El Ben Bradlee que conocimos
Amigo, director implacable y, sobre todo, un hombre en busca de la verdad: as¨ª recuerdan los periodistas del ¡®caso Watergate¡¯ al desaparecido exdirector de ¡®The Washington Post¡¯
Hace 40 a?os, Ben Bradlee nos expuso su teor¨ªa general del periodismo y la vida: ¡°La nariz hacia abajo, el culo hacia arriba y con paso firme hacia el futuro¡±. Entend¨ªa el pasado y su importancia, pero estaba completamente liberado de ¨¦l. El pasado era historia, de la que hab¨ªa que aprender. Se negaba a dejarse lastrar emocionalmente por ¨¦l y a desalentarse por sus altibajos. La analog¨ªa militar, que a menudo no es m¨¢s que un clich¨¦, es v¨¢lida en este caso: un gran general, tranquilo en la batalla, con el amor y el afecto de sus soldados, a los que proteg¨ªa con la misma furia con la que les enviaba a su misi¨®n. ?l mismo se hab¨ªa construido un personaje original, diferente de cualquier otra persona en su redacci¨®n: diferente por su temperamento, por su actitud, incluso por su aspecto f¨ªsico y su lenguaje (una mezcla de ingl¨¦s tradicional anglicano y expresiones de marino). Bradlee [falleci¨® el 21 de octubre, a los 93 a?os] transform¨® no solo The Washington Post, sino tambi¨¦n la naturaleza y las prioridades del periodismo.
No era hombre de arrepentirse. Nunca se mostraba c¨ªnico, pero siempre era esc¨¦ptico. Y el hilo conductor de su vida ¡ªincre¨ªblemente, sin caer en santurroner¨ªa de ning¨²n tipo¡ª fue el culto a la verdad. Una de las cosas que indicaban c¨®mo ejerc¨ªa Bradlee el mando era su manera de afrontar los errores y equivocaciones, tal vez la responsabilidad m¨¢s inc¨®moda de un periodista, una verdadera prueba de fuerza, competencia y compromiso con la verdad.
Nosotros compartimos las trincheras con Bradlee durante la cobertura del caso Watergate, y en un momento dado, hace casi exactamente 42 a?os, cometimos un error monumental: en un reportaje de portada afirmamos que, seg¨²n un testimonio prestado ante el Gran Jurado, el jefe de gabinete de Richard Nixon, Bob Haldeman, hab¨ªa controlado un fondo secreto utilizado para financiar la entrada de los ladrones en el hotel Watergate, adem¨¢s de otras actividades clandestinas e ilegales.
Para Ben, lo importante eran los hechos. ?Qu¨¦ datos hab¨ªa? ?Estaban comprobados? ?Qui¨¦n ten¨ªa otra versi¨®n?
El reportaje, publicado cuatro meses despu¨¦s de que la Casa Blanca dijera que el allanamiento no hab¨ªa sido m¨¢s que ¡°un robo de tercera categor¨ªa¡±, supon¨ªa un gran paso a la hora de demostrar el v¨ªnculo entre los delitos cometidos en el Watergate y el Despacho Oval. Lo malo es que ese testimonio no hab¨ªa existido; aunque al final se vio que ten¨ªamos raz¨®n en que Haldeman controlaba ese dinero y mucho m¨¢s.
¡°?Qu¨¦ ha pasado?¡±, nos pregunt¨® Bradlee. La Casa Blanca y los partidarios del presidente estaban asaete¨¢ndonos a denuncias y refut¨¢ndonos con argumentos que parec¨ªan bastante cre¨ªbles. Nosotros no sab¨ªamos bien en qu¨¦ nos hab¨ªamos equivocado aquel d¨ªa de octubre de 1972 y est¨¢bamos all¨ª, inseguros y tratando chapuceramente de salvar la cara.
¡°No sab¨¦is d¨®nde est¨¢is¡±, dijo Bradlee. ¡°No ten¨¦is los datos. Estad callados por ahora¡ Vamos a ver en qu¨¦ acaba esto¡±. De pronto, gir¨® su silla, puso una hoja de papel en su vieja m¨¢quina de escribir y empez¨® a teclear. Despu¨¦s de empezar varias veces, redact¨® su declaraci¨®n: ¡°Reiteramos la veracidad de nuestro reportaje¡±. No mostr¨® ning¨²n enfado ni rencor hacia nosotros, pese a que mucho despu¨¦s dir¨ªa que aquel hab¨ªa sido uno de los peores momentos de sus 23 a?os como director del Post.
