Silencio, solemnidad y despedidas personales: dentro de Westminster Hall, donde miles de personas despiden a Isabel II
Los ciudadanos desfilan por la capilla ardiente de la reina, que permanecer¨¢ abierta al p¨²blico hasta la madrugada del lunes, cuando se celebre el funeral de Estado
Impresiona el silencio. Y el calor tibio que impera en Westminster Hall, el majestuoso vest¨ªbulo de piedra que acoge el f¨¦retro de Isabel II. EL PA?S ha accedido al recinto media hora despu¨¦s de que comenzaran a desfilar los primeros ciudadanos. Llegar¨¢n al menos al medio mill¨®n, y desde horas antes esperaban ya pacientemente en una cola de varios kil¨®metros en la orilla sur del T¨¢mesis. Impresiona el silencio, favorecido por dos enormes alfombras de un color ocre que se han dispuesto a ambos lados del catafalco, y que amortiguan las pisadas de los visitantes. Sobre el suelo de piedra, el traqueteo podr¨ªa haber sido ensordecedor.
Pero no son solo las moquetas. El silencio de los ciudadanos que desfilan sobrecoge. Algunas caras parecen m¨¢s sinceras que otras; algunas parecen ensayadas para la ocasi¨®n; otras son de pasmo; las de los ni?os, de curiosidad. Pero todos componen el gesto de sobriedad que, al parecer de cada uno, impone la ocasi¨®n. Son dos filas, que descienden al vest¨ªbulo desde las escaleras del lado sur, bajo la impresionante vidriera que recuerda a todos los parlamentarios y trabajadores de ambas C¨¢maras que fallecieron en la II Guerra Mundial. Frente a ellos puede verse ya el catafalco, sobre una tarima enmoquetada de cuatro niveles. El f¨¦retro de Isabel II reposa en medio. Sobre ¨¦l, la Corona de Estado, el Orbe y el Cetro que la reina port¨® durante su ceremonia de coronaci¨®n. Diez soldados ¨Dcuatro beefeeaters de la Torre de Londres; dos de la Guardia Real; dos de la Caballer¨ªa Real y dos Granaderos¨D hacen guardia alrededor del f¨¦retro .
La fila avanza r¨¢pido, pero a tirones. Porque cada ciudadano usa a su manera los segundos de que dispone frente al f¨¦retro. Algunas mujeres se detienen para hacer una reverencia completa. Otras se santiguan. Muchas lloran, pero de un modo discreto. Tambi¨¦n ellos. Curiosamente, los menos protocolarios acaban siendo los m¨¢s sentimentales. Como el hombre de negro, con larga melena gris recogida en una coleta, que se arrodilla del todo, se santigua, llora como un ni?o y suelta un ¡°?buaah!¡± de alivio cuando abandona el vest¨ªbulo. O el hombre rubicundo, con pantalones cortos de camuflaje, chaqueta de camuflaje, tatuajes en cada cent¨ªmetro expuesto de su piel, y cabeza rapada. No pod¨ªa contener las l¨¢grimas.
Y otro hombre, casi un adolescente, lanzaba con las manos besos al f¨¦retro.
La mayor¨ªa, sin embargo, mostraba contenci¨®n. La mayor¨ªa vest¨ªa de negro. Los hombres, sobre todo los m¨¢s j¨®venes, se agarraban las manos por delante de la cintura al caminar, en busca de la solemnidad necesaria. Algunos visitantes vest¨ªan frac ¨Dmiembros de la C¨¢mara de los Lores¨D; muchos, traje y chaqueta. Jacob Rees-Mogg, el euroesc¨¦ptico que incendi¨® el debate pol¨ªtico con el Brexit, se confund¨ªa entre el resto de los visitantes, con un gesto sobrio.
A las 17.40 (18.40, horario peninsular espa?ol), los polic¨ªas y ujieres que ponen orden en el vest¨ªbulo ¨Dcon poco trabajo, la gente ya viene ordenada de casa¨D deten¨ªan el flujo de los visitantes. Desde las escaleras de la esquina norte, comenzaban a descender los cuatro soldados que van a reemplazar la guardia. As¨ª ser¨¢ cada 20 minutos hasta la madrugada del lunes. Ellos s¨ª caminan por el centro del vest¨ªbulo, y sus pisadas resuenan con fuerza sobre la piedra.
