¡®Mu?oz se va a la guerra¡¯: un cuento in¨¦dito de Javier Reverte
¡®Babelia¡¯ adelanta uno de los relatos que componen ¡®Cuentos de trinchera y retaguardia¡¯, libro p¨®stumo del periodista y escritor recientemente fallecido, que llega este lunes a las librer¨ªas
Cuando fue creada la l¨ªnea, el tranv¨ªa n¨²mero 2 de Madrid iniciaba su recorrido en las alturas del barrio de Salamanca y llegaba hasta el de Arg¨¹elles. Pero a finales del oto?o de 1936, su ruta, aun siendo la misma, ten¨ªa un sentido distinto, pues arrancaba en territorios de relativa paz, en la ciudad empe?ada en conservar la normalidad, y se deten¨ªa en la frontera misma de la guerra, all¨ª en donde resonaba el bramido de los ca?ones.
Durante los ¨²ltimos meses del a?o, las estaciones tranviarias de la orilla derecha del Manzanares iban siendo clausuradas por la proximidad de los combates. Al tiempo, los bombardeos rebeldes dejaban inutilizados muchos de los tendidos de la ribera izquierda, despanzurrando decenas de vagones y arrancado de la tierra los tendidos de v¨ªas. Entre el Cerro de los ?ngeles y la Ciudad Universitaria, una suerte de semic¨ªrculo de fuego hab¨ªa da?ado seriamente los barrios de Usera y el Alto de Extremadura, malherido los pueblos de Legan¨¦s y los Carabancheles, y todav¨ªa con mayor virulencia castigado la Casa de Campo, el Puente de los Franceses y la carretera del Pardo.
Pero en el interior de Madrid, los veh¨ªculos de la l¨ªnea 2 segu¨ªan funcionando, como heroicos y tenaces luchadores en la tarea de defender la ciudad y mantenerla viva. Casi todos ellos eran conducidos por mujeres, ante la creciente cantidad de hombres que reclamaban los frentes para la lucha.
Jacinto Mu?oz ten¨ªa treinta a?os y era un usuario cotidiano del 2 desde que comenz¨® la guerra. Viv¨ªa con su madre viuda en un piso interior de la calle del General D¨ªaz Porlier y trabajaba en el departamento de venta de sellos de una oficina de Correos cercana a su casa. Nadie le llamaba por su nombre de pila, salvo su madre, sino Mu?oz a secas, y era un hombre ap¨¢tico y tranquilo, poco amigo de emociones desmesuradas, que no alentaba otro sue?o que el de verse un d¨ªa agraciado por el gordo de la loter¨ªa de los ciegos y trabajar lo menos posible. De modo que la compra del d¨¦cimo del sorteo semanal constitu¨ªa su ¨²nico gasto notable, aparte de unos pocos chatos de vino que tomaba los s¨¢bados y domingos con un grupo de amigos, durante las partidas de domin¨®, en la taberna de la esquina cercana a su portal, el bar ?Juanito?.
No se le conoc¨ªa novia y ni siquiera amante. De cuando en cuando, cumpl¨ªa discretamente con las exigencias de la carne, alej¨¢ndose del barrio y alquilando los servicios de una meretriz en los callejones pr¨®ximos a la Gran V¨ªa, all¨¢ por los alrededores de la Red de San Luis. La idea de casarse alg¨²n d¨ªa se le hac¨ªa tan extra?a como a un caracol el atletismo. Y carec¨ªa de pasiones pol¨ªticas, aunque le gustaban el sonido y el significado de la palabra libertad. Por esa raz¨®n, y no por otra, hab¨ªa votado a la izquierda en las elecciones que, en febrero de 1936, dieron el triunfo a Frente Popular. Y acudi¨® a la Puerta del Sol aquel d¨ªa de victoria a airear una bandera republicana, subido a la caja de una camioneta que daba vueltas sin parar a la plaza, atestada de hombres exaltados.
Cuando estall¨® la guerra y las tropas franquistas se dirig¨ªan hacia Madrid, empujando con br¨ªo desde el oeste, Mu?oz consigui¨® eludir la llamada a filas gracias a un amigo que formaba parte de los cuadros de la Junta de Defensa de la ciudad, quien logr¨® que le asignaran un lugar en las trincheras de la calle de Princesa, cerca de la c¨¢rcel Modelo. All¨ª cumpl¨ªa servicio todas las ma?anas de 9 a 13 horas, pudiendo seguir por la tarde con la venta de sellos, sin merma de su salario. A cambio, s¨®lo tuvo que afiliarse a la UGT, el sindicato socialista.