Hab¨ªamos cometido un error est¨²pido, de novatos. Nuestra fuente principal, el tesorero de la campa?a de Nixon, sab¨ªa que Haldeman hab¨ªa controlado el fondo, y hab¨ªa prestado testimonio ante el Gran Jurado. Pero en su comparecencia no le hab¨ªan preguntado por Haldeman. Nosotros supusimos que s¨ª y, al hacerlo, violamos una regla fundamental de Bradlee: ¡°Nunca hay que suponer nada¡±. El respaldo de Bradlee en aquel momento tan humillante fue mucho m¨¢s que un consuelo y un voto de confianza. Sab¨ªamos que ¨¦l estaba convencido de que ¨ªbamos en la buena direcci¨®n, pero hab¨ªamos sufrido un tropez¨®n casi fatal. Y ¨¦l fue un salvavidas de tranquilidad.
Para Ben, lo importante eran los hechos. ?Qu¨¦ datos hab¨ªa? ?Estaban comprobados? ?Qui¨¦n ten¨ªa otra versi¨®n? Uno no pod¨ªa considerarse reportero hasta haber tenido que pasar por un interrogatorio de Bradlee. Durante aquel vergonzoso episodio, hubo un momento en el que est¨¢bamos resumi¨¦ndole lo que nos hab¨ªa dicho una de nuestras fuentes. ¡°No¡±, insisti¨® Ben. ¡°Quiero o¨ªr exactamente lo que le preguntasteis y cu¨¢l fue su respuesta exacta¡±.
Cuando desentra?amos por fin nuestro error sobre Haldeman, unos d¨ªas despu¨¦s ¡ªy pudimos obtener m¨¢s pruebas de su control del fondo secreto¡ª, Ben ya estaba en otra cosa. Su pregunta era: ¡°?Qu¨¦ ten¨¦is para ma?ana?¡±. En otras palabras, siempre hacia delante. La nariz hacia abajo, el culo hacia arriba. ?C¨®mo pens¨¢bamos seguir explicando a los lectores ¡ªy a ¨¦l¡ª lo que estaba ocurriendo, y por qu¨¦?
Cuando el director Alan Pakula empez¨® a buscar a un actor para encarnar a Bradlee en la versi¨®n cinematogr¨¢fica de Todos los hombres del presidente, Jason Robards Jr. pareci¨® un candidato natural. Pakula nos cont¨® despu¨¦s que Robards se hab¨ªa mostrado entusiasmado, se hab¨ªa llevado el guion a casa para leerlo y hab¨ªa vuelto perplejo:
¡°No puedo hacer de Ben Bradlee¡±, dijo Robards.
¡°?Por qu¨¦?¡±, pregunt¨® Pakula.
¡°No hace m¨¢s que ir de un lado a otro y preguntar a los reporteros: ¡®?D¨®nde est¨¢ la maldita historia?¡±.
¡°Eso es lo que hace el director de The Washington Post¡±, explic¨® Pakula. ¡°Es su trabajo. Lo ¨²nico que tienes que hacer es encontrar 15 formas distintas de decir ¡®?D¨®nde est¨¢ la maldita historia!¡±.
¡°?Ah!¡±, respondi¨® Robards. Acept¨® el papel, lo interpret¨® como si hubiera vivido en la piel de Bradlee toda su vida y gan¨® el Oscar al mejor actor de reparto. Cuando Ben se enter¨® de esta an¨¦cdota, se rio a carcajadas. S¨ª, dijo, su papel era ser el motivador jefe. Pero su trabajo consist¨ªa en algo m¨¢s, a?adi¨® con iron¨ªa.
Bradlee ten¨ªa una inquietud peculiar, un rasgo que estaba presente ya en su juventud. A finales de los a?os treinta form¨® parte del famoso Estudio Grant sobre alumnos de primer curso en Harvard. Varios soci¨®logos y psic¨®logos entrevistaron y observaron a los 268 sujetos del estudio durante toda su vida. Uno de los primeros investigadores habl¨® de su ¡°inquietud¡± y a?adi¨®: ¡°Hay ocasiones en las que bebe demasiado alcohol, pero eso no basta para satisfacerle¡±.