Nadie quiere irse del todo. Al terminar el recorrido, muchos ciudadanos vuelven la mirada hacia el f¨¦retro y se detienen. La reverencia vuelve a ser inevitable. Algunas, impecables. Otras, dubitativas. Alguno inclina solo la cabeza, otro dobla la cintura hacia adelante con exageraci¨®n.
Es un momento de homenaje y recuerdo, y los ciudadanos visten todo aquello que los vincula con la reina. Los veteranos, sus uniformes o medallas. Duncan, el escoc¨¦s del regimiento de Highlanders con el que el corresponsal hab¨ªa charlado horas antes, en la fila de espera a orillas del T¨¢mesis, avanza solo, con cara seria. La norma com¨²n, en todos los que han acudido a decir adi¨®s a Isabel II, es demorar su salida definitiva del vest¨ªbulo, sin dejar de girar el cuello y mirar el f¨¦retro.
A la salida, el sol es radiante. El traj¨ªn, intenso. Algunos camiones recogen la tierra desperdigada en previsi¨®n de la llegada de los caballos del cortejo f¨²nebre. Se oye el ruido de la calle. Parlamentarios y trabajadores de la instituci¨®n charlan entre ellos. El ruido de fondo contrasta con lo que se vive en el interior del vest¨ªbulo, y confirma que la era de Isabel II corresponde ya a otra esfera del tiempo.
El cortejo f¨²nebre
A las 2.20 de la tarde (3.20 en horario peninsular espa?ol) comenzaba el primer gran acto solemne de lo que ser¨¢n los ¨²ltimos d¨ªas de Isabel II en Londres. Precedido por miembros de la Guardia Real, un arm¨®n militar sobre el que reposaba el f¨¦retro de Isabel II, cubierto por el estandarte real, ha abandonado el palacio de Buckingham. Sobre el ata¨²d reposaba tambi¨¦n la Corona de Estado, el s¨ªmbolo de la autoridad mon¨¢rquica. Con uniforme militar, Carlos III ha caminado detr¨¢s del f¨¦retro, con el ritmo solemne y lento que impon¨ªa un cortejo f¨²nebre observado por miles de ciudadanos a lo largo del recorrido. A la altura del monarca, tambi¨¦n con galas militares, caminaban sus hermanos, la princesa Ana y el pr¨ªncipe Eduardo. Andr¨¦s, el duque de York, apartado de sus funciones p¨²blicas por la escandalosa relaci¨®n que mantuvo con el millonario y ped¨®filo estadounidense Jeffrey Epstein, desfilaba tambi¨¦n con ellos, pero con vestimenta civil.
Igual que el pr¨ªncipe Enrique, relegado tambi¨¦n de las actividades de la familia real. Caminaba en la segunda fila, igual que su hermano Guillermo, hoy ya Pr¨ªncipe de Gales. En su condici¨®n de heredero al trono, desfilaba detr¨¢s de su padre, ataviado tambi¨¦n con el uniforme militar completo. Cuarenta minutos de procesi¨®n seguida en todo su recorrido por miles de ciudadanos que hab¨ªan aguardado pacientemente durante horas. Algunos inclinaban su cabeza al paso del f¨¦retro. Otros arrancaban un t¨ªmido aplauso. M¨¢s de uno saludaba militarmente a quien, en alg¨²n momento de su vida, hab¨ªa sido su comandante en jefe.
A lo largo de la procesi¨®n, salvas de ca?¨®n han podido escucharse cada minuto, desde el cercano Hyde Park. El legendario Big Ben, el reloj situado en lo alto de la Torre Isabel, sonaba tambi¨¦n durante esos intervalos. Al llegar a Westminster Hall, ocho miembros de la Guardia Real, despojados por el respeto debido de sus gorros de piel de oso, han transportado el f¨¦retro hasta el catafalco, en el centro de la gran nave. Esperaban all¨ª a la monarca la primera ministra del Reino Unido, Liz Truss, el jefe de la oposici¨®n laborista, Keir Starmer, parlamentarios, miembros de la familia real y personalidades brit¨¢nicas relevantes. El arzobispo de Canterbury, Justin Welby, impart¨ªa su bendici¨®n en una breve ceremonia religiosa. Fuera esperaban ya, en una fila de varios kil¨®metros, los verdaderos protagonistas de los pr¨®ximos d¨ªas, hasta que se celebre el funeral de Estado el pr¨®ximo lunes: todos los ciudadanos cuyas vidas han estado marcadas por el reinado de Isabel II, dispuestos a decir adi¨®s definitivamente a la Reina.
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