Le entregaron una vieja escopeta de caza de dos ca?ones y munici¨®n de posta, adem¨¢s de una gorra cuartelera, un pa?uelo de cuello rojo, un mono azul, botas de goma y una gruesa pelliza de lana verde. En cierta manera, se convirti¨® en lo que, m¨¢s tarde, los madrile?os conocer¨ªan como un ?emboscado?.
Todos los d¨ªas viajaba en el tranv¨ªa n¨²mero 2 desde su casa en el barrio de Salamanca hasta el de Arg¨¹elles, ya en las cercan¨ªas del peque?o fort¨ªn alzado con adoquines que constitu¨ªa uno de los puestos en las l¨ªneas defensivas de ugetistas.
***
Le gustaba acomodarse en la plataforma delantera, lo m¨¢s cercano posible al conductor, que casi siempre era una mujer joven. Seg¨²n avanzaba el conflicto, sin que los rebeldes lograran entrar en Madrid ni los lealistas levantar el asedio, Mu?oz se acostumbr¨® a viajar casi a diario con Juanita a los mandos del vetusto veh¨ªculo, una muchacha de peque?a estatura, regordeta, rubia y dotada de brusco desparpajo y de un humor castizo. A ella le divert¨ªa ejercer de capitana de aquella suerte de nave perdida que transitaba entre la paz y la guerra. Y Mu?oz, sin darse cuenta muy precisa de lo que le suced¨ªa, se iba enamorando de ella.
Los tranv¨ªas de aquel Madrid amenazado por las bombas, iban llenos durante todo el d¨ªa. Y con un pasaje variopinto. A primeras horas de la ma?ana, los escolares que acud¨ªan a los colegios de las calles vecinas a Diego de Le¨®n se mezclaban con obreros y oficinistas. Y entre ellos, se acomodaban malamente, camino de las trincheras, numerosos milicianos ataviados con uniformes diversos: negros los monos de los anarquistas; azul oscuro los de los socialistas y comunistas. Los fusiles bailaban en sus hombros y muchos luc¨ªan pistolones en el cinto. Abundaban los gorros cuarteleros, pero tambi¨¦n brillaba el metal de muchos cascos.
En los viajes de regreso, el tranv¨ªa marchaba cansino ciudad arriba, lleno de evacuados, familias enteras que hu¨ªan de los barrios pr¨®ximos al frente hacia el interior de la urbe, cargando con ellas todas las pertenencias que eran capaces de transportar. El de Salamanca era el distrito m¨¢s seguro de la ciudad sitiada, pues en la zona abundaban las embajadas y las viviendas de muchos madrile?os ricos y el mando franquista no quer¨ªa da?arlas.
Desde que comenz¨® la guerra, el billete para un recorrido hab¨ªa dejado de costar 15 c¨¦ntimos y pasado a 25, valor que se conoc¨ªa como un ?real?. Pero casi nadie pagaba el transporte y los conductores no se molestaban en intentar cobrarlo. Los pasajeros llenaban el interior de los coches, que se hab¨ªan vaciado de asientos para ganar espacio, y a menudo, en el exterior, no eran pocos los que viajaban colgados de las ventanillas. Los menores se sentaban sobre los parachoques traseros, desafiando el fr¨ªo, si es que no ca¨ªan la lluvia o la nieve. Cuando luc¨ªa le sol, cantaban al conductor, gamberreando, como si aquellos fueran tiempos de paz:
?En la trasera, un chico lleva¡?
El primer d¨ªa que Mu?oz vio a Juanita gobernar el veh¨ªculo mediaba noviembre. Ella iba cantando las paradas y, en cada una de ellas, accionaba los frenos con vigor, levantando un clamor de herrajes y un griter¨ªo de aceros que her¨ªan los dientes.
¡ª?Torrijos con la calle de Lista!, ?Torrijos con Lista! ?Pasen atr¨¢s, jol¨ªn! ¡ªordenaba terminante¡ª. ?Dejad sitio para todos!
¡ªMira que eres mandona¡ ¡ªdijo Mu?oz, sonriendo.
¡ª?Y a ti qu¨¦ te importa?
¡ªLo dec¨ªa por decir, perdona.
¡ªNo hay otra manera de sujetar a este caballo loco en que convierten el tranv¨ªa ¡ªrespondi¨® ella.
