Un turista en el pa¨ªs del proletariado
Con su chivo, su boina, su portafolio cargado de poemuchos y papeles administrativos, y su imbatible obediencia y sumisi¨®n, Retamar cumpli¨® siempre lo que la historia ten¨ªa deparado para ¨¦l
Es complicado homenajear a quien fue de modo persistente un mal poeta. Con la muerte de Roberto Fern¨¢ndez Retamar, presidente de Casa de las Am¨¦ricas, lectores y peri¨®dicos rescataron de nuevo Felices los normales, un serm¨®n en verso que puesto donde lo ponen, en el lugar de la poes¨ªa, parece m¨¢s una burla que un homenaje.
Ese no es un texto aislado, ni muchos menos. Retamar se pas¨® a?os escribiendo cosas as¨ª, los mensajes de obediencia que un ni?o bien le declamaba sin sonrojos a una revoluci¨®n echada a perder. No obstante, hay l¨ªneas que justifican a Retamar, pero son las l¨ªneas de un Retamar del que luego ¨¦l mismo renegar¨ªa, al menos durante las largas d¨¦cadas que van del sesenta al noventa, los a?os de la sovietizaci¨®n cubana.
A sus veintitantos, bajo la sombra de Or¨ªgenes, Retamar escribi¨® poemas como Palacio cotidiano (?ahora descubro el j¨²bilo de la estancia min¨²scula/ la vida emocionada del vaso entre mis labios?), o aquellos resonantes versos de tem¨¢tica griega (?los otros pa¨ªses se inclinan un poco,/ para o¨ªr cantar en Epidauros?). Luego, ya en sus sesenta, algo enterrado florece de nuevo en Una salva de porvenir (?Se derrumbaron las estatuas mientras dorm¨ªamos./ Eran de piedra, de m¨¢rmol, de bronce./ Eran de ceniza,/ y un grito de ¨¢nades las hizo huir en bandadas?). Es la tristeza susurrada, la cifra de cierta confesi¨®n, un velado arrepentimiento.
Con la noticia de su muerte, alguien me pregunt¨® si por fin Retamar serv¨ªa o no. Le dije, por decir, que pensara en un prospecto que nunca lleg¨® a triunfar en Grandes Ligas y que, siendo beisbolista, pudiendo batear y fildear, acept¨® el cargo de coach de tercera.
Alguien que cumple ¨®rdenes, da se?as constantemente y transmite las jugadas que piensa otro. Alguien que te indica cu¨¢ndo tienes que frenar o cu¨¢ndo puedes seguir, y alguien que, de m¨¢s est¨¢ decirlo, siempre mand¨® a frenar. Le gustaba que la gente estuviera quieta en base.
Cuando yo llegu¨¦ a La Habana, con dieciocho a?os, Casa de las Am¨¦ricas era un templo venerable, un gris edificio arte dec¨® ubicado en Vedado, en calle 3ra y Avenida de los Presidentes. Justo al lado quedaba mi residencia universitaria, veinticuatro pisos de hambre y subversi¨®n.
Todos los d¨ªas, para llegar a mi cuarto, cortaba camino como tantos. En vez de tomar la acera, me met¨ªa por una especie de pasillo que atravesaba la entrada de Casa y miraba para adentro, buscando qui¨¦n sabe qu¨¦.
La primera vez que vi a Retamar fue en uno de esos peregrinajes de estudiante. Ya rondaba los ochenta, sus pasos eran cortos. Lo rodeaba una cohorte de empleados menores. Iba a montarse en un Lada, se lo llevaban a alg¨²n lugar.
Yo quer¨ªa con todas mis fuerzas convertirme en escritor. No hab¨ªa, desde luego, escrito nada, pero cre¨ªa que pasar cada tarde por Casa de las Am¨¦ricas y encontrarme a veces con Retamar en mi camino ya me ayudaba un poco a serlo.
Era una atm¨®sfera sublimada que yo confund¨ªa doblemente. Primero porque la literatura no es algo que venga nunca desde afuera, y segundo porque en los a?os que yo estudi¨¦ en La Habana ¨Cy as¨ª sigue siendo hasta hoy, y as¨ª era tambi¨¦n desde mucho antes¨C no hab¨ªa nada que pudiera alejarte m¨¢s de la literatura que Casa de las Am¨¦ricas.
