La gran conspiraci¨®n contra el Mediterr¨¢neo
Ninguna labor antirracista est¨¢ completa sin un desmontaje de todas las formas de ¡°blanquitud¡±. Y ya va siendo hora de que Espa?a y Am¨¦rica Latina empiecen a trabajar en ello
Mucho se ha hablado en las ¨²ltimas semanas sobre la negritud, en un espectro de opiniones que van desde la rabia justificada hasta las exaltaciones zalameras, pasando por aparatosos golpes de pecho donde resuena m¨¢s la caverna de la mala conciencia que el golpe del tambor. Como suele suceder cada vez que la sombra de la insurrecci¨®n negra se levanta sobre la normalidad segregada, la prensa liberal y las redes sociales dan inicio a su desfile habitual de referencias: Strange Fruit, unas declaraciones de Angela Davis, el pu?o en alto en los Ol¨ªmpicos de M¨¦xico, en fin, una procesi¨®n de arrepentimientos y memorabilia pop que, de manera sino sospechosa al menos conveniente, acicala el paternalismo blanco mientras ignora una discusi¨®n quiz¨¢ tan urgente como la reivindicaci¨®n profunda de lo negro: me refiero a las reflexiones sobre la historia de la ¡°blanquitud¡±. De lo ¡°blanco¡± entendido como una construcci¨®n hist¨®rica, econ¨®mica y pol¨ªtica, de lo ¡°blanco¡± como una ideolog¨ªa que se ha implantado gradualmente hasta el punto de que se lo asume como una realidad crom¨¢tica o hasta biol¨®gica, como una distinci¨®n natural que separa a unos cuerpos de otros (y ya sabemos que eso es precisamente lo que hacen las ideolog¨ªas, naturalizar las arbitrariedades, modificar incluso las percepciones). Aqu¨ª y all¨¢, sin embargo, van reflotando en las redes algunos textos que reflexionan sobre el tema, como un art¨ªculo del New York Times de octubre de 2019, donde Brent Staples reconstruye la historia de c¨®mo los inmigrantes italianos en Estados Unidos -considerados inicialmente personas de una raza inferior, asociadas a la criminalidad y las malas costumbres en discursos racistas que se lanzaban incluso desde los medios supuestamente liberales como el propio New York Times- pasaron a formar parte del lado blanco de la historia, con todos los derechos y privilegios que aquello implica. Tambi¨¦n cabe mencionar otro art¨ªculo estupendo de hace cuatro a?os, ¡°?C¨®mo me convert¨ª en blanco?¡±, de Fotis Kapetopoulos, donde el periodista griego-australiano reflexiona sobre el proceso gradual de blanqueamiento de jud¨ªos, espa?oles, irlandeses cat¨®licos y griegos por parte de las autoridades migratorias y la opini¨®n p¨²blica de Australia, Canad¨¢ y Estados Unidos. A estos art¨ªculos hay que sumar The Wages of Whiteness: Race and the Making of the American Working Class [Los salarios de la blanquitud: raza y la fabricaci¨®n de la clase obrera americana], un libro pionero de David Roediger que, siguiendo la estela de los estudios marxistas de E.P. Thompson, propone un fresco hist¨®rico sobre c¨®mo se montaron las identidades blancas alrededor de luchas laborales, en un escenario de crecimiento industrial que foment¨® y manipul¨® a su favor las tensiones raciales.
En el mundo de habla espa?ola, por desgracia, no contamos con estudios parecidos que den cuenta de c¨®mo se ha construido nuestra l¨¢nguida ¡°blanquitud¡±, algo apenas comprensible si tenemos en cuenta que hablar del asunto supondr¨ªa abarcar un periodo traum¨¢tico de al menos cinco siglos, desde la expulsi¨®n de los jud¨ªos y moros en la Espa?a de Isabel la Cat¨®lica hasta el papel actual de Espa?a como barrera de la inmigraci¨®n proveniente de ?frica, pasando por su rol colonizador en Am¨¦rica. Lo cierto es que, tanto en Espa?a como en Am¨¦rica Latina, solemos usar la palabra ¡°blanco¡± de manera irreflexiva, sin ninguna atenci¨®n a las implicaciones hist¨®ricas del apelativo. Es decir, tenemos un uso ideol¨®gico de la palabra, dando por sentado que alude a un hecho y no a una ficci¨®n violenta. Lo que me lleva inevitablemente a contar la historia de Manolo.
