Llanto de guitarra
La noche en que muri¨® Paco de Luc¨ªa se convirti¨® muy pronto en madrugada llena de esa m¨²sica que llamamos silencio
?La noche en que muri¨® Paco de Luc¨ªa se convirti¨® muy pronto en madrugada. Era como si se multiplicasen los tiempos; todas las ¨¦pocas que cubre el manto de su arte desde que tocaba flamenco en blanco y negro, con el pelo relamido y vestido de corto hasta las horas diarias que invert¨ªa en ensayar y volver a ensayar con todos los colores, descalzo y con la cabellera al vuelo. La madrugada en la que se va Paco de Luc¨ªa se llena de esa m¨²sica que llamamos silencio.
Francisco S¨¢nchez G¨®mez eligi¨® llamarse De Luc¨ªa porque as¨ª le dec¨ªan en las calles de su pueblo, identific¨¢ndolo con el nombre de su madre que lo escrib¨ªa con zeta y con apellido portugu¨¦s: Luz¨ªa Gomes, con esa letra ese que en Andaluc¨ªa se vuelve verso en los labios y luego se pierde en tantas palabras, como cualquiera podr¨ªa perderse de no llevar siempre a cuestas la ¨ªntima m¨²sica de su querencia. Por algo su hermano ¨Cque lo acompa?aba en m¨¢s de un concierto y grabaci¨®n¡ªadopt¨® llamarse Ram¨®n de Algeciras. Nadie lo ha dicho mejor que Juan Villoro: ¡°La m¨²sica produce un peculiar arraigo, una imaginaria composici¨®n de lugar. Sin importar d¨®nde estemos, de golpe, el rasgueo de una guitarra nos sit¨²a en el Mediterr¨¢neo: Paco de Luc¨ªa transfigura el espacio. En sus manos la guitarra fue mujer, el mar, el cielo o todo eso junto: un pueblo¡±.
Quien se enamora de una guitarra lleva la patria a cuestas y Paco de Luc¨ªa no s¨®lo llevaba en las venas a Andaluc¨ªa, sino a toda una pen¨ªnsula en el instante en que jugaba con sus hijos en una playa de un para¨ªso perdido donde recibi¨® la cornada de un infarto que le parti¨® el pecho. Cargaba con Espa?a, con tantos paisajes entra?ables que se pintan en seis cuerdas y con tanta literatura que parece deletrearse sobre el brazo de una guitarra, los siglos divididos por trastos e incluso los hechos trascendentales como capotrasto, esa cejilla de madera que agudiza las notas de los d¨ªas, vuelve m¨¢s soprano el tenor de una tragedia o enfatiza el lamento de un adi¨®s. Paco de Luc¨ªa llevaba todos los sabores y toda la cultura de su querencia no s¨®lo por el mundo, sino por la Espa?a misma que despertaba de una larga noche que muchas voluntades aliviaron en un largo amanecer que no volvi¨® a ser madrugada: muestra de ello es el concierto en el Teatro Real, reservado hasta entonces a lo que se hab¨ªa definido como exclusivamente ¡°m¨²sica culta¡± y de pronto, con desparpajo, con la pierna cruzada, sin necesidad de inclinar la guitarra como hac¨ªa Andr¨¦s Segovia o como manan los c¨¢nones de la guitarra pautada, Paco de Luc¨ªa arremolinaba en el aire la m¨²sica palpable que todos llevamos en la piel, en el ¨¢rbol geneal¨®gico de siglos.
P¨¢rrafo aparte, el milagro de Camar¨®n de la Isla. Esa voz que se romp¨ªa como quien rasga un manto en medio de una saeta de Semana Santa en Sevilla y las pausas con l¨¢grima incluida como media ver¨®nica de Curro Romero en medio de las estrellas, el infinito albero amarillo de la verdadera V¨ªa L¨¢ctea que se llama Real Maestranza. Entre los tres y el an¨®nimo p¨ªcaro que hoy mismo quiere ganarse unas monedas inventando una tomadura de pelo, deambula el duende, esa pimienta indefinida que explica el salero con el que camina Ella esta tarde por la calle de la Sierpes o declarada Emperatriz en plena Gran V¨ªa de Madrid. El duende con el que s¨®lo saben batir palmas los que miden con gracia las embestidas del destino, los que saben pararse no al filo del burladero sino en el centro mismo del Universo, burlar las cornadas como estatua y en los o¨ªdos intentar clonar la magia de diez dedos que se convierten en treinta y seis cabal¨ªsticos ap¨¦ndices que a su vez convierten seis cuerdas en toda la m¨²sica del mundo en una taquicardia el¨¦ctrica, que de pronto se puede atemperar o sincopar con el sexteto de Paco, con el caj¨®n peruano que ¨¦l mismo convirti¨® en flamenco o con los pasos que da una pareja que baila por buler¨ªas un pasaje de la ¨®pera Carmen.
