Oscuridad a mediod¨ªa
El dilema entre replegarse como forma de protecci¨®n, o abrirse a la solidaridad desde el poder colectivo nos tienen en la incertidumbre
Hace dos semanas llegamos aqu¨ª con mi esposo y mis dos hijos. Aunque estamos a solo un par de horas de Bogot¨¢, cada d¨ªa la siento m¨¢s lejos, as¨ª como la costumbre de pedir la cuenta tres veces al mesero, no sea que lleguemos tarde a una reuni¨®n. Eso tan cotidiano entonces, ahora me resulta remoto.
La rutina de las ma?anas, despertarme antes de las seis, alistar a m¨ª ni?a para la escuela, darle una tostada que sol¨ªa comerse en el ascensor justo a la llegada del bus a las 6.24. Luego despertar al peque?o, darle el desayuno, prepararle la lonchera, llevarlo al jard¨ªn infantil, y a las 9.00...
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Hace dos semanas llegamos aqu¨ª con mi esposo y mis dos hijos. Aunque estamos a solo un par de horas de Bogot¨¢, cada d¨ªa la siento m¨¢s lejos, as¨ª como la costumbre de pedir la cuenta tres veces al mesero, no sea que lleguemos tarde a una reuni¨®n. Eso tan cotidiano entonces, ahora me resulta remoto.
La rutina de las ma?anas, despertarme antes de las seis, alistar a m¨ª ni?a para la escuela, darle una tostada que sol¨ªa comerse en el ascensor justo a la llegada del bus a las 6.24. Luego despertar al peque?o, darle el desayuno, prepararle la lonchera, llevarlo al jard¨ªn infantil, y a las 9.00 comenzar el d¨ªa, no sin cierta fatiga. Todo eso ahora parece una ilusi¨®n.
Nacer en uno de los pa¨ªses m¨¢s desiguales del mundo, tener dinero en el banco y comida en la nevera, nos convierte en privilegiados. Y esas diferencias son mucho m¨¢s notorias ahora, por cuenta de la crisis que resalta la disparidad.
Nuestra precaria realidad suele tener otras tonalidades. La vida desenfrenada, el empuje y la garra que nacen de la necesidad, hacen que uno quiera a su terru?o y admire a su gente por su tes¨®n.
Sin embargo hoy, a pesar de ser mediod¨ªa, el centro de Bogot¨¢ est¨¢ vac¨ªo. No hay apuestas de carreras de cuyes, no hay quien alquile su sombrilla para cruzar la avenida en medio del aguacero, tampoco est¨¢ la se?ora a quien le compro cigarrillos por unidad. Todos se han ido. Y a los que no se han ido, se los lleva la polic¨ªa, tal como lo veo en la tele.
Muestran im¨¢genes de Soacha, una de las zonas m¨¢s deprimidas a las afueras de la capital. La gente ha comenzado a amarrar trapos rojos a las ventanas para pedir auxilio. No tienen comida, o est¨¢n por perder la pieza donde duermen por no haber podido pagar el arriendo. El gobierno gira ayudas para cuatro millones de familias. Pero hay muchos m¨¢s en problemas. Los segundos en la fila en esta jerarqu¨ªa de desgracias, quedan en el limbo. Entonces amarran un pa?uelo a su ventana, como un n¨¢ufrago env¨ªa un mensaje en una botella.
Mi hija me pregunta por segunda vez en el d¨ªa cu¨¢ndo vamos a volver. Tiene siete a?os. Intento que no vea las noticias y no le explico m¨¢s de lo necesario. Sin embargo, se ha vuelto obsesiva con el lavado de manos. Entretanto, mi hijo de tres acaricia a los perros vagabundos que pasan cerca.
Los perros lo aman y tambi¨¦n lo lamen mientras ¨¦l les hace mimos y les ofrece un mendrugo de pan. Ella le grita: ¡°?Eres un cochino! ?Se te va a pegar el coronavirus y nos vamos a enfermar todos por tu culpa!¡±
Pienso que esa tensi¨®n entre ellos dos se parece a la del mundo. El dilema entre replegarse como forma de protecci¨®n, o abrirse a la solidaridad desde el poder colectivo nos tienen en la incertidumbre. Mi ¨¢nimo flota como una nube plomiza. Un lado de m¨ª quisiera tomar el carro, llenarlo de comida y largarme a Soacha a buscar trapos rojos, tocar en esas ventanas y ofrecer algo de comida a quienes la necesitan.
El otro, el que act¨²a, ve a la madre detenida que llora en la televisi¨®n diciendo que necesita vender para alimentar a su hijo y entonces, en un acto reflejo, alzo al m¨ªo, lo llevo a casa aunque proteste para lavarle las manos antes de que sea demasiado tarde.
Melba Escobar es escritora colombiana. Su ¨²ltimo libro es La mujer que halaba sola (2019).
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