Bogot¨¢, la ciudad del ruido
Cuatro historias de personas que viven en la capital de Colombia junto a locales comerciales, construcciones, campanas de iglesias y aviones. ?Qu¨¦ los une? No aguantan m¨¢s
Estar en una sala de espera, un bus o un ascensor en Bogot¨¢ es una inmersi¨®n al algoritmo de otras personas. Con sus miradas clavadas en sus tel¨¦fonos celulares, reproducen a todo volumen m¨²sica, audios o videos sin percatarse de lo que tienen alrededor. Pueden durar as¨ª, ensimismados, varios minutos. Pedirles que dejen de hacerlo o usen aud¨ªfonos puede generar molestias y est¨¢ mal visto. Se debe soportar el sonido so pena de ser c...
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Estar en una sala de espera, un bus o un ascensor en Bogot¨¢ es una inmersi¨®n al algoritmo de otras personas. Con sus miradas clavadas en sus tel¨¦fonos celulares, reproducen a todo volumen m¨²sica, audios o videos sin percatarse de lo que tienen alrededor. Pueden durar as¨ª, ensimismados, varios minutos. Pedirles que dejen de hacerlo o usen aud¨ªfonos puede generar molestias y est¨¢ mal visto. Se debe soportar el sonido so pena de ser calificado de intolerante. En ninguno de estos lugares, ni en tantos otros sitios p¨²blicos, hay ¨®rdenes de las autoridades que inviten a disminuir el ruido. El abuso de decibelios forma parte de la cotidianidad.
La concientizaci¨®n sobre la necesidad del respeto por la tranquilidad ajena y las afectaciones del exceso de ruido, sin embargo, ha ido creciendo recientemente. Un proyecto de ley se tramita en el Congreso para convertir las ciudades en zonas m¨¢s silenciosas. EL PA?S convers¨® con cuatro personas que diariamente conviven con el exceso de ruido, en sus distintas manifestaciones.
La casa que vibra
Si alguien se acostaba en la cama del cuarto de hu¨¦spedes sent¨ªa temblar su cuerpo. Tal¨ªa Osorio, la propietaria del lugar, invitaba a todos los visitantes a hacerlo. Quer¨ªa que experimentaran lo que era su d¨ªa a d¨ªa desde hace dos a?os, cuando un restaurante abri¨® en la casa contigua y acomod¨® dos extractores industriales en la parte trasera. Bastaba un minuto sobre el cubrelecho para percibir el movimiento. Iniciaba tenue, parecido a la vibraci¨®n de un celular, y progresivamente aumentaba, acompa?ado de un pitido agudo, hasta volverse insoportable. Despu¨¦s era imposible dejar de sentirlo. Para volver a la normalidad y acabar con el meneo constante en la cabeza y el est¨®mago, no hab¨ªa otra alternativa que salir de la casa.
Tal¨ªa, documentalista de 43 a?os, viv¨ªa all¨ª hace 30. Entonces, el barrio El Nogal, era otro. M¨¢s residencial y con pocos establecimientos comerciales. Ella cambi¨® y creci¨® con el sector. Vio c¨®mo los edificios de apartamentos y oficinas se alzaban sobre lo que antes eran casas familiares, lo que trajo tambi¨¦n la llegada de nuevos negocios. Su casa de dos pisos es una de las pocas que a¨²n se conserva igual desde hace varias d¨¦cadas. ¡°Al enterarnos de que se iba a inaugurar un restaurante al lado, con mi esposo pensamos que ojal¨¢ les fuera bien. Nos gustaba la idea de tener a d¨®nde ir a comer¡±, evoc¨® con una risa que roza el desespero. Las obras comenzaron en julio de 2021, reci¨¦n el primer hijo de la pareja cumpl¨ªa un a?o, y se extendieron hasta febrero del a?o siguiente. Cont¨® que al principio buscaron acercarse a los due?os del restaurante para expresarles su malestar por el ruido generado por la intervenci¨®n de los obreros y que la relaci¨®n fue cordial, aunque nunca se materializ¨® ning¨²n cambio.
Talia record¨® que la apertura del restaurante al p¨²blico empeor¨® la situaci¨®n, entre otras cosas porque coincidi¨® con los meses finales de su segundo embarazo. Tuvo que irse para estar en calma las semanas finales y los primeros meses del beb¨¦. Al regreso volc¨® sus esfuerzos en presentar querellas ante la Polic¨ªa y la Alcald¨ªa, as¨ª como reunir firmas entre los vecinos del sector. Su hijo mayor, de tres a?os, empez¨® a sufrir de insomnio. Los m¨¦dicos dijeron que los posibles causantes eran el ruido y la vibraci¨®n. Tal¨ªa tuvo que reorganizar los espacios, dejando casi que deshabitadas dos terceras partes de la casa, e inscribirlo en la mayor cantidad de actividades extracurriculares. ¡°Si creyeron que nadie se iba a quejar, por lo tedioso que puede ser, se equivocaron. Yo hago pel¨ªculas y s¨¦ lo pedregoso que son esos tr¨¢mites¡±, asever¨®.