Esto suced¨ªa por all¨¢ en el 2001 o 2002. Yo trabajaba de camarero y pinche en un restaurante familiar de Lavapi¨¦s y Manolo llegaba varias veces a la semana cuando ya est¨¢bamos cerrando. Se sentaba en la barra y despu¨¦s de dos chupitos de g¨¹isqui segoviano se pon¨ªa a despotricar contra los inmigrantes. No lo hac¨ªa con un odio visceral, sino m¨¢s bien en ese tono de sainete que tanto se practica en el sur de Europa para hablar del refugiado menesteroso o de la hinchada del equipo rival. Mi pareja de entonces, que a menudo sufr¨ªa acoso policial por sus rasgos ind¨ªgenas, lo escuchaba divertida y le hac¨ªa preguntas capciosas sobre su identidad racial y nacional. ?Y t¨² s¨ª eres blanco? ?Y tus ancestros no habr¨¢n venido tambi¨¦n en patera? Manolo, extreme?o de nacimiento, ten¨ªa la piel oscura y cara de beduino, como much¨ªsimos espa?oles, con esos ojos amarillentos y entrecerrados de la gente acostumbrada a escrutar durante generaciones el desierto. Poco a poco nos fuimos enterando de su historia, de sus a?os en la Legi¨®n, de donde volvi¨® sin un duro, alcoh¨®lico y sin m¨¢s educaci¨®n que algunos conocimientos de alba?iler¨ªa. Se ganaba la vida haciendo chapuzas para la ¨²nica gente que quer¨ªa contratarlo: los negocios chinos, los restaurantes banglas, los locutorios de senegaleses. Por si fuera poco, se enorgullec¨ªa de una temporada que pas¨® en Almer¨ªa, donde sol¨ªan contratarlo como extra de spaghetti westerns para hacer de mexicano falso (he cre¨ªdo reconocido en al menos tres pel¨ªculas de Leone, con sarape y sombrero de paja, fundido entre la multitud parda). Todas estas an¨¦cdotas podr¨ªan mostrar a Manolo como un ser despreciable, la caricatura del fascista proletario que tanto gusta a cierta izquierda imb¨¦cil. Y no es as¨ª. Nada de esto le hace justicia a la humanidad de Manolo, que durante nuestros a?os de amistad fue siempre solidario y amoroso. Una vez se subi¨® conmigo a recorrer los tejados de medio Lavapi¨¦s para ayudarme a buscar a mi gata, que llevaba dos d¨ªas perdida. Viv¨ªa con un anciano marroqu¨ª, a quien cuidaba como si fuera su padre. Y pese a ello, Manolo nunca dejaba de exhibir su racismo folcl¨®rico para dejarnos muy en claro que ¨¦l era blanco, inequ¨ªvocamente blanco. Y era blanco por ser espa?ol. Si eres espa?ol, dec¨ªa, pues ya est¨¢, eres blanco.
A los despistados que ven en Manolo a una excepci¨®n, un caso de esquizofrenia racial, alguien que no es capaz de ¡°mirarse al espejo¡±, d¨¦jenme que les d¨¦ las malas noticias: Manolo no es ning¨²n caso an¨®malo. Manolo es la regla en un pa¨ªs lleno de gente mestiza. Mejor dicho, Espa?a es Manolo. Porque Espa?a no es y nunca ha sido una naci¨®n blanca. Espa?a no ha sabido valorar su ambig¨¹edad racial, la fascinante complejidad que implica saberse compuesto, saberse otro respecto de uno mismo, en permanente tr¨¢nsito, en perpetuo ejercicio de traducci¨®n. Espa?a es ese perro criollo de mil leches que en alg¨²n momento de su historia prefiri¨® identificarse con la ¡°blanquitud¡± que se le impon¨ªa desde el norte de Europa. ?De d¨®nde creen que vienen los estereotipos de cierta prensa racista de Holanda o Alemania cuando se refieren a la gente del sur de Europa como perezosos y fiesteros sin oficio ni beneficio que quieren vivir de gorra? Y es que podemos decir, sin temor a exagerar, que el Hombre Blanco es la gran ficci¨®n pseudocient¨ªfica y colonial que se inventaron las potencias imperiales de Europa en su gran conspiraci¨®n mundial contra el Mediterr¨¢neo. Contra lo que significa el abigarrado y contencioso mosaico de pueblos que, a lo largo de siglos, comerciaron en paz y se mezclaron en la guerra. Ese mundo mestizo es algo que la Europa que se autoproclam¨® blanca no pudo tolerar nunca y por eso el mar se ha llenado de cad¨¢veres.
Dig¨¢moslo claro: ninguna labor antirracista est¨¢ completa sin un desmontaje de todas las formas de ¡°blanquitud¡±. Y ya va siendo hora de que Espa?a y Am¨¦rica Latina empiecen a trabajar en ello.
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