El azar de las palabras
Ella le¨ªa sin que nadie le hubiera impuesto el manual de los elementos qu¨ªmicos. Lo le¨ªa libre de cualquier imperativo externo
La encontr¨¦ sentada sobre el c¨¦sped, cerca del monumento a Sim¨®n Bol¨ªvar, tan majestuoso como el h¨¦roe de la independencia sudamericana que lo homenajea en una plaza de Buenos Aires. Muy morocha y flaquita, cubierta con los restos de algo que hab¨ªa sido un vestido floreado. Estaba leyendo, l¨¢piz en mano, un libro amarillento, con las sueltas hojas gastadas. Soy indiscreta y me qued¨¦ mir¨¢ndola.
Cuando levant¨® la vista, no porque yo la hubiera molestado sino porque quiz¨¢ se hab¨ªa abierto la ocasi¨®n de conversar un poco, le pregunt¨¦ qu¨¦ estaba leyendo. Junto con la pregunta, le ofrec¨ª una de las tortitas de panader¨ªa que llevaba en mi bolso. Con agradecida distancia, eligi¨® una y dijo: ¡°Me la quedo para despu¨¦s, porque acabo de tomar la merienda en el albergue¡±.
Me sent¨ª autorizada a un trueque y le pregunt¨¦ qu¨¦ estaba leyendo. Me corrigi¨®: ¡°No estoy leyendo, estoy estudiando un libro sobre los elementos qu¨ªmicos¡±. La respuesta no era sorprendente, porque la gente que vive en la calle, como a todas luces viv¨ªa mi interlocutora, lee lo que encuentra por all¨ª, ya que la pobreza impone algo as¨ª como una curiosidad por lo que venga, como tambi¨¦n es mi curiosidad cuando hablo con desconocidos que me sacan de un disciplinado sistema de interlocutores. Su r¨¦gimen de lecturas es azaroso como el de una biblioteca sin ficheros. Casi podr¨ªa decirse que es tan azaroso como sus comidas. Estas diferencias los convierten en aficionados abiertos a todo, dispuestos a probar lo que ofrece la casualidad. Una vez encontr¨¦, en el metro, a un lector de Sarmiento. Me dijo que hab¨ªa encontrado varios tomos de las Obras Completas, olvidados en la acera por un cami¨®n de mudanzas. Estaba contento porque ten¨ªa lectura para rato.
Sin embargo, el manual sobre los elementos qu¨ªmicos, de entrada, me pareci¨® una lectura dif¨ªcil, ardua, casi inveros¨ªmil. Seguimos conversando sobre las diferentes valencias de los elementos que regulan sus posibilidades combinatorias. Yo recordaba vagamente lo que hab¨ªa aprendido, d¨¦cadas atr¨¢s, en la escuela secundaria. Mi interlocutora, en cambio, era precisa en sus explicaciones, porque le¨ªa sin que nadie le hubiera impuesto el manual de los elementos qu¨ªmicos. Lo le¨ªa libre de cualquier imperativo externo.
Le pregunt¨¦ despu¨¦s, cuando se hubo acabado mi capacidad de seguir un di¨¢logo sobre los elementos qu¨ªmicos, si hab¨ªa un libro o muchos libros que deseaba leer. Me mir¨® asombrada. Ella no sent¨ªa ese deseo incumplible, ni ten¨ªa un plan de lecturas como los que muchos elaboramos en nuestra adolescencia. Su lectura estaba gobernada por el azar. Me dijo que, antes de los elementos qu¨ªmicos, se hab¨ªa aprendido un atlas y, antes del atlas, un divertido tomo de El Tesoro de la Juventud, colecci¨®n que estaba muy de moda en mi infancia, y donde vi, sin saber lo que estaba viendo, las primeras ilustraciones art nouveau y dibujos que hoy me inclino a atribuir a Aubrey Beardsley.
Como me pareci¨® inevitable, le ofrec¨ª regalarle un libro. All¨ª me di cuenta de mi error. A la lectora del libro sobre elementos qu¨ªmicos no se le hab¨ªa pasado por la cabeza un libro en particular. Su r¨¦gimen era el encuentro, no la selecci¨®n de t¨ªtulos. Insist¨ª, de todas formas, y caminamos hacia los puestos de una feria de segunda mano que est¨¢ sobre la misma plaza del monumento a Bol¨ªvar donde hab¨ªa encontrado a mi interlocutora.
Miramos las pilas, los lomos y las tapas de mucho de lo que se ofertaba en la feria, donde habitualmente conviven todos los autores, g¨¦neros y estilos. Yo no quer¨ªa forzarla en ninguna direcci¨®n, ni sugerirle nada. Dio vueltas, sin apresurarse. Y finalmente eligi¨® una novela de Stefan Zweig que hab¨ªa sido best seller en los a?os cincuenta. Invadida por la nostalgia, no pude evitar decirle que ese libro y ese autor fueron lecturas predilectas de una t¨ªa. Me mir¨® sin interesarse por la bibliofilia de mi t¨ªa, ya que esos datos evidentemente nos interesan a quienes, cuando ¨¦ramos ni?os, hemos visto que los adultos hablaban de libros, se los prestaban y regalaban. Ella no hab¨ªa tenido una t¨ªa que leyera a Zweig ni a Vicki Baum. Nadie le hab¨ªa le¨ªdo un cap¨ªtulo de Tom Sawyer a la noche. Nadie le hab¨ªa regalado Mujercitas para su cumplea?os.
Todo el amable di¨¢logo era una secuencia de malentendidos provocados por la diferencia de nuestras biograf¨ªas. Yo deb¨ªa haberlo previsto. Pero lo mejor vino al final. De uno de los puestos de libros, sac¨® una edici¨®n de la Odisea. Estuve por aconsejarle que eligiera otra cosa. Por suerte, ella se me adelant¨®: ¡°Yo s¨¦ que deber¨ªa haber le¨ªdo la Odisea antes, para enterarme de d¨®nde nos viene la idea de decir que un tr¨¢mite es tan largo y dif¨ªcil como una odisea. Ahora voy a saberlo¡±.
Habr¨ªa debido decirle que lo largo y dif¨ªcil era el camino que ella hab¨ªa recorrido, sentada en la calle, leyendo lo que el azar ordenara. Pero me pareci¨® una despedida demasiado edificante, que yo no le dedicaba a mi nueva amiga sino a mi mala conciencia de haber tenido siempre libros y bibliotecas a dos pasos, desde mucho antes de hacerme la pregunta ?de d¨®nde vienen los libros?
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