Sin embargo, dos d¨ªas antes de la publicaci¨®n de este reportaje, Tal¨ªa se fue de la casa. Por WhatsApp comparte fotograf¨ªas de la mudanza y su nuevo vecindario: ¡°Somos desplazados por el ruido. Las autoridades no hacen lo que deben, estamos desprotegidos y solos¡±.
Un vecino inc¨®modo
M¨¢s de una vez, Luis Serrada, de 30 a?os, se asom¨® al balc¨®n y grit¨® a los trabajadores de la obra. Estaba contagiado de la desesperaci¨®n de sus vecinos, que hac¨ªan lo mismo desde hace meses. No ten¨ªa m¨¢s paciencia. Mudarse con su novia a un apartamento en el barrio El Virrey, a 800 metros del exclusivo centro comercial Andino, se convirti¨® en una experiencia inc¨®moda. Cuesta imaginarlo, especialmente por el tono y la tranquilidad con los que se expresa, pero dice que durante esa etapa de su vida fue otro, ¡°un sujeto malgeniado, irritado¡±. Al costado oriental de la edificaci¨®n de siete plantas en la que viv¨ªa hasta octubre pasado se est¨¢ construyendo otro edificio residencial, seg¨²n indican las vallas que rodean el terreno. Sin esa publicidad, no habr¨ªa forma de saberlo porque desde afuera, sobre la calle, no se divisa ning¨²n avance. ¡°Nosotros llegamos en diciembre de 2022. Las obras aqu¨ª al lado, por esa ¨¦poca, llevaban alrededor de tres meses. Estaba justo como ahora cuando nos fuimos, sin siquiera el primer piso¡±, asegura Luis.
Las quejas presentadas a la inmobiliaria que le arrend¨® el apartamento y la petici¨®n colectiva que firm¨® con los vecinos fueron los ¨²ltimos recursos. Antes, por su cuenta, intent¨® insonorizar el apartamento instalando espuma en las ventanas y rejillas de ventilaci¨®n. No funcion¨®. Las gr¨²as y excavadoras sonaban desde temprano hasta tarde, despidi¨¦ndose cuando part¨ªa a su trabajo como agente aduanero y d¨¢ndole la bienvenida tras la jornada laboral. El estr¨¦s oblig¨® a Luis a modificar sus horarios, pasando horas de m¨¢s en su oficina y posponiendo su regreso lo m¨¢ximo posible.¡± Lleg¨® un punto en el que prefer¨ªamos pasar m¨¢s tiempo afuera, evitando nuestro hogar, buscando cualquier excusa para no soportar el ruido¡±, reconoce.
Varios avisos en los que se lee ¡°se arrienda¡± adornan las ventanas del edificio. Luis hace parte del grupo de los que prefirieron irse. Luego de evaluar distintas alternativas y consultar abogados, en octubre del a?o pasado opt¨® por pagar una multa y rescindir el contrato de arrendamiento. Lo que se pens¨® como un hogar temporal por dos a?os, mientras finaliza la construcci¨®n del apartamento que compr¨® con su novia sobre planos, lo fue s¨®lo por diez meses. Tuvo que ajustar sus finanzas ¡ªla inflaci¨®n increment¨® el precio de los arriendos¡ª y buscar otro lugar para vivir, cerca de diez cuadras m¨¢s al norte. Dice que el cambio es notable, que vive ¡°much¨ªsimo mejor¡±. Justo entonces, detr¨¢s suyo, en el que sol¨ªa ser su edificio, uno de sus antiguos vecinos se asoma y mira con frustraci¨®n la obra, las m¨¢quinas y los obreros.
Las campanas
La vista del apartamento de Juli Salamanca, comunicadora y activista trans de 30 a?os, parece una postal europea. Desde su sala y balc¨®n, en un s¨¦ptimo piso del tradicional barrio de Chapinero, se ven las torres de la parroquia Nuestra Se?ora de Chiquinquir¨¢, una iglesia de fachada g¨®tica que se inaugur¨® hace 75 a?os y pertenece a los frailes dominicos. M¨¢s al fondo, el cielo azul y despejado. Como todos los d¨ªas h¨¢biles a las seis de la ma?ana, ella ya est¨¢ vestida, maquillada, prepar¨¢ndose caf¨¦ y sirviendo el concentrado a sus mascotas, dos gatos adoptados y un perro. Abajo, en la calle, se arma un barullo. Decenas de j¨®venes bajan en la estaci¨®n de TransMilenio cercana, compran cigarrillos y conversan de camino a clase. A la vuelta de la esquina est¨¢ una de las sedes de la Universidad Santo Tom¨¢s, tambi¨¦n propiedad de los dominicos. Cruzando la acera, una cuadra entera de bares y discotecas cerrados hace unas pocas horas y que encuentran en los estudiantes a sus clientes predilectos. ¡°Yo soy ruidosa. Me he criado en lugares con mucha bulla. Nunca me hab¨ªa quejado hasta que llegu¨¦ aqu¨ª. Este ruido me quita el sue?o¡±, afirma Juli, quien no se refiere al alto volumen de la m¨²sica, ni a los cantos de los borrachos.
