Un int¨¦rprete suramericano de Spinoza
En 1943 Gabriel Espinosa public¨® ¡®Un pretendido int¨¦rprete suramericano de Spinoza¡¯ que acabo de hallar en la Biblioteca Nacional de Colombia y que me dispongo a leer por vez primera
La biblioteca del escritor venezolano Gabriel Espinosa (1882-1946) era la biblioteca de un pol¨ªmata autodidacta.
El diccionario de la Real Academia acepta la voz ¡°pol¨ªmata¡± como ¡°persona con grandes conocimientos en diversas materias cient¨ªficas o human¨ªsticas¡±. Susan Sontag refin¨® famosamente esa definici¨®n: ¡°un pol¨ªmata es alguien interesado en todo y en nada m¨¢s¡±, alguien como Benjam¨ªn Franklin, a quien se le debe, adem¨¢s de El arte de procurarse sue?os agradables, invenciones como la sonda urinaria, las gafas bifocales, las chapaletas de nataci¨®n, la estufa ¡°salamandra¡±, ? la arm¨®nica de cristal ! y el servicio postal de los Estados Unidos y el pararrayos.
Nuestro Espinosa no era inventor, pero aunque ni siquiera termin¨® la escuela elemental lleg¨® a ser alguien sorprendentemente versado ¡°en todo y en nada m¨¢s¡±. En la biblioteca que dej¨® al morir hab¨ªa t¨ªtulos en ingl¨¦s, franc¨¦s, italiano y alem¨¢n, idioma ¨¦ste que aprendi¨® a leer sirvi¨¦ndose de manuales y diccionarios cuando, ya m¨¢s que maduro, le dio por leer a Schimmel sobre qui¨¦n dej¨® una monograf¨ªa publicada en la Revista Nacional de Cultura. De entre todos los saberes, hizo de la filosof¨ªa el m¨¢s suyo.
Hab¨ªa nacido en Valencia del Rey en el seno de una familia extremadamente pobre de jud¨ªos de Curazao llegados a Puerto Cabello luego de los motines antisemitas de Willemstadt en 1858, justo cuando estallaba nuestra Guerra Federal.
Ya cerca de sus diecis¨¦is, aquel tragalibros aprendi¨® por su cuenta el lenguaje Morse y se las apa?¨® para entrenarse, como mir¨®n aprendiz, en el uso de la llave de telegraf¨ªa. Se present¨® en la oficina de tel¨¦grafos valenciana donde pidi¨® que lo pusieran a prueba y fue as¨ª como, ya telegrafista de la estaci¨®n del ferrocarril, lo sorprendi¨® en 1899 una feroz batalla de la ¨²ltima Guerra Civil de nuestro siglo XIX.
Aquella contienda precipit¨® el fin del decadente ciclo de gobiernos liberales inaugurado hac¨ªa un cuarto de siglo por el dictador Guzm¨¢n Blanco. Una montonera de 60 monta?eses andinos comandada por el ¡°general¡± Cipriano Castro, codicioso y cruel cuatrero y contrabandista de la frontera con Colombia, avanzaba indetenible sobre Caracas.
Herido en un combate en las afueras de Valencia, Castro vivaqueaba ya con 1600 hombres a sesenta kil¨®metros de la estaci¨®n del Ferrocarril Central, dispuesto a reanudar su campa?a en un final asalto a la capital tan pronto se repusiese de sus heridas. Ya es hora de contarles que el joven telegrafista era mi t¨ªo y que la secuencia que sigue, valga lo que valiere, es tradici¨®n familiar.
Exterior, d¨ªa: el plano general establece un vag¨®n comedor del ferrocarril aparcado en una v¨ªa muerta de la estaci¨®n. Pueden verse oficiales y alguna tropa del Ej¨¦rcito Nacional, cabalgaduras, fusiles de retrocarga Martini-Henry dispuestos en pir¨¢mide.
Vag¨®n- comedor, interior, d¨ªa: mi t¨ªo pulsa fren¨¦ticamente el en¨¦simo telegrama que le dicta el atribulado comandante de la guarnici¨®n, coronel Luciano Mendoza. " Urge env¨ªo del contigente de resfuerzo ofrecido por la presidencia hace tres d¨ªas¡±. El mensaje es recibido en el bar del Gran Hotel Klindt por el general Sebasti¨¢n Casa?as, h¨¦roe de la batalla del Jobo Mocho, gran aficionado al Hennessy y diligente colaborador del presidente de la Rep¨²blica que a esas horas ya viaja en un vapor con proa a su exilio en Puerto Rico.
Ocurre que los administradores alemanes del Ferrocarril Central exigen el pago de deudas acumuladas por la presidencia antes de embarcar un solo soldado. Casa?as ha acudido a los banqueros del patio, sin ¨¦xito hasta ahora. Los banqueros, por lo visto, prefieren entenderse con Cipriano Castro que viene cortando rabo y oreja desde la frontera. Casa?as cree ganar tiempo enviando evasivas al vag¨®n comedor del coronel Mendoza.
En el vag¨®n, y agotada ya su paciencia, el coronel Mendoza ordena a mi t¨ªo levantar el tinglado del tel¨¦grafo y seguirlo. Quince minutos m¨¢s tarde, mi t¨ªo cabalga con el estado mayor del coronel en lo que parece un recorrido por el per¨ªmetro defensivo de la plaza.
Sin embargo, el coronel se desv¨ªa, se aleja al galope del per¨ªmetro e interna al grupo en un bosque de galer¨ªa. Juntos siguen el curso de un lecho seco. ¡°?Ad¨®nde vamos por aqu¨ª, mi coronel?¡±, dizque pregunt¨® mi t¨ªo. ¡°A presentar respetos al general Castro, pr¨®ximo presidente de la Rep¨²blica¡±, respondi¨® el coronel Mendoza.
Mi t¨ªo lleg¨® a Caracas en el mismo tren que jam¨¢s llev¨® resfuerzos a la guarnici¨®n Valencia y que los grandes cacaos venezolanos, tras pagar la deuda con el Ferrocarril Central, dispusieron para el futuro dictador. Los banqueros que tan renuentes se portaron con Casa?as fueron, llegado el momento, encarcelados y extorsionados por Castro hasta sacarles un empr¨¦stito.
Algo en el vaiv¨¦n de telegramas entre Casa?as y el coronel Mendoza y en la suerte corrida por los banqueros originalmente obsequiosos con Castro parece hablarme de la letal infatuaci¨®n con Ch¨¢vez que ofusc¨® a buena parte de nuestra ¨¦lite en otro fin de siglo.
Gabriel Espinosa hizo migas con el telegrafista del general Castro de quien fue compadre hasta el fin de sus d¨ªas. Se hizo periodista, estuvo entre los fundadores de El Universal de Caracas, frecuent¨® la tertulia abstemia de R¨®mulo Gallegos en la estaci¨®n de Ca?o Amarillo, m¨¢s de una vez estuvo preso en tiempos de Juan Vicente G¨®mez por ¡°delitos de imprenta¡± y, pol¨ªmata, public¨® much¨ªsimos libros de asuntos muy dispares.
En 1943 public¨® Un pretendido int¨¦rprete suramericano de Spinoza que acabo de hallar en la Biblioteca Nacional de Colombia y que me dispongo a leer por vez primera.
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