Le mir¨® antes de arrancar.
¡ª?Y t¨²?, ?ad¨®nde vas con esa facha? Pareces sacado de un ¨¢lbum de recortables.
¡ªVoy a la guerra¡, all¨ª abajo, en Arg¨¹elles.
¡ªYa. La ¨²ltima parada y, luego, el infierno. ?Has matado a alguien?
¡ªNo creo. Y no me gustar¨ªa. La mayor¨ªa de las veces disparo al tunt¨²n, sin apuntar. Asomar la jeta fuera del parapeto es peligroso.
¡ª?Ni siquiera te apetece liquidar a un moro de los que se ha tra¨ªdo Franco de Tetu¨¢n? Dicen que violan a las mujeres, que castran a los prisioneros y que cortan las orejas de los muertos republicanos.
¡ªNo tengo ganas de quitarle la vida a nadie, ni siquiera a uno de esos salvajes.
¡ªAs¨ª no vas camino de h¨¦roe.
¡ªEstoy en la lucha en todo caso.
¡ª?Y qui¨¦n crees que va a ganar?
¡ªNosotros, supongo. Somos la legalidad, ?no?
¡ªNunca he o¨ªdo que las guerras se ganen por tener raz¨®n.
Pis¨® el freno Juanita y volvi¨® la cabeza:
¡ª?Torrijos, esquina con Padilla!
Bajaron unos cuantos pasajeros y subi¨® un tropel de gente.
¡ªEste cascajo va a reventar cualquier d¨ªa ¡ªdijo la muchacha¡ª. ?Pasad atr¨¢s, jol¨ªn, que hay sitio!
¡ª?Caray, lo que mandas! ¡ªexclam¨® Mu?oz¡ª. Deber¨ªas estar en las trincheras y yo en el tranv¨ªa.
¡ªYa me gustar¨ªa: yo s¨ª querr¨ªa matar moros.
***
La vida en el frente madrile?o resultaba muy rutinaria tras los primeros ataques fracasados de noviembre por parte de las tropas sublevadas. La secci¨®n en que se integraba Mu?oz y otras de parecido jaez se reun¨ªan a las nueve en las defensas que daban al Parque del Oeste, cerca de la c¨¢rcel Modelo, relevando a las que cumpl¨ªan el turno de noche. Por lo general, soportaban un fr¨ªo atroz y, a menudo, lluvia o aguanieve. Pero los tiroteos entre adversarios eran cada vez menos frecuentes.
A veces, no obstante, se produc¨ªan intercambios de disparos con las fuerzas rebeldes instaladas en el vecino Hospital Cl¨ªnico, una posici¨®n conquistada por el enemigo al principio del ataque sobre Madrid y que era como una suerte de cu?a hincada en el oeste de la ciudad. Tambi¨¦n desde all¨ª y desde la Casa de Campo, llegaban los obuses lanzados por la artiller¨ªa franquista. Y con mucha frecuencia, volaban sobre ellos las escuadrillas de aviones italianos y alemanes que machacaban a bombazos las calles de Madrid, en particular la Gran V¨ªa.
A las doce, era la hora de cantar. Y lo hac¨ªan con gran grita, usando meg¨¢fonos, para que el enemigo pudiese escucharlos:
?Por la Casa de Campo, por la Casa de Campo
y el Manzanares y el Manzanares,
quieren pasar los moros,
quieren pasar los moros,
mamita m¨ªa, no pasa nadie,
no pasa nadie¡?.
Despu¨¦s, todas las voces se un¨ªan en un ¨²nico clamor:
??No pasar¨¢n!, ?no pasar¨¢n!, ?no pasar¨¢n!?
***
En abril del 37, la Rep¨²blica prepar¨® un gran contraataque sobre el cerro de Garabitas, en la Casa de Campo, desde donde llegaban una buena parte de los bombardeos de la artiller¨ªa rebelde que castigaban el centro de Madrid. Un numeroso contingente de tropas se concentr¨® en varias zonas del barrio de Arg¨¹elles y, el d¨ªa 8, a Mu?oz y sus compa?eros les suspendieron los permisos de pernocta en sus domicilios. Aunque no iban a participar en la ofensiva, les fueron asignadas varias funciones de apoyo desde la retaguardia. Se fij¨® la fecha de la madrugada del d¨ªa 10 para el inicio de la ofensiva.
