A medio camino de Bagdad
Un viaje de casi 17 horas en tren, la poes¨ªa de las estaciones centroeuropeas, la primera frontera 'dura' de la UE, rumanos que regresan por la crisis y un iraqu¨ª en Rumania
Cierro los ojos e intento dormir. Es casi mediod¨ªa, llevamos unas 14 horas en vela desde que el tren sali¨® de Budapest la tarde anterior. Paramos en una estaci¨®n en los C¨¢rpatos. Faltan m¨¢s de dos horas para Bucarest. El vag¨®n se llena. Oigo hablar ¨¢rabe. Es mi vecino de asiento, que encadena llamada tras llamada. Cuelga y dice en ingl¨¦s: ¡°Lo siento¡±. Y se presenta: ¡°Soy el director de la Escuela Iraqu¨ª de Bucarest¡±.
Se llama Haider Al-Hilfi, naci¨® en Irak y lleva siete a?os en Rumania, donde estudi¨® y se doctor¨® con una beca del Gobierno iraqu¨ª. Se siente a gusto aqu¨ª. El doctor Al-Hilfi cree que una ventaja de Rumania para un iraqu¨ª es que, al no pertenecer al espacio Schengen, este pa¨ªs da visados con m¨¢s facilidad que otros de la UE. Las relaciones entre ambos pa¨ªses son fluidas desde los tiempos de Nicolae Ceaucescu y Sadam Husein.
Un viaje tambi¨¦n son las posibilidades que no se concretaron, los caminos que nunca tomamos, las puertas cerradas. Visegrado, en Bosnia-Herzegovina, figuraba en los planes iniciales: el escenario de Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric; la regi¨®n del ¨²ltimo genocidio europeo. Y en Hungr¨ªa habr¨ªamos querido visitar el Balat¨®n, el lago m¨¢s grande de Centroeuropa. Peter Zentai, periodista radiof¨®nico h¨²ngaro, se ofrece a acompa?arnos y guiarnos (hemos entrado en la Europa de las lenguas que ignoramos). Nos cuenta que el Balat¨®n fue, durante la Guerra Fr¨ªa, ¡°un punto de encuentro entre parientes del este y del oeste de Alemania¡±, alemanes de los dos Estados que aprovechaban las vacaciones para reunirse ah¨ª. Ahora ¡°se ha convertido en un lugar lujoso para los nuevos ricos, principalmente la clientela progubernamental¡±. Es la Hungr¨ªa de Viktor Orb¨¢n, escaparate de la Europa nacionalista, la de los hombres fuertes y las fronteras cerradas. Una conjunci¨®n de factores ¡ªel tiempo apremia, Peter se siente indispuesto¡ª nos disuade.
As¨ª que, una vez devuelto en Viena el coche de alquiler con el que nos hab¨ªamos desplazado desde Ostende, al inicio del viaje la semana anterior, y tras un alto en la ruta de 36 horas en Budapest, nos subimos al tren hacia Bucarest. ¡°Llevar la m¨¢scara facial es obligatorio en los trenes¡±, se escucha por el altavoz en Budapest-Keleti, la vetusta Estaci¨®n Oriental. ¡°El tren Ivo Andric est¨¢ llegando de Kelebia por el and¨¦n 11¡±, anuncia. Kelebia es la localidad fronteriza con Serbia.
De estaciones como la de Budapest emana una poes¨ªa particular, una constelaci¨®n de nombres ¡ªen los paneles con los destinos y en los convoyes que llegan y salen¡ª que describen un mundo, una cartograf¨ªa de imperios desvanecidos. Wien, Kosice, Warszawa, Praha, Bucuresti-Nord... El tren a Bucuresti-Nord sale a las 19.10 del and¨¦n 1. Los coches-cama, cuyas plazas se ha agotado, huelen a desinfectante. Entre vag¨®n y vag¨®n, hay carteles con instrucciones para la covid-19. Atravesamos la pusza (la llanura magiar), las mujeres leen en sus asientos, los hombres miran el tel¨¦fono m¨®vil, el revisor lleva la m¨¢scara con la nariz descubierta. Nadie habla. A las nueve est¨¢ oscuro.
