"?Ojal¨¢ no se acabe la guerra ...!"
El periodista Jon Sistiaga viaja a Afganist¨¢n, en un reportaje para Canal Plus, para seguir a las tropas estadounidenses en una guerra en su momento de prorroga
"El afgano que trae el agua, uno que entra en la base conduciendo un cami¨®n cisterna, pues resulta que despu¨¦s de hacerle el esc¨¢ner de iris nos ha aparecido en la Wacht List, en la lista de sospechosos de colaborar con los talibanes. As¨ª que hemos dado parte al comandante para que tome las medidas oportunas". Rafael C. sonr¨ªe satisfecho cuando me lo cuenta, mientras me muestra el cuchillo de cazador que lleva al cinto y del que no se desprende nunca. Rafael es un contratista civil, uno de los miles que hay aqu¨ª en Afganistan y que son un ejemplo de la privatizaci¨®n de las guerras en la actualidad. De hecho ya hay mas contratistas que soldados en el pa¨ªs asi¨¢tico. Unos 113.000 civiles, seg¨²n el Pent¨¢gono, por unos 90.000 soldados, tambi¨¦n seg¨²n el Pent¨¢gono.
La empresa de Rafael, Biom¨¦trics, ha inundado las bases norteamericanas de esc¨¢neres de iris que mandan la informaci¨®n directamente a EEUU, donde se chequea la identidad del nuevo empleado afgano y se detecta su posible peligrosidad. "Ojal¨¢ no se acabe la guerra, por mi que siga porque estamos haciendo bastante dinero", me reconoce Rafael, natural de San Diego, California, y antiguo miembro de las fuerzas especiales reciclado ahora en contratista. Como Pablo Castro, un portorrique?o que sirvi¨® como soldado en Irak y que sobrevivi¨® a tres explosiones contra su veh¨ªculo. Pablo es t¨¦cnico de C-RAM, empresa filial de Northrop Grumman, una de las grandes corporaciones del complejo militar industrial de los Estados Unidos. Comparto tienda con ambos en la zona destinada a personal no militar de la Base Avanzada Bullard, en la provincia de Zabul. Pablo habla un poco de espa?ol y se pasa el d¨ªa en el gimnasio de la base. Me cuenta que su empresa ha convencido al Pent¨¢gono de que sus radares pueden detectar cualquier ataque de mortero o de granadas contra sus bases. Un especie de sistema de alerta temprana que Pablo y el resto de empleados est¨¢n activando base por base, entrenando en su manejo a los militares que despu¨¦s lo usan.
Todas estas empresas que est¨¢n haciendo su agosto en Afganist¨¢n (como antes lo hicieron en Irak) han incrementado vertiginosamente los costes de la guerra. Ya no solo hay que pagar y sostener el despliegue militar, sino ademas presupuestar al erario publico todos los gastos que estas empresas facturan. Seg¨²n el Departamento de Estado, unos 23.000 millones de d¨®lares desde el 2002. Por eso, hablas con cualquiera de estos empleados, de estos contratistas, y dif¨ªcilmente te encuentras con alguno que quiera que esta guerra se acabe. Est¨¢n haciendo mucho dinero. Sus dietas como expatriados en Afganistan, en zona de guerra, son astron¨®micas y alguno pretende incluso comprarse la casa cuando vuelva. Un t¨¦cnico cualificado como Rafael puede llegar a ganar 200.000 euros al a?o, unos 17.000 al mes. Todos directamente a su cuenta en California, porque aqu¨ª no hay gastos. Comen en la cantina de los militares, duermen en tiendas de campa?a o contenedores habilitados del Ejercito y apenas hay algo que comprar. Los contratistas no son como los soldados que de manera m¨¢s o menos profesional cumplen con sus meses de despliegue, se arriesgan en misiones fuera de la base, y est¨¢n contando los d¨ªas que faltan para volver. Estos no. Los contratistas no salen de la base y no quieren que la guerra termine. Son parte de una nueva casta de segurocratas, que viven del delirio b¨¦lico a costa de que sus empresas repercutan sus salarios en la factura final. El Congreso de EEUU ha estimado el gasto medio por soldado y a?o en Afganistan en 680.000 euros. Multipliquen ese gasto por los casi cien mil soldados que tienen destinados en este pa¨ªs.