No le importaba
nada emplear medidas melodram¨¢ticas
para proteger a sus redactores
En cierto sentido, nada le satisfac¨ªa por completo. Siempre exig¨ªa m¨¢s a todos, empezando por s¨ª mismo. Desde que tom¨® posesi¨®n como director del peri¨®dico en los a?os sesenta, se acostumbr¨® a recorrer la redacci¨®n de la quinta planta, en busca de actividad, o una informaci¨®n jugosa, o el ¨²ltimo cotilleo. Cuando se deten¨ªa a hablar con los redactores, todos sol¨ªan parar lo que estuvieran haciendo, y desde un centenar de mesas le miraban tratando de interpretar las se?ales. Si hab¨ªa dos o tres periodistas hablando en grupo, ¨¦l se acercaba. A lo mejor ten¨ªan alguna historia, y quer¨ªa saberlo.
Sed agresivos, insist¨ªa. ¡°Me gustan los periodistas que presionan¡±, nos dijo en una entrevista grabada en 1973 para el libro que est¨¢bamos escribiendo sobre el Watergate, que acabar¨ªa siendo Todos los hombres del presidente. ¡°Eso me permite sentirme m¨¢s c¨®modo, en especial por el hecho de ser un director que presiona¡±.
No hac¨ªa el peri¨®dico pensando en sus amigos ni en la gente influyente.
Cuando est¨¢bamos investigando el papel de Henry Kissinger, consejero de seguridad nacional de Nixon, a la hora de seleccionar a 17 asesores de la Casa Blanca y periodistas a los que quer¨ªan poner escuchas para encontrar la fuente de las filtraciones de noticias, informamos a Kissinger de que ¨ªbamos a citar en el peri¨®dico los comentarios que nos hab¨ªa hecho. ¡°??Qu¨¦?!¡±, estall¨®. Esas no eran las normas que hab¨ªa seguido con otros reporteros. Fue elevando la voz. ¡°No tengo por qu¨¦ someterme a un interrogatorio de la polic¨ªa sobre esto¡±.
Nos convocaron a una reuni¨®n con varios responsables del peri¨®dico en la oficina del n¨²mero dos de Bradlee, Howard Simons. Bradlee, que no estaba presente, llam¨® por tel¨¦fono para contarnos las novedades, en un fuerte acento alem¨¢n que pretend¨ªa imitar a Kissinger. ¡°Acaba de llamarme Henry. Est¨¢ furioso. Vosotros decid¨ªs. Yo hago de periodista y os leo lo que dijo Henry y vosotros lo utiliz¨¢is si cre¨¦is que va a ser ¨²til¡±.
Con la discusi¨®n que se suscit¨®, el reportaje qued¨® aplazado y se nos adelant¨® Seymour Hersh, de The New York Times, pero las palabras de Kissinger se publicaron poco despu¨¦s en el peri¨®dico. A Bradlee le encant¨® que apareciera la firma de Hersh en varios reportajes cruciales del Times sobre el Watergate. ¡°Ya no ¨¦ramos los ¨²nicos que control¨¢bamos¡±, nos dijo unos meses despu¨¦s. ¡°Fue un momento feliz¡±.
A Bradlee no le importaba nada emplear medidas melodram¨¢ticas para proteger a sus redactores. Cuando el comit¨¦ para la reelecci¨®n de Nixon reclam¨® por v¨ªa judicial nuestras notas y las de otros redactores del Post sobre el Watergate, como parte de una demanda civil, Bradlee y la editora del peri¨®dico, Katharine Graham, decidieron declarar que la propietaria legal de todos los documentos era ella, no sus periodistas, y que cualquier acci¨®n judicial deber¨ªa ir dirigida a su persona.
¡°Si el juez quiere enviar a alguien a la c¨¢rcel, tendr¨¢ que enviar a la se?ora Graham¡±, nos dijo Bradlee, con visible regocijo. ¡°?Y la se?ora dice que est¨¢ dispuesta a ir! As¨ª que all¨¢ el juez con su conciencia. ?Os imagin¨¢is las fotos de su limusina llegando al Centro de Detenci¨®n de Mujeres, y a nuestra chica que sale y entra en prisi¨®n por defender la Primera Enmienda? Esa imagen se publicar¨ªa en todos los peri¨®dicos del mundo¡±.
