El fin de una sociedad abierta
El poeta reflexiona sobre la lucha entre progreso y tradici¨®n en la actual Polonia
No cabe duda de que los intelectuales, escritores y artistas de Europa del Este contribuyeron en cierta medida a la ca¨ªda del sistema totalitario sovi¨¦tico. Sus ideas circularon por el espacio p¨²blico y su valor sirvi¨® de modelo a muchos. En general, los intelectuales, con sus veleidades y su lenguaje frecuentemente abstruso, pueden convertirse en el hazmerre¨ªr de su sociedad, pero personajes como V¨¢clav Havel y Leszek Kolakowski, desde luego, no ten¨ªan nada de rid¨ªculos. Es evidente que las ideas, por s¨ª solas, no acabaron con la opresi¨®n totalitaria, pero fueron un ingrediente importante en medio de una gran variedad de medios y modos de actuaci¨®n.
Es una triste paradoja que ahora esos intelectuales y escritores se sientan seguramente m¨¢s impotentes que antes, en los viejos tiempos, frente a una Europa unida, impulsada por las econom¨ªas de libre mercado y los principios democr¨¢ticos ¡ªaunque en estos momentos est¨¦ sufriendo una grave crisis¡ª. Da la impresi¨®n de que era m¨¢s f¨¢cil, en ciertos aspectos, luchar contra el Comit¨¦ Central que contra los grandes n¨²meros sin sentimientos, el lado oscuro del capitalismo y las siniestras campa?as nacionalistas.
En Polonia ¡ªy no solo; suceden, o pueden suceder, o est¨¢n a punto de suceder cosas similares en otros pa¨ªses europeos¡ª estamos presenciando un fen¨®meno peligroso. Un grupo nacionalista y xen¨®fobo proclama la necesidad de defender los ¡°valores tradicionales¡± frente a las fuerzas an¨®nimas de la modernidad y, paralelamente, ¡°lo local¡± contra lo que viene de fuera. Est¨¢ tratando de cambiar el rumbo de la historia moderna y al hacerlo desprecia la ley, la Constituci¨®n y la decencia pol¨ªtica. Se ha abierto una brecha profunda en la sociedad que poco a poco se ha convertido en prisionera en manos de una vigilancia policial cada vez m¨¢s omnipresente.
Los que conocen la historia de las ideas y la historia del arte saben bien lo antigua que es la guerra contra la modernidad. Antigua, a veces fascinante, a veces noble, a menudo bien fundada y bien argumentada. Ir¨®nicamente, lo que llamamos el modernismo europeo, un poderoso movimiento art¨ªstico que cambi¨® nuestra forma de mirar el arte, leer libros y escuchar m¨²sica ¡ªen definitiva, nuestra forma de pensar¡ª, se caracteriz¨® por un malestar creciente ante los cambios del mundo visible y el invisible. Los pioneros de dicho movimiento, en su mayor¨ªa, criticaban la Europa que hab¨ªa empezado a surgir de los gases de la Revoluci¨®n Industrial (y de la ¡°revoluci¨®n liberal¡±). Hay docenas de ejemplos. Eug¨¨ne Delacroix, el pintor que abri¨® la puerta a otra revoluci¨®n, esta vez est¨¦tica, la del impresionismo y otros ismos, ten¨ªa una profunda nostalgia por la belleza desaparecida de la vieja Europa. En su maravilloso Diario, que muestra que era un escritor notable, Delacroix expresa su tristeza y su indignaci¨®n al ver los barcos de vapor y los ferrocarriles (si bien eso no le imped¨ªa montar en tren, una contradicci¨®n bastante t¨ªpica de los detractores de la modernidad). Lo que adoraba eran los barcos que, con sus grandes velas blancas, surcaban lentamente el verde oc¨¦ano.
Es como si los europeos fu¨¦ramos incapaces de dar con la armon¨ªa entre el sentido com¨²n y la poes¨ªa exultante
John Ruskin ten¨ªa una imagen similar de la civilizaci¨®n contempor¨¢nea. Paul Val¨¦ry defend¨ªa el valor del mundo y el trabajo preindustrial: ¡°Adieu, travaux infiniment lents¡±, dec¨ªa, una muestra de admiraci¨®n hacia la lentitud de los constructores de catedrales, con unas palabras que sonaban a oraci¨®n. Y Rainer Maria Rilke odiaba lo que consideraba la fea modernidad de Par¨ªs, en contraste con el ¡°viejo Par¨ªs¡± destruido por el bar¨®n Haussmann. Pero no solo lamentaba la fealdad de los edificios (que hoy admiramos), sino tambi¨¦n la falta de poes¨ªa de la vida urbana. T.?S. Eliot, en La tierra bald¨ªa, erigi¨® un epitafio de la modernidad, pero la modernidad sobrevivi¨® a ese y a muchos otros intentos de enterrarla en vida.