Los contratistas est¨¢n por todos los lados, pero son sobre todo visibles en las bases de mayor magnitud, las que concentran grandes movimientos de tropas o sirven de centros log¨ªsticos del Ejercito. En estos d¨ªas me he encontrado con pilotos rusos contratados por la empresa estadounidense Dyncorp, cocineros rumanos, limpiadores de letrinas banglades¨ªs, o dependientes como Lolito, un filipino que trabaja en un peque?o negocio de costura, muy demandado entre los soldados cuyos uniformes sufren frecuentes roturas. Ninguno sabe qu¨¦ ocurre fuera de los muros de la base y tampoco les interesa. No van a salir nunca. De hecho, m¨¢s cifras, el a?o 2010 hubo m¨¢s muertos entre los contratistas de empresas norteamericanas, 430, que entre los soldados de EEUU, 418. "Nunca, nunca he salido de la base ni pienso salir", me confirma Jim, un empleado nepal¨ª de la cadena estadounidense de caf¨¦ Green Beans mientras me sirve un cortado. Estos trabajadores no saben muchas veces ni donde est¨¢n f¨ªsicamente. Les preguntas si al norte o al sur de Afganistan y te contestan que ni idea. Que solo saben el nombre de la base donde les han llevado. De hecho los pocos afganos que han conocido son los empleados locales de esas bases o los interpretes. Estos ¨²ltimos normalmente provienen de otras provincias del pa¨ªs para que no sean reconocidos por la poblaci¨®n de los alrededores y puedan sufrir represalias o sean asesinados por los talibanes.
As¨ª son las nuevas guerras, al menos en las que pelea Estados Unidos. Los soldados se dedican a la guerra y el resto, lavar, cocinar, limpiar, barrer, tener agua caliente en la ducha, conectar el aire acondicionado, montar un gimnasio, colocar una linea wifi, ofrecer helados reci¨¦n hechos para despu¨¦s de la batalla, o zumos, o cafe, preparar pizzas, costillas Cajun o hamburguesas estilo Tennessee, lo que sea, se lo ofrece alguna empresa contratada por el Pent¨¢gono. Cualquier gran marca comercial de comida est¨¢ por aqu¨ª: McDonalds, Friday's, Kentucky Fried Chicken...
Si un soldado llega a una base, o un civil, o un periodista, lo primero que tiene que ir es a una especie de recepci¨®n donde se le adjudica un sitio para dormir en funci¨®n de su trabajo o rango. Rajesh Kuravati es un hind¨² de 35 a?os que se encarga de distribuir a los nuevos trabajadores/clientes de la base Lagman. "Ya llevo ocho a?os trabajando con Dyncorp y estoy encantado. Antes estuve en Irak, limpiando, ahora me han ascendido", me dice. Rajesh trabaja todos los d¨ªas de la semana, todos los meses, una media de doce horas al d¨ªa y le dan dos semanas de descanso cada medio a?o. Su sueldo es de unos 1.100 euros, pero el est¨¢ encantado. Para Rajesh es una fortuna y una forma de educar a sus dos hijos a los que ve un par de veces al a?o. Pero Rajesh, como casi todo el mundo aqu¨ª, sabe que esto se acaba. Que dentro de a?o y medio las tropas internacionales dejan el pa¨ªs. Que los contratistas tendr¨¢n que abandonar Afganistan y que todas estas bases, muchas de ellas autenticas replicas en miniatura de centros comerciales norteamericanos, quedaran aqu¨ª como restos desvencijados de una presencia que todav¨ªa tiene que demostrar si sirvi¨® para algo.
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