Europa son fronteras imperceptibles. Entre Alemania y Austria y Suiza, por ejemplo, se cruzan sin darse cuenta. Pero hay otras bien reales. Fronteras conc¨¦ntricas. Ya hab¨ªamos abandonado la Europa del euro al entrar en Hungr¨ªa desde Austria y ahora, en el puesto fronterizo h¨²ngaro de L?k?sh¨¢za, traspasamos el l¨ªmite de la fortaleza Schengen, la zona de libre circulaci¨®n de personas. Primera frontera dura del trayecto. ¡°?Se puede salir a fumar?¡±, le pide un rumano con un gesto a un polic¨ªa que custodia el tren, mientras otros revisan los pasaportes. El polic¨ªa mueve la cabeza: ¡°No¡±.
El rumano viaja con un colega m¨¢s joven. Ambos trabajaban en la construcci¨®n en Alemania. Hay menos trabajo ahora, explica el joven, que vivi¨® siete a?os en Cerdanyola del Vall¨¨s, cerca de Barcelona. Vuelve unas semanas a su pa¨ªs. ¡°Ad¨¦u¡±, se despedir¨¢ a la ma?ana siguiente al bajar en Brasov, en Transilvania.
Despu¨¦s de la ¨²ltima estaci¨®n de Hungr¨ªa, el tren se detiene en Curtici, primera estaci¨®n en Rumania. ¡°?Puede bajarse la m¨¢scara?¡±, exhorta en ingl¨¦s el pulcro polic¨ªa rumano mientras verifica que el rostro coincide con el del pasaporte. ¡°?Vienen por turismo o por negocios?¡±. Detr¨¢s sube una anciana con unas bolsas en las que va poniendo restos de comida y basura.
La niebla envuelve el paisaje al amanecer, en estas tierras donde se mezclan las lenguas y los pueblos: rumanos, suabos, h¨²ngaros, gitanos. El tren avanza con parsimonia, se detiene en medio del campo o en estaciones remotas. Este es un medio de locomoci¨®n arcaico: a ratos tenemos la impresi¨®n de desplazarnos en un tren inmemorial. Y, a la vez, hipermoderno: los trenes nocturnos, dicen, son el futuro, la alternativa al avi¨®n en las distancias cortas.
En la ciudad de Arad suben dos chicos cargados con ramas. ¡°Me llaman Oso¡±, dice uno de ellos, alto y corpulento, melenudo y barbudo, tatuajes con runas islandesas y s¨ªmbolos de los nativos americanos en las piernas y los brazos.
Oso (ursu, en rumano) se llama Tudor Teodoresc, es estudiante de historia y un apasionado de la m¨²sica folcl¨®rica. Se dirige con su amigo a un campamento de verano en el que aprender¨¢ a fabricar el kaval, instrumento de viento tradicional. Por eso llevan las ramas. ¡°Madera de sa¨²co¡±, aclara.
Por la ventanilla se ve el Moldoveanu. ¡°Una vez sub¨ª a esta monta?a, son 2.540 metros, la m¨¢s alta de Rumania¡±, se?ala Ursu. ¡°?ramos 12 personas. Estuvimos a punto de morir. Las nubes eran negras, hubo tormenta. Por suerte encontramos un refugio¡±. ¡°Me gusta viajar¡±, dice antes de bajar en Brasov. ¡°No s¨¦ quedarme quieto¡±.
Quedan 170 kil¨®metros hasta Bucarest, m¨¢s de dos horas y media. El agua y la comida empiezan a escasear. El vag¨®n se llena. Todos los pasajeros llevan mascarilla, m¨¢s o menos bien puesta. Las conversaciones se animan. Un joven y una mujer discuten a viva voz por si hay que abrir o cerrar una ventana. El sol pega fuerte. El revisor tercia: debe quedar cerrada.
Haider Al-Hilfi, el director de la Escuela Iraqu¨ª de Bucarest, recuerda que tuvo que cerrar el centro el 15 de marzo por las medidas contra el coronavirus. Ahora prepara las pruebas del bachillerato iraqu¨ª, el 9 de agosto, para los alumnos de ¨²ltimo curso. ¡°El Gobierno de Irak nunca acept¨® que pudieran hacerse los ex¨¢menes por Internet. Deb¨ªan ser presenciales¡±, dice.
A las 12.53 ¡ª23 paradas, 830 kil¨®metros, 16 horas y 43 minutos despu¨¦s de dejar Budapest¡ª, entramos en Bucarest. El mar Negro, destino final, se acerca. El trecho que hemos recorrido desde la ciudad belga de Ostende, donde diez d¨ªas antes comenz¨® el viaje, es casi el mismo que nos separa de Bagdad.