La ingravidez de los viernes
La gente parec¨ªa derrotada y hermosa. Yo me sent¨ªa en el epicentro de algo fant¨¢stico. Sin embargo, era un d¨ªa normal
Camin¨¦ con la tenue ingravidez que produce la desgracia pero sin contener desgracia alguna. En la hamburgueser¨ªa de la esquina hab¨ªa un hombre viejo, con aspecto de estar muy enfermo. Ten¨ªa la cabeza gacha, como quien reza, y tomaba entre sus manos la de una chica joven que miraba indiferente por la ventana. Eran como una capilla de silencio en medio de ese local ruidoso revestido por azulejos de un rojo brutal, sangu¨ªneo. Afuera, las cosas estaban perfectamente acomodadas: el puesto de flores, las peceras de l...
Camin¨¦ con la tenue ingravidez que produce la desgracia pero sin contener desgracia alguna. En la hamburgueser¨ªa de la esquina hab¨ªa un hombre viejo, con aspecto de estar muy enfermo. Ten¨ªa la cabeza gacha, como quien reza, y tomaba entre sus manos la de una chica joven que miraba indiferente por la ventana. Eran como una capilla de silencio en medio de ese local ruidoso revestido por azulejos de un rojo brutal, sangu¨ªneo. Afuera, las cosas estaban perfectamente acomodadas: el puesto de flores, las peceras de la veterinaria, la se?ora que vende ajos y tomates cherry. La luz misericordiosa del atardecer le daba a todo una lentitud extraordinaria. La gente parec¨ªa derrotada y hermosa. Yo me sent¨ªa en el epicentro de algo fant¨¢stico. Sin embargo, era un d¨ªa normal. El hombre con quien vivo y yo hab¨ªamos llevado a las gatas a la veterinaria para un control de rutina. Las dos estaban bien. Me pareci¨® que el brillo de su salud iba a extenderse por el resto de las horas, a unirlas en un hilo dorado. Y as¨ª fue. No hice mucho despu¨¦s. Atraves¨¦ la ciudad en metro, leyendo un libro de Janet Malcom, para hacer un tr¨¢mite. Al regresar, sub¨ª a mi departamento, acarici¨¦ a las gatas y volv¨ª a salir para comprobar que la quietud segu¨ªa all¨ª, no como una bomba a punto de estallar sino con la templanza simple de lo que est¨¢ bien. Fue un d¨ªa de otro tiempo, un tiempo m¨¢s nuevo, menos estrenado, como aquel en el que una andaba con la cabeza limpia de futuro, las sombras del ayer a¨²n sin construir. Ahora, las calles estaban repletas de signos del derrumbe: comercios vac¨ªos, locales de comida mala y barata como la hamburgueser¨ªa en la que vi al hombre viejo, verduler¨ªas que segregaban olores ¨¢cidos ofreciendo alimentos de calidad apocal¨ªptica. Pero yo caminaba en trance. Hubiera podido contagiar lo que llevaba dentro: todo ese vuelo. No hab¨ªa a qui¨¦n, y eso no importaba en absoluto. Era viernes. Los viernes me permito la esperanza.