Memorias de la fragilidad
Hab¨ªamos olvidado que la vida siempre ha estado en peligro. Hemos vivido la amnesia de los afortunados gracias al progreso de la medicina. Ahora es preciso fortalecer la salud, la investigaci¨®n y la ciencia

Cu¨¢ntas veces, antes de nacer, nuestras vidas estuvieron en peligro. Los zarpazos de la epidemia han amenazado siempre el fino hilo del futuro. En el pueblo de la infancia de mi abuelo, todas las mujeres embarazadas murieron en los a?os de la letal gripe espa?ola, menos su madre, que misteriosamente sobrevivi¨® durante aquellos meses de terror, y pudo dar a luz. Mis padres eran ni?os cuando la polio se extendi¨® dejando en sus colegios una estela de pupitres vac¨ªos y huecos en las fotos familiares. Una brizna de mala suerte, y todos sus descendientes habr¨ªamos quedado borrados. Nosotros, los vivos, somos victorias frente a la fragilidad.
Muchos hab¨ªamos olvidado esa fragilidad, junto con las historias en sepia de nuestros padres y abuelos. La nuestra era la amnesia de los afortunados. El progreso de la medicina ha sido tan prodigioso en unas pocas generaciones que a nosotros una vida larga y sana nos parec¨ªa ¡ªnos sigue pareciendo¡ª lo habitual. Hemos dejado de asombrarnos ante un ¨¦xito que, en esta parte del mundo, se ha disfrazado de normalidad. Casi nadie, a lo largo de la historia, hab¨ªa podido permitirse el lujo de ese olvido nuestro. En La favorita, el cineasta griego Yorgos Lanthimos resume la vulnerabilidad humana en una perturbadora imagen. La protagonista de la historia, la reina Ana de Inglaterra, cuida y acaricia en su dormitorio a 17 conejos blancos, uno por cada hijo que muri¨® antes de llegar a la edad adulta. Si una reina a las puertas del siglo XVIII, protegida por el lujo de su palacio, sus m¨¦dicos y sus riquezas, criaba esa blanca camada de duelo, no cuesta imaginar c¨®mo ser¨ªan las existencias m¨¢s precarias. Fiebres, un parto, una diarrea, una coz de un caballo en el pecho, y un r¨¢pido fundido en negro. As¨ª era el mundo de anta?o, as¨ª es todav¨ªa hoy en demasiados lugares.
Nuestros cuerpos est¨¢n fabricados de materiales delicados; como escribi¨® el poeta griego P¨ªndaro, somos la sombra de un sue?o. Una larga esperanza de vida no es un dato de la naturaleza, es un avance inaudito del cuidado. Quienes nos cuidan han conseguido logros m¨¢s y m¨¢s extraordinarios durante los ¨²ltimos siglos; mientras, nosotros nos hemos habituado a los ¨¦xitos como a la monoton¨ªa de un paisaje conocido. Cuando en 1955 se anunci¨® en Estados Unidos la vacuna contra la poliomielitis, sonaron las campanas, se cerraron las escuelas, dieron d¨ªa libre en el trabajo, la gente brindaba, acud¨ªa a las iglesias, sonre¨ªa y abrazaba a los desconocidos. Cuando mis padres eran ni?os, les daban a leer biograf¨ªas en vi?etas de Louis Pasteur, Marie Curie y otros cient¨ªficos que revolucionaron las formas de vivir y morir. En los ¨²ltimos a?os, otros ¨ªdolos atrajeron los aplausos, las miradas se volvieron desatentas, los h¨¦roes infantiles se quitaron la bata blanca. Los trabajos del cuidado quedaron en la penumbra de las noticias, del inter¨¦s y la conversaci¨®n p¨²blica, mientras nos suministraban suculentas y rentables dosis de un falso ideal de dorado individualismo, de fuerza, de victoriosa soledad.
La pandemia ha hecho a?icos el espejismo y hemos vuelto a verles las orejas a los conejos blancos de la fragilidad. De pronto, los cuidados han abandonado el s¨®tano de las telara?as y se han convertido en el eje de todas las decisiones. Al parecer, ha sido preciso que todo se trastoque y perdamos la cabeza para volver a pensar sensatamente. Otra vez hemos tomado conciencia del valor de la atenci¨®n y el conocimiento, colocamos de nuevo nuestra esperanza en los expertos del cuidado. Ojal¨¢ no enmudezca la memoria de los balcones.