El 9 por la tarde, diversos dirigentes de los partidos pol¨ªticos y de la Junta de Defensa de la ciudad acudieron al frente para presidir un desfile de tropas. Varios de ellos dirigieron discursos a los soldados, en su mayor¨ªa miembros de las milicias y de las Brigadas Internacionales. Mu?oz se sent¨ªa electrizado ante la fuerza que emanaba la Pasionaria, toda ella vestida de negro, la barbilla alzada, el gesto determinado cuando se dirig¨ªa a los combatientes:
¡ªY pensad siempre que, mientras defend¨¦is la Rep¨²blica, est¨¢is luchando, no s¨®lo por la revoluci¨®n del proletariado de todas las naciones, sino por la dignidad de todos los hombres y las mujeres del mundo. ?Viva la Rep¨²blica!
¡ª?Viva! ¡ªrespondieron los combatientes en un rugido colectivo.
¡ª?No pasar¨¢n! ¡ªa?adi¨® ella.
Y Mu?oz, embargado por la emoci¨®n, uni¨® su voz a la de los otros repitiendo el grito:
¡ª?No pasar¨¢n!, ?no pasar¨¢n!, ?no pasar¨¢n!
Desfil¨® con paso desma?ado junto a sus compa?eros ante la Pasionaria y los otros l¨ªderes. Y alz¨® el pu?o izquierdo cerrado al pasar ante las banderas de la Rep¨²blica y de los partidos pol¨ªticos.
***
La ofensiva fracas¨® y el bando lealista fue incapaz de tomar el cerro. El 14 de abril, en el sexto aniversario de la proclamaci¨®n de la II Rep¨²blica, sus tropas recibieron la orden de retirada, dejando centenares de muertos en las faldas de la colina. En esta ocasi¨®n, nadie habl¨® de celebrar desfiles ni acudieron los dirigentes civiles a pronunciar encendidas proclamas a los soldados vencidos.
Al d¨ªa siguiente, el 15, Mu?oz fue relevado de servicio durante dos jornadas. Hubo de esperar un par de horas la llegada del tranv¨ªa que lo llevar¨ªa a casa. Pero tuvo suerte y tom¨® plaza en el que conduc¨ªa Juanita. Se acomod¨® junto a ella abri¨¦ndose paso entre milicianos, evacuados y paisanos de edad avanzada.
¡ª?Estuviste en los combates? ¡ªpregunt¨® ella.
¡ªEn lo m¨¢s crudo ¡ªminti¨® con ¨¢nimo de impresionarla¡ª. Pero tuve suerte: muchos han muerto o han ca¨ªdo heridos.
¡ªOs dieron pa¡¯l pelo.
¡ªEstaban mejor armados.
¡ª?Te has cargado a alguno?:
¡ªEn las batallas es dif¨ªcil ver nada: vas a ciegas.
¡ªPues bien que disteis con el camino de vuelta, corriendo cuesta abajo¡
¡ªHicimos lo que pudimos.
¡ªPocas medallas os van a dar como sig¨¢is as¨ª.
¡ªMe hubiera gustado verte all¨ª.
¡ªTe habr¨ªa cambiado el sitio, no tengas dudas. Pero t¨² no sabes conducir tranv¨ªas.
¡ªNi t¨² disparar.
¡ªP¨®nme un moro como blanco y ya ver¨¢s si atino.
***
Transcurrieron las semanas, los meses, m¨¢s de un a?o¡ y la ciudad se hund¨ªa en el des¨¢nimo. Juanita y Mu?oz comenzaron a salir juntos cuando coincid¨ªan sus libranzas, o las tardes en que ella no operaba con el tranv¨ªa, despu¨¦s de que se cerrara la oficina de correos en donde ¨¦l trabajaba. Mu?oz ya no jugaba al domin¨® por falta de parroquianos y el bar Juanito hab¨ªa cerrado sus puertas. Se hicieron pronto novios y, a menudo, hablaban de casarse cuando terminase la guerra.
Por lo general, los d¨ªas m¨¢s tranquilos para los milicianos eran los viernes, la festividad semanal de los musulmanes, el d¨ªa en que los marroqu¨ªes mercenarios de Franco sol¨ªan dejar de darle al gatillo. En cambio, los Junkers alemanes y los Saboyas italianos ¡ªlos llamados ?moscardones? y ?caproni? por la gente de la ciudad¡ª no distingu¨ªan de fiestas y un bombardeo pod¨ªa sorprender a los madrile?os a cualquier hora de cualquier d¨ªa. Pero los obuses eran ya tambi¨¦n parte de la rutina de la capital espa?ola y los ciudadanos parec¨ªan no tomarse las cosas muy dram¨¢ticamente. Una copla se hab¨ªa hecho muy popular y pod¨ªa escucharse en la radio varias veces cada ma?ana y tarde:
?Madrid, qu¨¦ bien resistes,
mamita m¨ªa, los bombardeos.
