El poder de la identidad
Nacionalismo y religi¨®n, en sus formas extremas, son enemigos de la democracia
A un lado, el mundo ¨¢rabe y musulm¨¢n en pie de guerra contra Estados Unidos y Francia por los videos y vi?etas sobre Mahoma. A otro, China y Jap¨®n sacando pecho patri¨®tico y ejercitando el m¨²sculo naval a costa de unos min¨²sculos islotes. Vuelven las identidades y llaman a rebato, haciendo saltar por los aires los delicados equilibrios construidos a costa de mucho tiempo y esfuerzo. Dentro de EE UU, se acusa a Obama y a su pol¨ªtica de mano tendida al mundo ¨¢rabe y musulm¨¢n de ser una reedici¨®n en versi¨®n islamista del apaciguamiento practicado por Chamberlain y Daladier contra el totalitarismo nazi. Al tiempo, en muchos pa¨ªses musulmanes se pide tambi¨¦n firmeza contra lo que describen como una agresi¨®n sistem¨¢tica a su religi¨®n desde Occidente. Dentro de China los hay que piensan que ha llegado la hora de poner fin al ¡°ascenso pac¨ªfico¡± y ejercer como la gran potencia que es. Mientras, en Jap¨®n tambi¨¦n se critica al Gobierno por mirar hacia otro lado y dejar que los chinos se crezcan. No son mayor¨ªa, pero gritan m¨¢s, y su mensaje es siempre el mismo: principios sacrosantos, identidades amenazadas, agravios hist¨®ricos, humillaciones intolerables, l¨ªneas rojas...
El resurgir de la identidad pone en entredicho dos supuestos centrales sobre los que construimos nuestras expectativas sobre el orden internacional. Por un lado, tendemos a dar por hecho que vivimos en un mundo interdependiente econ¨®micamente donde los actores se comportan racionalmente con el fin de maximizar los beneficios materiales que se derivan de esa interdependencia. Siendo esto cierto, no se puede ser tan ingenuo como para pensar que los beneficios econ¨®micos que trae la globalizaci¨®n son suficientes por s¨ª solos para garantizar la paz entre los Estados. Como vimos en 1914, la interdependencia econ¨®mica no logr¨® frenar la escalada hacia la Primera Guerra Mundial, sino que incluso la aceler¨®. En Europa, en Asia, vemos con preocupaci¨®n c¨®mo los nacionalismos y las fricciones econ¨®micas entre pa¨ªses se retroalimentan mutuamente.
El otro supuesto que queda en entredicho por este resurgir de la identidad tiene que ver con la democracia. Se supon¨ªa que una vez desaparecida la URSS, no hab¨ªa ninguna forma alternativa de organizaci¨®n pol¨ªtica a la democracia. Y es en gran parte cierto. El Islam no es una alternativa a la democracia: la ¨²nica teocracia que merece tal nombre, Ir¨¢n, es un fracaso que nadie ha querido replicar y que sobrevive s¨®lo a cuenta de su capacidad de manipular la hostilidad exterior. ?Y qu¨¦ decir de China, donde los manifestantes antijaponeses portan un retrato de Mao, mantenido como icono por el r¨¦gimen a pesar de que su gran salto adelante y su revoluci¨®n cultural costaran la vida a millones de chinos?
Tambi¨¦n de modo ingenuo, solemos pensar que la interdependencia llevar¨¢ al bienestar econ¨®mico y que este traer¨¢ el progreso pol¨ªtico. Y puede que hist¨®ricamente sea cierto, pero los baches y altibajos de esa relaci¨®n son demasiado profundos y est¨¢n demasiado llenos de victimas como para pensar que se trata de un proceso autom¨¢tico. Como Rusia o China muestran, el nacionalismo puede lograr que la emergencia de una clase media y una econom¨ªa desarrollada sean condiciones necesarias, pero no suficientes, para la aparici¨®n de la democracia.
Que la democracia no tenga alternativa no quiere decir que no tenga enemigos. El nacionalismo y la religi¨®n, en sus formas extremas, son los principales. Y ah¨ª es donde comienza la paradoja. Porque a pesar de que el liberalismo no asignara ninguna importancia a las identidades, hoy sabemos que un sentimiento de identificaci¨®n colectivo (sea religioso o nacional) puede ser fundamental para asegurar la cohesi¨®n social y el buen funcionamiento de un sistema pol¨ªtico. Las sociedades homog¨¦neas, ¨¦tnica o religiosamente, tienen menos problemas para alcanzar acuerdos inter o intrageneracionales, es decir, para sostener a sus mayores, garantizar la igualdad de oportunidades a sus j¨®venes y ejercer la solidaridad entre clases sociales o territorios. Pero a su vez, se prestan m¨¢s a la manipulaci¨®n de esos sentimientos de identificaci¨®n. En una sociedad plural, religiosa o ¨¦tnicamente, el poder suele estar repartido y los acuerdos suelen requerir procesos largos y amplios consensos. Los Pa¨ªses Bajos son quiz¨¢ la mejor prueba de c¨®mo un pa¨ªs que, en raz¨®n del solapamiento de las diferencias religiosas con las geogr¨¢ficas, no deber¨ªa existir, ha logrado una convivencia ejemplar entre cat¨®licos y protestantes. Al otro lado del globo, Malaisia nos demuestra de qu¨¦ forma es posible alcanzar una convivencia de musulmanes, chinos e indios con umbrales de tolerancia rec¨ªproca muy elevados. De Estados Unidos a China, pasando por Jap¨®n o Egipto, la identidad puede ser, a la vez, un pegamento social y un disolvente de la convivencia. Por eso es un factor de poder imposible de obviar.
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