La ¨²ltima vez que vi a Retamar, si es que no se trataba de un fantasma, fue hace casi tres meses. Me hab¨ªan invitado a la feria del libro de Santo Domingo. Entr¨¦ a un restaurante y ¨¦l estaba sentado en una de las mesas con m¨¢s comensales. Fue una presencia inc¨®moda, no me gusta estar en un lugar donde hay gente que trabaja para el estado cubano. Transpiran miedo, son recelosos, siempre tienen que cuidar sus palabras. Todo eso puede olerse si uno tiene el olfato indicado. Es como recordar cu¨¢l era tu olor a?os atr¨¢s.
Sal¨ª de all¨ª de inmediato. Retamar llevaba su boina distintiva, para m¨ª ya un emblema del hombre pusil¨¢nime, del pensador castrado en buena medida por s¨ª mismo.
Hay en su obra un poema bisagra muy conocido. Se llama El otro (enero 1, 1959), y est¨¢ escrito, naturalmente, en el punto de quiebre de la historia, justo en ese instante en que toda la materia nacional conocida hasta el momento est¨¢ cerca de entrar para siempre en otra dimensi¨®n. ??Sobre qu¨¦ muerto estoy yo vivo,/ sus huesos quedando en los m¨ªos,/ los ojos que le arrancaron, viendo/ por la mirada de mi cara/??, se lee ah¨ª.
Podemos detectar de d¨®nde viene y ad¨®nde va Retamar. La contenci¨®n del poeta letrado le sostiene todav¨ªa el pulso al estremecimiento ¨¦pico, salva al verso de fracasar en la estridencia, pero todo eso va a desaparecer. Retamar va a traficar con el tono eleg¨ªaco, a corromperlo en el trasiego diario, convirtiendo su l¨ªrica, cargada de esperanza y porvenir, en un sitio de constante expiaci¨®n c¨ªvica.
En esa monograf¨ªa program¨¢tica, El socialismo y el hombre en Cuba, el Che Guevara le endilga a la vieja burgues¨ªa cubana una culpa original que Retamar, como hombre ampliamente formado bajo las reglas del viejo orden, va a padecer y a tratar de limpiar m¨¢s que nadie.
Hay entonces un punto de iron¨ªa y de justicia en el hecho de que en sus coloquiales poemas revolucionarios Retamar sea m¨¢s burgu¨¦s que nunca. Con las mismas manos relata su participaci¨®n en la construcci¨®n de una escuela. Ah¨ª cuenta que a pesar de ponerse lo que ¨¦l entend¨ªa como ropas de trabajo, todav¨ªa los obreros le dijeron se?or.
Se trataba de un turista en el pa¨ªs del proletariado, alguien de paso que quer¨ªa parecer cool, convertirse en unos m¨¢s, y que no ten¨ªa la menor idea de c¨®mo vest¨ªan los obreros. Es condescendiente y compasivo, ve en esos semejantes a buenos salvajes, y hay una representaci¨®n primitiva de las acciones y las cosas (?Y me ech¨¦ a aprender el trabajo elemental de los hombres elementales?, o ?tom¨¦ el agua silvestre de los trabajadores?).
En la revoluci¨®n, la clase obrera es la nueva aristocracia social. En una actitud t¨ªpicamente burguesa, Retamar quiere acceder ah¨ª, quiere travestirse con ponderaciones y lisonjas y que lo acepten en la corte del yunque y el cultivo. Pero el ¨²nico momento revolucionario es el momento pre-revolucionario, y el segundo de la transformaci¨®n ya ha sucedido, el segundo verdaderamente luminoso est¨¢ clausurado de modo definitivo para Retamar y los suyos.
Como sujeto de su clase, Retamar quiere alargar un suceso al que llega, por fuerza, tarde, puesto que es condici¨®n dada de la burgues¨ªa llegar tarde a las revoluciones modernas. Ese alargamiento tozudo es tr¨¢gico, inicia y justifica la deriva totalitaria.
El ¨²nico puesto que hay entonces para el burgu¨¦s en el tejido social del nuevo orden no es un puesto de obrero, sino un bur¨® de funcionario. Es lo m¨¢ximo a que se puede aspirar, una recompensa que castiga. Con su chivo, su boina, su portafolio cargado de poemuchos y papeles administrativos, y su imbatible obediencia y sumisi¨®n, Retamar cumpli¨® siempre a pie juntillas lo que la historia ten¨ªa deparado para ¨¦l.
Con las mismas manos es un poema de 1962. ?Pas¨¦ por el que ser¨¢ el comedor escolar/ hoy s¨®lo se?alado por una zapata?, dice su verso d¨¦cimo. Tantos a?os despu¨¦s Retamar ha muerto, muchas vidas han pasado, ya no hay burgueses ni obreros, sino sobrevivientes, y ese comedor no ha sido construido todav¨ªa.
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