En realidad, es m¨¢s f¨¢cil hablar de algunos de esos grandes escritores que s¨ª dieron la bienvenida a la aparici¨®n del nuevo mundo; no fueron tantos. Entre ellos, Marcel Proust, que adoraba los aviones y se maravillaba ante los sonidos de ese sensacional invento ¡ªel tel¨¦fono¡ª que le permit¨ªa o¨ªr desde lejos las voces de los seres queridos, la voz de su abuela. James Joyce tampoco tuvo reparos en acoger la modernidad. Pero Yeats, su gran compatriota, s¨ª, y sus escr¨²pulos resultan muy interesantes.
Debo confesar que entiendo muy bien algunos de los argumentos que exhiben los defensores de la vieja Europa. Aunque no todos, desde luego. Es una batalla de las ideas muy compleja, que no puede reducirse a una mera f¨®rmula del tipo ¡°progreso contra reacci¨®n¡± o ¡°Ilustraci¨®n contra Edad Media¡±. Es un enfrentamiento que no se puede ignorar, ni siquiera ahora, aunque solo sea porque ha inspirado a varias generaciones de escritores y artistas y ha dado forma a nuestras sensibilidades. Puedo comprender las razones de quienes lamentan la desaparici¨®n del impulso religioso, la p¨¦rdida de la imaginaci¨®n, la tendencia a considerar a los seres humanos como entidades puramente biol¨®gicas (?un cuerpo, un cuerpo! ?El alma es una ficci¨®n!) Pero no puedo aprobar el rechazo total del legado de la Ilustraci¨®n. Es como si los europeos fu¨¦ramos siempre incapaces de encontrar la armon¨ªa entre los dos grandes componentes de nuestra experiencia, la del d¨ªa y la de la noche, la del sentido com¨²n y la de la poes¨ªa exultante.
Estos debates son antiguos y a veces tendemos a considerar que pertenecen al pasado. Pero un atento aficionado al arte sabe que existe todav¨ªa una tensi¨®n peculiar entre los aspectos nuevos de nuestra civilizaci¨®n, que refuerzan la dimensi¨®n ¡°racional¡± de la vida ¡ªy pueden tener la influencia m¨¢s beneficiosa en nuestra situaci¨®n, desde un punto de vista pragm¨¢tico¡ª, y la ¡°vieja belleza¡±, el pesar de Delacroix, la a?oranza de lo arcaico de Rilke, el apego de Val¨¦ry a ciertos elementos de la tradici¨®n europea.
Aqu¨ª puedo imaginarme una posible respuesta cr¨ªtica: ?Cu¨¢nto pesa esa nostalgia elitista frente a la avalancha de la innovaci¨®n, qu¨¦ poder tiene una epifan¨ªa sentimental ante una nueva generaci¨®n de software o un avance m¨¦dico asombroso? No mucho, es verdad, en t¨¦rminos cuantificables; pero el malestar, la falta de ciertos imponderables, pueden persistir largo tiempo. Y, si cambiamos los t¨¦rminos de la discusi¨®n, no se trata solo de la lucha entre la democracia y un sue?o de vuelta al pasado. Es algo m¨¢s profundo, que no puede expresarse en cifras, pero que est¨¢ ah¨ª.
Cualquier amenaza pol¨ªtica o econ¨®mica real ¡ªy hoy en d¨ªa hay muchas¡ª nos hace olvidar esos aspectos m¨¢s sutiles. Pero ellos no se olvidan de nosotros.
Ahora bien, una cosa es esto, el debate de ideas entre artistas y fil¨®sofos, un debate, una tensi¨®n, una fiebre que han engendrado grandes poemas, ensayos, cuadros, sinfon¨ªas; de una u otra forma seguimos viviendo en ¨¦l, aunque de forma cada vez menos consciente. Y otra cosa muy distinta es lo que sucede cuando los pol¨ªticos, los profesionales, los funcionarios de partido y los abogados, incluso los agentes de polic¨ªa y sus informadores, tratan de imponer una posici¨®n ideol¨®gica. El paso de las ideas a la acci¨®n en el mundo real es muy delicado, y ah¨ª est¨¢ la vieja herida europea ¡ªy no s¨®lo europea. Es un tema para que los grandes escritores lo mediten y lo dramaticen. Dostoievski, por ejemplo, que, en Los hermanos Karamazov, nos muestra por lo menos dos niveles de realidad y discurso humanos; las convicciones intelectuales de alguien como Iv¨¢n Fiodorovich Karamazov, que lee y razona, afirma y duda, y el comportamiento primitivo de P¨¢vel Fiodorovich Smerdiakov, un comportamiento que es una sombra de las ideas de Iv¨¢n.
