Les anglosaxons
Reino Unido siempre ha tratado de impedir que se formara un poder unificador en Europa
Esto no es la Europa a dos velocidades, que ya exist¨ªa, e incluso a varias m¨¢s. La negativa de Reino Unido a la creaci¨®n de algo parecido a un control de las pol¨ªticas fiscales de los Veintisiete, no por previsible es menos trascendental. Es la divisi¨®n de la UE en una Europa m¨¢s y una Europa menos; 26 miembros de la primera y uno solo de la segunda. Adiv¨ªnese cu¨¢l.
Es virtualmente imposible determinar qu¨¦ le conviene a una naci¨®n, primero porque cualquier naci¨®n es una suma heterog¨¦nea de voluntades solo unificables por defecto, es decir, por decisi¨®n de su Gobierno; y segundo porque ser¨ªa una pedanter¨ªa insufrible comunicarle al pr¨®jimo lo que le conviene. Por ello, la decisi¨®n brit¨¢nica de anteponer la independencia de la City a la construcci¨®n ¡ªo reparaci¨®n¡ª de Europa, es su realpolitik. Pero lo que s¨ª cabe es preguntarse por qu¨¦ Londres se ha hecho as¨ª.
El t¨¦rmino euroesc¨¦pticos designa formalmente a los brit¨¢nicos opuestos a una mayor integraci¨®n de la UE, pero la cosa va mucho m¨¢s lejos. El euroescepticismo es, en realidad, una f¨®rmula deliberadamente asexuada para identificar a los enemigos de Europa, y aunque esa aversi¨®n sea nominalmente minoritaria, recorre todo el cuerpo de la naci¨®n. Y, como suele ocurrir en dilatados procesos de cambio, es tambi¨¦n un fundamentalismo, en este caso light, que adopta la forma de un clamor por el retorno a unos or¨ªgenes que nadie sabe ya d¨®nde paran.
Todo fundamentalismo nace de un temor, y en Reino Unido lo encarna la desaparici¨®n de un mundo posimperial. Cualquiera que haya visitado Reino Unido con alguna asiduidad en el ¨²ltimo medio siglo habr¨¢ percibido la progresiva europeizaci¨®n del pa¨ªs, el paulatino desvanecimiento de un way of life que ya pertenece al mundo de la caricatura y el folclore. Y esa angustia de sentir la tierra que se mueve bajo los pies es lo que da fuerza a la visi¨®n mitol¨®gica de la naci¨®n imaginada. La preservaci¨®n, cueste lo que cueste, del poder financiero brit¨¢nico al que se acredita hasta un 30% del PIB nacional, podr¨¢ estar justificada, aritm¨¦tica al efecto, pero eso no niega el poso hist¨®rico sobre que se construye.
Como naci¨®n precavida, Britannia estima que siempre ha tenido a mano una alternativa a Europa: la llamada Relaci¨®n Especial con Estados Unidos, aquella par¨¢bola que Winston Churchill acu?¨® en marzo de 1946 para encapsular la colosal ayuda que Washington prest¨® a Londres en la II Guerra, y que un brillante sucesor, el tambi¨¦n tory Harold MacMillan, tradujo con regusto clasicista como la Grecia brit¨¢nica, sabia asesora de la nueva Roma norteamericana. Pero sin cuestionar de cu¨¢nto vali¨® en su tiempo la met¨¢fora, hoy no pasa de ser un modesto suced¨¢neo. Cuando Barack Obama declaraba que era ¡°el primer presidente norteamericano del Pac¨ªfico¡± estaba oficiando los funerales del grand large, aquel Atl¨¢ntico que un d¨ªa fue ingl¨¦s. Y, peor a¨²n, un Reino Unido irrelevante en Europa interesa obviamente mucho menos a Washington que un socio a parte entera de la UE.
Ese euroescepticismo, como todos los fen¨®menos de alguna importancia en la historia, tiene varios siglos de antig¨¹edad. La Reforma protestante en Inglaterra era, al menos a sus inicios en 1534, tanto o m¨¢s una cuesti¨®n pol¨ªtica que religiosa. Enrique VIII, adem¨¢s de arreglarse uno o diversos matrimonios, estaba proclamando la independencia insular con respecto a una idea simb¨®lica e imperial de Roma. Ese ser¨ªa, y es, el lugar de Reino Unido en el mundo: impedir con el dominio de los mares que se formara un poder unificador en Europa, primero contra los Habsburgo y en sucesi¨®n, Luis XIV, Napole¨®n y Hitler. El que fuesen de agradecer todas esas intervenciones no niega el porqu¨¦ geoestrat¨¦gico de las mismas: impedir la unidad del continente; es decir, de la UE.
Y, aunque una Europa sin Londres nunca estar¨¢ completa, algo positivo cabr¨ªa desentra?ar de la nueva situaci¨®n. Siempre es mejor trabajar con la realidad que hacerlo solo con nuestras preferencias. Desde el veto del general De Gaulle al ingreso brit¨¢nico en la Comunidad, y la demorada inclusi¨®n de Reino Unido en los a?os setenta, nadie ha ignorado en Bruselas que Londres jugaba con las cartas apretadas contra el pecho. Pero nadie quer¨ªa tampoco cerrar la puerta a una europeizaci¨®n que el nuevo fundamentalismo de las Islas aborrece. La comedia de las equivocaciones podr¨ªa estar, sin embargo, tocando a su fin. A ese gran problema de Europa le llamaba un militar franc¨¦s ¡°les anglosaxons¡±.
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