Hasta que entrevistamos a Bradlee en el verano de 1973, justo mientras se retransmit¨ªan por televisi¨®n a todo el pa¨ªs las sesiones del Senado sobre el Watergate, no fuimos plenamente conscientes de la inmensidad y el tipo de presiones que hab¨ªan sufrido ¨¦l y la se?ora Graham y hasta qu¨¦ punto nos hab¨ªa protegido. Ni siquiera le hab¨ªa contado a Howard Simons que hab¨ªa habido varios intentos de obligar al Post a reducir sus informaciones sobre el tema. ¡°Estaba empezando a comprender que lo que estaba en juego eran mis huevos¡±, dijo. Recib¨ªa llamadas de otros directores de peri¨®dicos ¡ªcolegas a los que respetaba enormemente¡ª que le dec¨ªan que el Post se hab¨ªa ¡°vuelto loco¡±. A Katharine Graham la bombardeaban desde la Administraci¨®n, sus amigos m¨¢s queridos, como los influyentes columnistas Joseph Alsop y James Reston, y el consejo de administraci¨®n.
¡°Lleg¨® un momento en el que Katharine dijo que ten¨ªamos que hablar, porque la situaci¨®n era muy grave¡±, cont¨® Bradlee. ¡°Le estaban haciendo la vida imposible amigos como Alsop y Reston, que le dec¨ªan que el Post estaba cometiendo una temeridad y casi acosando al Gobierno, y pregunt¨¢ndose por qu¨¦ no lo estaba haciendo ning¨²n otro peri¨®dico. Ella ven¨ªa a contarme todo eso. Y yo repasaba el peri¨®dico y le aseguraba¡± que las informaciones estaban contrastadas.
¡°En un par de ocasiones se preocup¨®¡±, continu¨® Bradlee. ¡°Para qu¨¦ nos vamos a enga?ar. Iba a Wall Street y varios amigos suyos le dec¨ªan que [los hombres de Nixon] estaban verdaderamente deseosos de acabar con el Post, que la estaban siguiendo y pinchando sus tel¨¦fonos, y sigui¨¦ndome a m¨ª y pinchando mis tel¨¦fonos, y que no se andaban con tonter¨ªas. Y entonces ella ven¨ªa y me lo contaba¡±.
Entre otras cosas, expresaba su preocupaci¨®n por que los agentes de Nixon filtraran informaciones ¡ªciertas o no¡ª sobre la vida personal de cualquiera de los dos, nos dijo Bradlee. (En ning¨²n momento de las investigaciones del Watergate apareci¨® ninguna prueba de que hubieran seguido o pinchado a Graham, Bradlee ni nadie m¨¢s del Post).
Un momento crucial, nos cont¨®, fue la publicaci¨®n de un reportaje en septiembre de 1972, tres meses despu¨¦s del robo, cuando John N. Mitchell, antiguo jefe de campa?a y ministro de Justicia de Nixon, nos dijo en una conversaci¨®n telef¨®nica que iba a ¡°retorcer las tetas a Katie Graham¡± si se publicaba una historia que le involucrase. Y a?adi¨® que en un futuro pr¨®ximo iban ¡°a publicar una historia sobre todos ustedes¡±. ¡°No voy a dar detalles¡±, continu¨®, pero hab¨ªa ¡°presiones, presiones¡ Cada d¨ªa m¨¢s¡¡±.
¡°Era evidente que lo que ten¨ªamos en las manos era una bomba, ?no? Pero todav¨ªa no ten¨ªa claro si la bomba pod¨ªa destruirnos a nosotros, al presidente o a ninguno¡±. A?adi¨®: ¡°Cada vez que empezabais a meteros en otra informaci¨®n de la polic¨ªa, surg¨ªa alguna otra cosa, y la mirada de incredulidad que ten¨ªais los dos la recordar¨¦ hasta que me muera¡±. Como director, ¨¦l era quien tomaba las decisiones definitivas sobre publicar o no docenas de informaciones que pod¨ªan revelar delicados secretos de seguridad nacional.