En los ¨²ltimos tiempos he observado con desolaci¨®n en mi propio pa¨ªs varios intentos de trasladar proyectos e ideas sin madurar a la realidad pol¨ªtica. A primera vista, parece una operaci¨®n inocente: hay gente que dice que ¡°nuestra tradici¨®n¡± est¨¢ amenazada. ?Por qui¨¦n? Por la modernidad, desde luego. ¡°Nuestra identidad nacional¡± est¨¢ amenazada (?seguro?) ?Por qui¨¦n? Por la modernidad, por todo tipo de tendencias desalmadas, por la emancipaci¨®n de las diferentes minor¨ªas. Por lo ¡°extranjero¡±, como si casi todo lo que ocurre en estos tiempos no fuera ¡°extranjero¡±. Por ¡°Occidente¡±. Somos, dicen, una naci¨®n religiosa que corre peligro de acabar contaminada por pa¨ªses ateos.
Sab¨ªamos que exist¨ªan estas opiniones, que aparec¨ªan expresadas en publicaciones poco conocidas. Un partido pol¨ªtico que hab¨ªa sufrido derrotas en varias elecciones, muchos sacerdotes (no todos, desde luego), algunos periodistas y aproximadamente tres fil¨®sofos criticaba la sociedad abierta que desde 1989 hab¨ªa sustituido gradualmente al sistema comunista. Pero, ahora que esos ide¨®logos son ministros, y sus convicciones privadas de extrema derecha se han elevado a la categor¨ªa de raz¨®n de Estado, el juego ha cambiado por completo. De pronto vemos el desagradable rostro de una democracia que ha perdido sus puntos de referencia. ?Qu¨¦ hacemos cuando una secta populista gana las elecciones generales como consecuencia de un h¨¢bil lavado de cerebro? H¨¢bil, porque alude a una vieja brecha de preguerra entre las mitades ¡°socialista¡± y ¡°nacionalista¡± de la sociedad, y porque aprovecha problemas econ¨®micos reales. Por el momento siguen existiendo mecanismos que garantizan nuestra libertad personal y el principio de libertad de expresi¨®n sigue en vigor. Pero poco a poco, de manera casi imperceptible, el Estado est¨¢ transformando su naturaleza.
En lugar de un Estado moderno, flexible y con cierto grado de escepticismo (un escepticismo justificado por la historia reciente), vemos un Estado con ambiciones filos¨®ficas y teol¨®gicas. Y eso es lo peor que puede pasar. Un Estado no puede ni debe filosofar. No puede leer a Descartes, no puede comprender el doble filo de la visi¨®n de Kant. Ser¨ªa rid¨ªculo, y al mismo tiempo aterrador, imaginar un Estado que viviera lo que los cr¨ªticos alemanes llaman die Kant-Krise, experimentada con tanta profundidad por Heinrich Kleist, por ejemplo (seg¨²n describe G¨¹nter Blamberger en su excelente libro sobre Kleist): un instante de revuelta nihilista, de duda profunda. Sin embargo, la situaci¨®n opuesta tambi¨¦n ser¨ªa aterradora: un Estado que experimentara una revelaci¨®n m¨ªstica repentina, una epifan¨ªa que diera las respuestas a todas las grandes preguntas. Los Estados no piensan ni lloran. No rezan. No participan en seminarios filos¨®ficos.
El conocido fil¨®sofo canadiense Charles Taylor subraya en su Fuentes del Yo que en nuestra ¨¦poca predomina la siguiente distribuci¨®n de ideas e influencias: en nuestra vida colectiva, la parte de nuestra existencia que se solapa con las fuerzas y las normas de la organizaci¨®n social o administrativa, parece que obedecemos las directrices de la Ilustraci¨®n, pero en la esfera privada, fuera del trabajo, por as¨ª decir, nuestros m¨¢s ¨ªntimos mon¨®logos y fantas¨ªas siguen el modelo del Romanticismo.
Y ese orden no debe invertirse.
Adam Zagajewski es poeta. Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.