Sobre nuestra incapacidad para reformar la Constituci¨®n
La rigidez frente a la renovaci¨®n de la Carta Magna genera desuso o p¨¦rdida de autoridad. No la protegen quienes la llevan a la irrelevancia o la quiebra, arrastrando con ella a instituciones como la Corona
Por las inc¨®gnitas que siempre plantea y las secuelas que puede tener, la reforma de la Constituci¨®n despierta entre nuestros pol¨ªticos muchos temores y cautelas y una atenci¨®n muy constante y reiterada entre los juristas. No es imposible que estemos tambi¨¦n bajo una cierta sugesti¨®n por razones hist¨®ricas. Desde 1812 hasta hoy no hemos sido capaces de culminar de forma espont¨¢nea y acordada ninguna reforma de nuestras constituciones. Las dos veces que hemos reformado la actual ¡ªy bien limitadamente¡ª hemos ido a ello poco menos que ...
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Por las inc¨®gnitas que siempre plantea y las secuelas que puede tener, la reforma de la Constituci¨®n despierta entre nuestros pol¨ªticos muchos temores y cautelas y una atenci¨®n muy constante y reiterada entre los juristas. No es imposible que estemos tambi¨¦n bajo una cierta sugesti¨®n por razones hist¨®ricas. Desde 1812 hasta hoy no hemos sido capaces de culminar de forma espont¨¢nea y acordada ninguna reforma de nuestras constituciones. Las dos veces que hemos reformado la actual ¡ªy bien limitadamente¡ª hemos ido a ello poco menos que obligados por la UE. No es por ello extra?o que experimentemos un cierto desasosiego al saber que nunca hemos logrado llegar a ese acuerdo com¨²n, como si estuvi¨¦ramos presos de un atavismo que nos impidiera entendernos tambi¨¦n en esto. Tras el consenso de la Constituci¨®n de 1978 podr¨ªa haberse esperado otra cosa. Pero no fue as¨ª. Una nueva incapacidad mental para el acuerdo reapareci¨® abruptamente cuando en 2004 el presidente Rodr¨ªguez Zapatero, con su proverbial atolondramiento, propuso en su discurso de investidura una reforma que aunque pudiera ser razonable y necesaria no se le hab¨ªa ocurrido consultar antes con ninguna de las fuerzas pol¨ªticas que necesitaba para realizarla. Los dirigentes del partido conservador, quemados por una derrota que no esperaban en aquellas elecciones, se negaron en redondo a cualquier reforma, por sensata que fuera. Hasta entonces, y desde 1812, siempre hab¨ªamos desde?ado o quebrantado las constituciones; ahora, la actitud era otra: aferrarnos tercamente a su letra, obstruyendo as¨ª de otra manera la posibilidad de su reforma. Las mayor¨ªas reforzadas que se exigen para esas y otras reformas dieron en usarse entre nosotros como minor¨ªas de boicoteo. Y el boicoteo puede acabar por ser otra forma de necrosar y vaciar la Constituci¨®n hasta conducirla a la v¨ªa muerta del desuso. Creo que estos lamentables fen¨®menos hist¨®ricos o de psico(pato)log¨ªa colectiva merecen una reflexi¨®n.
En las primeras d¨¦cadas del siglo XX se hizo muy presente la necesidad de reorganizar de alg¨²n modo el proceso pol¨ªtico a la vista de lo que todos los historiadores han llamado la ¡°descomposici¨®n¡± del sistema de la Restauraci¨®n. Hab¨ªan pasado ya muchos a?os desde 1876, se hab¨ªa agotado la soluci¨®n pactada del ¡°turnismo¡± entre conservadores y liberales, y se empezaban a fraccionar los partidos en un c¨²mulo de fulanismos que presagiaba lo peor. Por si esto fuera poco, el rid¨ªculo del 98 hab¨ªa reforzado en el pa¨ªs esa suerte de derrotismo latente tan de nuestra psicolog¨ªa colectiva. En ese ambiente se cre¨® en 1912 el Partido Reformista. Entraron a formar parte de ¨¦l intelectuales muy sensatos y s¨®lidos, como Gumersindo de Azc¨¢rate o el joven Manuel Aza?a. Su denominaci¨®n proven¨ªa del n¨²cleo de su programa, bastante sencillo y accesible: se propon¨ªan reformar la Constituci¨®n, y en particular corregir el abuso de una prerrogativa regia (la de disolver el Parlamento) que imped¨ªa que la nuestra pudiera presentarse como una monarqu¨ªa parlamentaria, y definir con claridad un principio, el de la no confesionalidad del Estado y su consiguiente separaci¨®n de la Iglesia. Ni eran antimon¨¢rquicos, porque aceptaban la accidentalidad de las formas de gobierno, ni eran anticat¨®licos, porque predicaban con convicci¨®n la tolerancia religiosa. Los intentos de promover esa reforma duraron a?os. Todav¨ªa el 19 de febrero de 1921, hace ahora un siglo, el senador por la corporaci¨®n universitaria Adolfo Posada, decano de nuestros constitucionalistas de entonces, se dirigi¨® a la C¨¢mara para criticar el discurso de la Corona y solicitar una vez m¨¢s que se iniciase un procedimiento de reforma en aquellos t¨¦rminos. De nuevo fue in¨²til. Mientras se iba descomponiendo el sistema a ojos vista, Alfonso XIII, cobij¨¢ndose tras los partidos conservadores y liberales, se opuso siempre a dar ese paso. No pod¨ªa ser consciente de que con esa actitud tambi¨¦n estaba poniendo ya el pie en el estribo del tren que le llevar¨ªa fuera de Espa?a. Solo le faltaba estampar su firma debajo del golpe de Primo de Rivera, lo que hizo unos meses m¨¢s tarde. Ocho a?os despu¨¦s embarcaba en Cartagena hacia el exilio.