Durante el primer mes de la presidencia de Jimmy Carter, en 1977, el presidente convoc¨® a Bradlee al saber que el Post se dispon¨ªa a publicar una informaci¨®n de que el rey Husein de Jordania cobraba un sueldo de la CIA. Carter confirm¨® que era verdad, pero pidi¨® personalmente a Bradlee que no publicara la noticia. Cuando el presidente reconoci¨® que no supon¨ªa ning¨²n peligro para la seguridad nacional, Bradlee tom¨® la decisi¨®n de publicarla, lo cual enfureci¨® a Carter.
Bradlee tend¨ªa a desconfiar cuando alguien ¡ªsobre todo los presidentes¡ª dec¨ªa que no deb¨ªamos publicar alguna informaci¨®n por motivos de seguridad nacional, y sus sospechas se ve¨ªan confirmadas una y otra vez por argumentos espurios, como en el caso de los papeles del Pent¨¢gono. Ahora bien, no siempre era as¨ª.
En 1988, un modesto analista de los servicios de espionaje de EE?UU acudi¨® al Post con informaciones sobre programas de m¨¢ximo secreto. Occidente no hab¨ªa ganado a¨²n la guerra fr¨ªa. Como escribi¨® Bradlee en 1995 en sus memorias, Una buena vida, el analista llevaba ¡°detalles sobre tres operaciones relacionadas con sistemas que permit¨ªan a los sovi¨¦ticos controlar distintas unidades en sus fuerzas nucleares y que describ¨ªan c¨®mo EE?UU hab¨ªa conseguido penetrar esos sistemas en tiempo real¡±.
Bradlee se reuni¨® con el analista y lleg¨® a la conclusi¨®n de que dar a conocer la informaci¨®n ¡°pondr¨ªa en peligro la seguridad del pa¨ªs¡±. Se neg¨® a publicarla, pero le preocup¨® ¡ªno por esp¨ªritu competitivo, sino por la seguridad¡ª que el analista llevara los datos a otros medios. Ben era un patriota de la vieja escuela, que hab¨ªa vivido intensamente sus tres a?os a bordo del destructor USS Philip, en el Pac¨ªfico, durante la II Guerra Mundial. Para neutralizarlo,Bradlee habl¨® con el director de la CIA, William Webster, de c¨®mo disuadir a aquel hombre: que la CIA le ofreciera un ascenso y le advirtiera de que pod¨ªa acabar en prisi¨®n si revelaba los programas. Parece que el analista nunca mostr¨® la informaci¨®n a ning¨²n otro periodista.
Ben Bradlee era la esencia del periodismo. En 2008 volvi¨® a mantener una conversaci¨®n grabada con nosotros sobre el Watergate, su vida y The Washington Post. En ella reflexion¨® sobre las convulsiones que hab¨ªan supuesto para los medios de comunicaci¨®n, por ejemplo, el declive econ¨®mico del sector de la prensa escrita, el ascenso de Internet y ¡ªalgo que le preocupaba especialmente¡ª la impaciencia y velocidad del tr¨¢fico de noticias.
Dijo que ya estaba bien de lamentarse por la posible desaparici¨®n de los peri¨®dicos. ¡°Me horroriza. No puedo imaginar un mundo sin peri¨®dicos. No soy capaz¡±.
Cuando escribimos Todos los hombres del presidente ten¨ªamos 30 a?os, y decir que ¨¦ramos unos j¨®venes impresionables es poco. Sin embargo, a medida que los a?os de relaci¨®n se convirtieron en decenios, y la amistad y el v¨ªnculo forjados por una experiencia com¨²n y extraordinaria se volvieron indestructibles, nosotros seguimos sinti¨¦ndonos tan asombrados e impresionados por su sabidur¨ªa y la inimitable verdad de su ejemplo, y tan incr¨¦dulos ante la pura alegr¨ªa y la determinaci¨®n con las que parec¨ªa vivir a diario su vida como desde el primer momento de conocerle. Durante 40 a?os tuvimos muchas ocasiones de comprobar que lo que observamos al principio era genuino.
¡°?C¨®mo te gustar¨ªa que te recordaran?¡±, le pregunt¨® Sally, su mujer durante 36 a?os, en una entrevista que le hizo para el Post en 2012. Su respuesta le define: ¡°Como alguien que dej¨® un legado de honradez y vivi¨® su vida lo m¨¢s cerca que pudo de la verdad¡±.?
Bob Woodward y Carl Bernstein son coautores de dos libros sobre el Watergate, Todos los hombres del presidente y Los d¨ªas finales.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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