Es inapelable que Sabicas o Manolo Sanl¨²car cuajen la perfecci¨®n mec¨¢nica de unos tarantos o que Al DiMeola o John McLaughlin se sincronicen en el oleaje de una rumba (incluso tocando con u?a de pl¨¢stico y no con los cinco dedos que hay que clonar con cada rasgueo), es innegable que una ni?a japonesa de trece a?os pueda tocar un fandango de Huelva como si de veras hubiera salido de Yokohama, pero que alguien convierta como lo hac¨ªa Paco de Luc¨ªa a todos los palos del flamenco en una extensi¨®n de su alma, que las canti?as se le ve¨ªan en los p¨¢rpados, las alegr¨ªas en su cara seria, las galeras en cada dedo que hac¨ªa que sus manos fuesen m¨¢s grandes que las de los dem¨¢s mortales, la seguiriya como conversaci¨®n, los tientos como quien murmura secretos, el zorongo como quien se despeina en altamar en medio de una carcajada y salir por peteneras como quien busca un tel¨®n. Eso ya nadie lo puede hacer. Nada m¨¢s y nada menos.
En 1975 o 76, Paco de Luc¨ªa era ya la leyenda que hoy sustituye a por lo menos una constelaci¨®n completa de estrellas sobre el terciopelo de su eternidad. Viajaba con m¨¢s de seis guitarras, como quien tiene una espuerta llena de posibilidades sabiendo que s¨®lo una muleta o un capote en particular son los de las grandes faenas. De Contreras y otras firmas, de madera de cerezo y de clavijas a la antigua o de mecanismo reluciente, sus guitarras parec¨ªan envidiar el momento que Paco tomaba una entre todas para deletrear una vez m¨¢s al mundo. De entre todas, la guitarra que firma Ram¨ªrez tiene tela: desciende del af¨¢n de dos hermanos, Jos¨¦ y Manuel, que estrenaron su primera guitarra en 1891. Lauderos minuciosos, artesanos medievales aun siendo decimon¨®nicos, los Ram¨ªrez se pelearon por divergencias en las curvas y definiciones de lo que cada uno cre¨ªa que deber¨ªa ser la mejor guitarra del mundo. Mientras Jos¨¦ se mud¨® a Par¨ªs y se concentr¨® en fabricar sus mu?ecas para el mercado de la m¨²sica cl¨¢sica y de concierto, Manuel se qued¨® en Madrid y su estirpe lleva ya cuatro generaciones fabricando con duende guitarras que cobraron fama a partir de que Andr¨¦s Segovia se enamor¨® de una de ellas en 1916, pegado su pecho a la caja de la nena e interpretando milagros que valieron que esa misma guitarra est¨¦ hoy expuesta en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. No quiero hacer la microhistoria detallada de qu¨¦ guitarras esculpiera Jos¨¦ II, aunque es obligatorio decir que George Harrison toca en una Ram¨ªrez III ¡°And I Love Her¡± en la pel¨ªculaA Hard Day¡¯s Night (y que gracias al camar¨®grafo se alcanza incluso a leer la etiqueta de Ram¨ªrez por la roseta abierta en flor) y as¨ª con tanta historia que cada due?o puede escribirle a la biograf¨ªa de su guitarra sucedi¨® que por azar y por insistencia incesante ¨Cno exenta de mutua simpat¨ªa y muchas carcajadas¡ª mi padre logr¨® convencer a Paco de Luc¨ªa para que le vendiera una Ram¨ªrez, con etiqueta fechada a mano y con la direcci¨®n de Concepci¨®n Jer¨®nima n¨²mero 2 (asegurada de incendios) que todo amante de guitarras sabe que es santuario comprobado por sus milagros en m¨²sica.
La noche en que muri¨® Paco de Luc¨ªa se volvi¨® madrugada muy pronto. Entre p¨¢rrafos escuch¨¦ que all¨¢ abajo se abr¨ªa una caja. Me asom¨¦ temblando con la ingenuidad de quien cree que puede ver algo en plena oscuridad y comprend¨ª sin temor pero con una inmensa tristeza que aqu¨ª no se mete ya nadie: m¨¢s bien, se trata de otro entra?able que se va¡ las cuerdas parec¨ªan agua de r¨ªo que busca con ansias un mar y reproduc¨ªan en armon¨ªas inveros¨ªmiles la dulce melancol¨ªa que llaman saudade. La Ram¨ªrez estaba llorando, como todas las guitarras del mundo que no encuentran ya c¨®mo conciliar tanto silencio.
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