Levanta las cejas y con un gesto apunta al horizonte. El reloj marca las seis y cincuenta. Las campanas de la iglesia no se ven, pero por los pr¨®ximos tres minutos ser¨¢ imposible ignorarlas. Cuando parece que van a dejar de sonar, solo cambia el patr¨®n de la resonancia. Ensordecen, a pesar de que las ventanas son termoac¨²sticas. Y as¨ª, con la misma fuerza, varias veces al d¨ªa. ¡°Por mi trabajo tengo que reunirme virtualmente con gente. Es imposible hablar o escuchar as¨ª me ponga aud¨ªfonos¡±, reprocha Juli. Agrega, con evidente resignaci¨®n, que el asunto tiene soluci¨®n, que interpondr¨¢ los reclamos pertinentes y que, en caso de que no cese la perturbaci¨®n, presentar¨¢ una tutela. Est¨¢ convencida. Lo decidi¨® hace seis meses, reci¨¦n mudada al apartamento y con sus maletas a¨²n sin desempacar, en la primera ma?ana que la despertaron los campanazos. A su favor, se?ala, hay respaldos legales, como varias sentencias de la Corte Constitucional, que desde hace m¨¢s de dos d¨¦cadas ha advertido que el exceso de ruido de las congregaciones religiosas es ¡°un ejercicio abusivo¡± para sus vecinos. ¡°Mi descontento es con el ruido. Yo no tengo ning¨²n l¨ªo con que la gente vaya a misa¡±.
Un despertador inusual
¡°Ya va a pasar uno, creo que es el que va para la costa¡±, comenta Claudia Almanza, psic¨®loga de 58 a?os, apenas abre la puerta de su casa en el barrio Niza, en el noroccidente de la ciudad. Son las cinco y media de la ma?ana, la temperatura es de tres grados cent¨ªgrados y ella, con ojeras que delatan las pocas horas de sue?o que lleva encima, enfatiza que preferir¨ªa estar entre sus s¨¢banas descansando. Todav¨ªa falta un par de horas para que comience su trabajo. Se acost¨® a la media noche y despert¨® hace 30 minutos. Esa es su rutina sin excepci¨®n desde hace casi una d¨¦cada, cuando la nueva terminal del aeropuerto El Dorado, el m¨¢s grande del pa¨ªs, inici¨® su actividad y decenas de aviones sobrevuelan desde entonces a baja altitud sobre esa zona de Bogot¨¢. ¡°El aumento de vuelos deterior¨® la calidad de vida. Me provoca irme y poder descansar en paz¡±, reclama. La Aeron¨¢utica Civil, la m¨¢xima autoridad estatal en temas de aviaci¨®n, estima que entre marzo y octubre de este a?o la terminal a¨¦rea mantendr¨¢ una frecuencia de 74 operaciones por hora (30 llegadas y 40 salidas). El n¨²mero podr¨ªa crecer si la entidad tiene ¨¦xito en su plan de impulsar los aeropuertos ¡°con gran potencial tur¨ªstico¡±, entre los que est¨¢ el de la capital colombiana.
En su celular, Claudia tiene descargada la aplicaci¨®n Flightradar24, que permite ver en tiempo real el trayecto de aeronaves comerciales. No obstante, de un tiempo para ac¨¢ se aprendi¨® los horarios y puede recitarlos de memoria. Un vuelo de la aerol¨ªnea Latam sali¨® hace pocos minutos con destino a Barranquilla y se aproxima a su ubicaci¨®n. Ella le sigue el rastro y lo se?ala con su dedo ¨ªndice en la pantalla. Su casa, pese a estar a 14 kil¨®metros al norte de El Dorado, por un momento pareciera que colinda con la pista de despegue. Tan pronto el avi¨®n pasa, el ruido es atronador. ¡°?S¨ª ve que suenan dur¨ªsimo?¡±, pregunta en tono de queja. Afuera de la casa, el sonido es m¨¢s fuerte aunque los aviones no se ven. Despu¨¦s del tercero, Claudia se tapa los o¨ªdos. Un otorrinolaring¨®logo le diagnostic¨® tinnitus, una especie de timbre en los o¨ªdos, y ella se lo atribuye a las aeronaves. ¡°Me tendr¨¦ que ir¡±.
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