se complica cuando se lleva un ni?o en brazos o se viste un burka. Al otro lado el descenso de las aguas ha dejado una isla de piedras en la que un pu?ado de aldeanos han instalado sus tenderetes y tratan de vender las manzanas, guisantes o patatas que ya no pueden llevar al mercado de Mingora. Despu¨¦s sobre el cauce principal el ej¨¦rcito les ha ayudado a levantar un puente de madera algo m¨¢s consistente. "Todo a mano, sin ninguna maquinaria, porque el cuerpo de ingenieros a¨²n no ha logrado llegar hasta aqu¨ª y nosotros somos infanter¨ªa", me explicar¨¢ m¨¢s tarde el teniente Qasim. Al llegar a la otra orilla, a¨²n puede verse una peque?a plataforma de madera suspendida de un cable de acero con la que mantuvieron la comunicaci¨®n entre las dos riberas, los primeros d¨ªas. Los dos puentes que cruzaban Kalam fueron arrastrados por las aguas.
Desde all¨ª emprendemos el ascenso hacia el cuartel instalado en lo que hasta 2008 fue el PTHC hotel, un establecimiento tur¨ªstico propiedad del Gobierno. All¨ª el teniente Qasim promete avisarnos en cuanto llegue el pr¨®ximo helic¨®ptero, pero mientras nos ponemos a hacer entrevistas el sol que se colaba entre las nubes durante el viaje desaparece y empieza a llover de forma persistente. El cambio de las condiciones meteorol¨®gicas hace que se suspenda el puente a¨¦reo y nadie sabe cu¨¢ndo llegar¨¢ el pr¨®ximo helic¨®ptero para seguir evacuando a quienes quieren abandonar Kalam.
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