La noche m¨¢s larga
La autora se sorprende de la forma en que Par¨ªs ha vuelto a la normalidad apenas unas horas despu¨¦s de los atentados que han costado la vida a 127 personas
El silencio es denso, cerrado. Cierras los ojos e intentas dormir en ese material pesado por donde siguen desfilando im¨¢genes de cad¨¢veres sobre las aceras, voces en off de las televisiones, galer¨ªa de los horrores de una noche que parece no terminar nunca. Sabes que a tu tel¨¦fono siguen llegando mensajes ¡°?est¨¢s bien?¡±, ¡°?est¨¢is todos bien?¡±, pero lo dejas mudo con una desagradable sensaci¨®n de aprensi¨®n, como un mal augurio de algo que todav¨ªa no ha ocurrido. Inicias entonces un macabro recuento de presencias que pueda conjurar ese miedo infantil a una noche plagada de fantasmas.
En medio de la oscuridad, tendida sobre la cama, se oyen las sirenas y piensas en todas aquellas personas que esperan una noticia, en esos padres que se agolpan a la puerta de una discoteca para encontrar, puede ser, quiz¨¢s, un cuerpo sin vida. Te revuelves. Sabes que, como t¨², miles de personas est¨¢n tendidas sobre sus camas escuchando esos mismos sonidos, acechados por esos mismos pensamientos; que esas sirenas son, en la noche muda, el hilo conductor de ese sentimiento extra?o de sentirse uno y vulnerable. Esas sirenas se convierten en el canto f¨²nebre de esta ciudad herida.
Barrios "fruto de la inmigraci¨®n"
La ma?ana es gris y fr¨ªa. Salgo a la calle a satisfacer ese viejo ritual que uno conserva como un recuerdo del siglo pasado, voy a buscar los peri¨®dicos, como si la letra impresa fuera m¨¢s cierta, menos banal, m¨¢s pasajera. Los peri¨®dicos dicen que estamos en guerra y utilizan esa palabra, guerra. Miro a mi alrededor, es s¨¢bado por la ma?ana y las calles comienzan a llenarse de personas que han bajado a hacer las compras, pues en Par¨ªs perviven esos mercados abiertos como emblema de un pa¨ªs que, a pesar de todo, sigue pegado a la tierra. Me encuentro en uno de esos barrios mixtos, con una importante poblaci¨®n "fruto de la inmigraci¨®n¡±, como se llama decorosamente en franc¨¦s a los inmigrantes provenientes de las antiguas colonias, principalmente magreb¨ªes y de ?frica subsahariana. Ellos siguen a sus cosas: algunos hablan en corrillo, otros se apresuran apremiados por alguna urgencia indescifrable en sus rostros cansados, otros simplemente examinan los productos tranquilamente, con ojo cient¨ªfico. Siguen ajenos al ruido, a ese ruido que les acecha desde los carteles mudos del Frente Nacional.
Sigo caminando, intentando atrapar las miradas, las palabras, en busca de indicios que me confirmen que todo esto es cierto, que de verdad ha ocurrido la pesadilla. Pero no encuentro esas se?ales en las miradas imperturbables con las que me cruzo, solo veo una ciudad que vive y que en ese vivir lucha contra la fatalidad de los hechos: bajo los soportales en casas de cart¨®n improvisadas los mendigos siguen, m¨¢s mal que bien, intentando conseguir unas monedas que les salven el d¨ªa, de los hoteles salen parejas cogidas de la mano, c¨¢mara al hombro, en busca de ese Par¨ªs que se les ofrezca como una sorpresa, ni?os corretean junto a sus padres y sus risas resuenan como la luz misma. Para mi asombro, la ciudad sigue igual, casi indiferente y esa vida, fren¨¦tica e incesante, es en s¨ª misma una batalla ganada contra el horror. No puedo evitar sentirme admirada y orgullosa de esa elegante indiferencia, que no es m¨¢s que un saber antiguo de una ciudad que se siente eterna.
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