Esos expertos saben bien que atender a los que sufren nos enfrenta a un constante dilema: cu¨¢ntos sacrificios asumimos para salvar a los dem¨¢s. A lo largo de la historia, en las recurrentes epidemias que desde tiempos remotos han acechado a la humanidad, la disyuntiva reaparece una y otra vez, ret¨¢ndonos a conjugar los terrores de los sanos y de los enfermos. Hasta hace relativamente poco tiempo, se sol¨ªa condenar con tablas clavadas las puertas y las ventanas de las casas donde se detectaba la presencia de contagiados y, en el mejor de los casos, les lanzaban alimentos separando las tejas del tejado. Hubo islas donde se abandonaba a su suerte a los infectados en tiempos de peste; Jack London escribi¨® un fascinante relato sobre la rebeli¨®n de un leproso destinado a Molokai, c¨¢rcel para enfermos en el para¨ªso de las islas Haw¨¢i. En el pasado no era infrecuente aplicar ese apartheid despiadado. Nosotros, en cambio, hemos optado por confinarnos todos los sanos para proteger a los m¨¢s vulnerables y, aunque parezca una paradoja, aislados somos m¨¢s que nunca una comunidad. En ese dilema ¡ªtr¨¢gico¡ª hemos tomado una decisi¨®n que contradice la apolog¨ªa de la eficacia y la idolatr¨ªa del ¨¦xito imperante en las ¨²ltimas d¨¦cadas. Queremos proteger a los m¨¢s fr¨¢giles, con todas nuestras fuerzas, pagando el alto precio que exigir¨¢ el futuro. Hemos apostado sin titubeos por los cuidados.
Hace 25 siglos, S¨®focles se pregunt¨® en una tragedia c¨®mo actuar ante el dolor ajeno. No es f¨¢cil vivir enfermo, pero tampoco lo es vivir con un enfermo. Filoctetes, que da nombre a la obra, es un combatiente griego en el asedio a la ciudad de Troya. Cierto d¨ªa, una flecha envenenada le provoca una terrible herida en la pierna. Hartos del insoportable hedor que desprende Filoctetes, de sus gritos y quejas, sus propios compa?eros deciden abandonarlo en una isla desierta con su arco m¨¢gico, que nunca yerra el tiro, para que pueda alimentarse de la caza. Durante 10 a?os sobrevive en soledad, oyendo el estruendo de las olas que rugen en los acantilados, sin que nadie lo atienda ni se preocupe por ¨¦l. Transcurrida esa d¨¦cada, una profec¨ªa revela a los griegos que solo podr¨¢n ganar la guerra gracias al arco de Filoctetes. Ulises y el hijo de Aquiles se embarcan en busca del hombre al que desahuciaron cuando creyeron que era prescindible. En la isla se hacen patentes las consecuencias del abandono sobre los que lo decidieron y sobre el que lo sufri¨®. Filoctetes les dirige unas palabras con resonancias actuales: ¡°Atr¨¦vete. S¨¢lvame¡±. S¨¦ osado, arri¨¦sgate a cuidar del d¨¦bil, porque eso te har¨¢ m¨¢s fuerte.
Filoctetes es una tragedia singular porque alberga un final feliz. En esta obra los personajes sufren para llegar a aprender que toda armon¨ªa es siempre el resultado de una fuerte tensi¨®n. S¨®focles cre¨ªa que es posible reconciliar el miedo y la comprensi¨®n, la autoridad y la libertad, la costosa protecci¨®n al fr¨¢gil con la solidez moral del futuro, y por eso este texto queda abierto al optimismo. Estas ense?anzas del pasado forman ya parte de nuestra mejor tradici¨®n humanista. El futuro, ese pa¨ªs desconocido, necesita fortalecer la salud, la investigaci¨®n y la ciencia. Sin olvidar esa red tejida de relatos e historias, ideas y reflexiones, im¨¢genes y canciones que nos han transmitido el valor incalculable de la fragilidad, la mejor herencia de nuestros mayores. Esas mismas historias que, en tiempos de encierro, nos han aliviado dialogando con nuestras sombras y sue?os. El conocimiento, la ciencia y la cultura son cadenas fr¨¢giles, tan fr¨¢giles como nosotros mismos. No volvamos a descuidar los cuidados.
Irene Vallejo es escritora.
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