El barro y mam¨¢: un cuento de Navidad tras la dana
La memoria crece en los detalles. Aquel fuerte de juguete. El agua creciendo. Las calles anegadas. Los coches amontonados. El cuerpo de la modista de Catarroja flotando en su habitaci¨®n
El tiempo ser¨ªa fr¨ªo, desapacible y cortante, pues as¨ª lo quieren desde Dickens todos los cuentos de Navidad. El ni?o, Juanjo, tendr¨ªa 11 o 12 a?os, no m¨¢s. A¨²n cre¨ªa en la magia de estas noches largas vestidas de niebla. Mejor creer en eso, en la Navidad, que esperar a que su madre, una pobre modista que iba de casa en casa cosiendo vestidos de boda o de fallera para las mujeres del pueblo y que volv¨ªa cansada m¨¢s all¨¢ de las diez de la noche, esa mujer que jam¨¢s hab¨ªa podido irse de viaje ni darse caprichos, reuniera el dinero necesario para cumplir el sue?o de su hijo peque?o: tener un fuerte. Un fuerte de madera con sus indios y vaqueros, con sus caballos, con su saloon de doble puerta y su torreta de vigilancia. Un escenario para vivir cada tarde, desde el salvaje Oeste de Catarroja, aventuras ¨¦picas y batallas a vida o muerte.
Y sin embargo, el milagro ocurri¨®.
A Juanjo le resulta imposible olvidar aquella imagen de hace 40 a?os: la caja, el papel de regalo, el fuerte de madera, la bandera americana flameando en lo alto de la torreta. Su sonrisa, la sonrisa de su madre, bon Nadal.
Juanjo tampoco puede olvidar esa otra imagen de hace 56 noches: su madre, la vieja modista Isabel, flotando muerta y sola en la habitaci¨®n de casa, la vieja casa familiar.
Hablo con ¨¦l en estos d¨ªas raros, estos d¨ªas tristes que pringan el alma m¨¢s que el barro, aunque las almas abatidas se vean menos que los coches amontonados. No hay vertederos para vidas desguazadas. Nadie sabe d¨®nde est¨¢n los voluntarios capaces de limpiar el interior de miles de personas destrozadas. No es un coche. No es una casa. No es un trabajo. No es un bar, una tienda, un negocio o una f¨¢brica. Es la vida perdida, opacada en mate.
Duele preguntarle a Juanjo por los detalles. Pero la vida est¨¢ en los detalles. La memoria crece y anida en los detalles. Son sus asideros. Las tres de la ma?ana. Las calles anegadas. Los coches flotando. La llave temblorosa en la cerradura. El silencio. El agua creciendo por encima de los 70 cent¨ªmetros, de pared a pared. El olor a humedad. El pasillo l¨®brego, m¨¢s oscuro que nunca. Los gritos asustados de mare, mare, mare. El miedo viscoso. La aciaga oscuridad. La luz de acomodador que proyecta la linterna del m¨®vil. Y, de repente, el drama. El cuerpo de su madre boca abajo, flotando como un n¨¢ufrago sin relato. El cuerpo de Isabel Ib¨¢?ez, de 84 a?os, la modista de Catarroja, flotando en el mar negro de su habitaci¨®n; qui¨¦n sabe si con un crucifijo mudo en la pared, qui¨¦n sabe si con una foto de su difunto Salvador flotando en alguna esquina junto a los muebles boya.
Hay detalles que se pierden. La memoria, muchas veces, los reconstruye. Yo recuerdo una Navidad extra?a: vestido de paje del rey Baltasar con la cara pintada de negro y visitando a las reclusas de la c¨¢rcel de mujeres de Murcia, con sus ni?os encerrados en calabozos sin culpa ni delito. Me gustar¨ªa evocar rostros y frases precisas de aquella ma?ana amarga, pero solo recuerdo el fr¨ªo que todo aquello dej¨® en m¨ª. Una pena que cada Navidad regresa cuando me pregunto cu¨¢ntos de esos ni?os volvieron o volver¨¢n, ya de adultos, a la c¨¢rcel, y un d¨ªa de Reyes ver¨¢n de nuevo entre rejas a Melchor, Gaspar y Baltasar.