No se pueden establecer paralelismos arbitrarios entre aquella situaci¨®n y la actual. No tienen casi nada que ver, aunque de la historia siempre podamos extraer provechosas ense?anzas. Si recurro a ella es como ejemplo hist¨®rico de una convicci¨®n muy extendida entre los estudiosos de estos temas: cuando no se pueden o no se quieren reformar las constituciones, se acaban por generar efectos perversos, contrarios muchas veces a los pretendidos. As¨ª lo describ¨ªa uno de ellos, Pedro de Vega: ¡°Una Constituci¨®n demasiado r¨ªgida conduce siempre a esta dram¨¢tica alternativa: o a que la Constituci¨®n no se reforme en aquellos puntos en que resulta obligada su revisi¨®n, en cuyo caso quedar¨ªa convertida en letra muerta sin ninguna relevancia pol¨ªtica, o a que la Constituci¨®n se reforme y se adapte a las necesidades reales por procedimientos ilegales y subrepticios, en cuyo supuesto lo que se har¨ªa ser¨ªa vulnerar su normatividad¡±. Es decir, que tanta rigidez o tanta obcecaci¨®n acaban en desuso o en p¨¦rdida de autoridad. Conviene que tengamos esto en cuenta para record¨¢rselo a muchos de esos que se piensan muy ¡°constitucionalistas¡± porque parecen dispuestos a petrificar el texto de sus preceptos, sea por dogmatismo, sea por estrategia de partido. No est¨¢n protegiendo la Constituci¨®n; la est¨¢n llevando a la irrelevancia o la quiebra. Y con ella acabar¨¢n irrelevantes o quebradas las instituciones que la conforman.
Y no me refiero a instituciones menores. Estoy pensando, por ejemplo, en el CGPJ, que se pens¨® precisamente como un parapeto frente a la sempiterna pasi¨®n pol¨ªtica por controlar a los jueces y ha acabado por ser almoneda del mercadeo de los partidos. O el mismo Tribunal Constitucional, del que parecemos haber olvidado el descr¨¦dito en el que, deteriorado por esa estrategia obstruccionista, lleg¨® a conocer nada menos que del nuevo Estatuto de Catalu?a, convirti¨¦ndose as¨ª en el imaginario pol¨ªtico catal¨¢n en el gran villano de la farsa. O en el llamado Estado de las Autonom¨ªas, que con su cong¨¦nita indefinici¨®n y su tonta clonaci¨®n de ¨®rganos y agencias est¨¢ cansando cada vez m¨¢s a los ciudadanos. Y pienso, por supuesto, en la Corona. Nadie puede negar a estas alturas que los lances y peripecias de su anterior titular han producido una aver¨ªa seria en su legitimaci¨®n. Por mucho que lo lamentemos tantos, una codicia impropia y una sexualidad adolescente han rebasado los l¨ªmites de lo personal y han erosionado la Corona. Ha sido el propio Juan Carlos I, en el uso sin traba alguna de su libertad y responsabilidad personal, quien ha consumado la inexplicable necedad de dilapidar su legado hist¨®rico y poner en cuesti¨®n la instituci¨®n que representaba. No hay que buscar otro culpable. S¨®lo nos cabe esperar que no siga incrementando el estropicio. Pero no aleguemos prudencias y cautelas medrosas mientras siguen crujiendo las cuadernas del barco. La Casa Real misma tiene tambi¨¦n que ponerse al frente de una demanda firme de reforma constitucional para frenar ese deterioro y volver a gozar del favor de la ciudadan¨ªa, para poder decir de nuevo que en ella pueden unirse con naturalidad la legitimidad de una constituci¨®n democr¨¢tica y la legitimaci¨®n de un apoyo generalizado. Y no debe aceptar que unos u otros pretendan silenciarla con precauciones de circunstancia o argucias de partido.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.