Lo que no se pierde en la memoria de Juanjo es el impacto de la imagen que ha quedado impresionada en su cerebro. El cuerpo mojado de su madre. Su traslado a la cama-isla. La s¨¢bana echada por encima de mam¨¢: un no quiero verla tan lorquiano, tan ¨ªntimo, tan humano. Esa imagen, me cuenta Juanjo, no para, no para, no para. Sigue en bucle cada d¨ªa. Cuando me voy a dormir. Cuando estoy viendo la televisi¨®n. Cuando menos me lo espero, vuelve la imagen. El cad¨¢ver flotando boca abajo. Y habla Juanjo de las pastillas para dormir. Y del sue?o que arrastra todo el d¨ªa porque ya van muchas noches con el comecome en la cabeza y el techo en las pupilas.
Por eso duele preguntarle a Juanjo qu¨¦ espera de esta Navidad. La voz se le romper¨¢. Dir¨¢ que los turrones ser¨¢n como las piedras. Que solo quiere que pasen r¨¢pidas las fiestas. Que ya nunca m¨¢s habr¨¢, para ¨¦l, Navidad. Aunque eso ya es lo de menos; lujos de aquel mundo sin barro que el oto?o se llev¨®. Juanjo solo quiere que se acabe esta pel¨ªcula. Esa chica boliviana embarazada de ocho meses que muri¨® ahogada cerca del pol¨ªgono de Riba-roja, cuando volv¨ªa del trabajo, dos d¨ªas antes de pedir la baja por maternidad. Esa chica venezolana que muri¨® con su beb¨¦ de tres meses en Paiporta. Ese colombiano que se vio atrapado en un atasco con la furgoneta de los repartos despu¨¦s de llamar a su hijo para decirle que ten¨ªa miedo y que hoy no entregar¨¢ paquetes ni andar¨¢ con prisas porque est¨¢ muerto. Ese matrimonio de brit¨¢nicos ahogados dentro de su coche en Pedralba. Esa pareja de rumanos que viv¨ªa sobre un campo de arroz en l¡¯Albufera en una casa de madera que la tromba se llev¨® con ellos. Ese camionero liban¨¦s atrapado fat¨ªdicamente cuando iba a la base a devolver el cami¨®n. Y Amparo la Barrina con su alzh¨¦imer. Y Susana de Pedralba con su Down. Y Andr¨¦s el marinero ahogado en la residencia de ancianos de Paiporta. Y los ni?os hermanos Izan y Rub¨¦n, con sus cuerpecitos mojados y luego secos y despu¨¦s perdidos y finalmente ya para siempre quietos.
Todo es para volverse loco, dice Juanjo. Pero es Navidad. Y al menos le queda otro recuerdo. Otra imagen. Lo que sucedi¨® despu¨¦s de cubrirla con una s¨¢bana. Protegi¨® el cuerpo de su madre. La traslad¨® a la casa alta de un vecino para que otra avenida de agua no arrastrara sus restos. Estuvo 48 horas con ella. Pele¨® y pele¨® y moviliz¨® hasta a 2.000 voluntarios que limpiaron el destrozado cementerio municipal. Consigui¨® que a su madre no la incinerasen ni la enterraran en otro pueblo. Y gracias a todo eso ahora Isabel la modista duerme ya con su Salvador, 64 a?os casados, en el mismo nicho de Catarroja. Y no es un final feliz, claro que no. Tampoco lo era el del fuerte de indios y vaqueros, en realidad.
Cuando Juanjo destap¨® el regalo aquella noche de Reyes y mont¨® el fuerte, maravillado, pensando en todas las historias que conten¨ªan aquellas maderas con olor a nuevo, pas¨® lo inesperado. Su hermano mayor, que ya sab¨ªa que los Reyes eran las modistas y que sent¨ªa celos por el regalo de su hermano, entr¨® en el cuarto y a patadas se lo rompi¨®. Le destroz¨® el fuerte de madera. Juanjo nunca lo olvid¨®. Y era un fuerte de indios y vaqueros. Solo eso. Esto ha sido un escenario de guerra con su radiaci¨®n de dolor todav¨ªa incalculable.
Escribi¨® Dante, en su Infierno, que no hay mayor dolor que acordarse de los d¨ªas felices en la miseria. Ah¨ª estamos todav¨ªa: en la miseria del desgarro; un poco temerosos de que desaparezca este presente continuo de fango y telediario y entonces, en la nueva normalidad, afloren las preguntas. Quiz¨¢ por eso dice Juanjo Monrabal que no va a parar. Que va a luchar en esta ¨¦pica batalla, a vida o muerte, contra la impunidad y el olvido. Lo dijo Simone Weil: el pasado y el futuro son las ¨²nicas riquezas del hombre. Porque incluso aquello que ayer parec¨ªa amargo, como un fuerte roto a patadas, puede ser ma?ana un buen recuerdo de Navidad.
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