De las bombas se r¨ªen, mamita m¨ªa,
los madrile?os¡?.
Pero la guerra avanzaba y la derrota de la Rep¨²blica se hac¨ªa cada vez m¨¢s previsible. Sus ej¨¦rcitos sufrieron un duro rev¨¦s en la batalla del Ebro, librada en el verano y el oto?o de 1938, y ya no pudieron recuperar su fuerza militar. Barcelona cay¨® en manos franquistas el 26 de enero de 1939, tres d¨ªas despu¨¦s de que el gobierno abandonara la ciudad para trasladarse a Figueras y, poco despu¨¦s, a Francia.
Madrid se qued¨® solo.
***
Juanita y Mu?oz paseaban por el Retiro la tarde de la jornada siguiente a la rendici¨®n de Barcelona. El cielo parec¨ªa haberse congelado y la tristeza del mundo se retrataba en los ¨¢rboles de troncos oscuros y ramas vac¨ªas de hojas. Hab¨ªa muy poca gente caminando entre los jardines y bosquecillos del gran parque madrile?o.
¡ª?Qui¨¦n va a ganar? ¡ªpregunt¨® Mu?oz.
¡ª?A¨²n lo dudas? ¡ªreplic¨® la muchacha¡ª. Ellos. Y no s¨¦ qu¨¦ haremos.
¡ªTendremos que acomodarnos ¡ªdijo ¨¦l.
¡ª?C¨®mo?
¡ªAhora no te conviene matar a ning¨²n moro, se te ha hecho tarde para eso.
¡ªEso es una gracia sin gracia. Pensaba en c¨®mo escapar de la que se nos viene encima.
¡ªQuiz¨¢s sean piadosos.
¡ªEn esta guerra no ha existido la piedad. ?Por qu¨¦ va a haberla ahora?
¡ªPodemos casarnos cualquiera de estos d¨ªas.
¡ªY eso, ?para qu¨¦?
¡ªPara demostrar que somos gente de orden.
¡ªNo seas ingenuo. Para los ricos, los militares y los cat¨®licos, el orden son solamente ellos y es desorden todo aquello que les lleva la contraria ¡ªdijo Juanita¡ª. Sus principios s¨®lo est¨¢n en sus cuentas corrientes.
¡ª?Y qu¨¦ podemos importarles personas tan insignificantes como t¨² y yo? ¡ªindic¨® Mu?oz.
¡ª?Nunca has matado una hormiga de un pisot¨®n simplemente porque te desagradaba o por pura diversi¨®n? As¨ª son. Y aprende a respetarlos ¡ªconcluy¨® la chica¡ª, porque han vencido.
***
Madrid, aquella jornada del 28 de marzo de 1939, amaneci¨® desierto y as¨ª sigui¨® hasta bien entrada la ma?ana. Los tranv¨ªas circulaban, pero iban casi vac¨ªos. Desde una semana antes, los combates entre las facciones republicanas hab¨ªan dejado decenas de cad¨¢veres en las calles de la capital. Y derrotados quienes eran partidarios de continuar la guerra, en su mayor¨ªa comunistas, por los socialistas y anarquistas que propugnaban un armisticio con los rebeldes, la urbe asediada se rend¨ªa.
Ahora, desde muy temprano, un desfallecido silencio pesaba sobre la ciudad. Ya no ara?aban el aire aullidos de sirenas o ambulancias. Ni se present¨ªan aviones llegando desde los aeropuertos del oeste. Era un pac¨ªfico d¨ªa de aire templado que romp¨ªa la monoton¨ªa de una ciudad en guerra y bombardeada a cualquier hora durante m¨¢s de dos a?os.
Mu?oz hab¨ªa abandonado las trincheras de Princesa y arrojado entre los cascotes de una casa derruida la escopeta, las municiones, el mono obrero, las botas de goma, el pa?uelo rojo, la pelliza de lana, el gorro cuartelero y cualquier distintivo que le identificara con los vencidos. Volv¨ªa a vestir un desastrado traje que le ven¨ªa grande por causa de tanto kilo perdido, una ajada camisa blanca, una deshilachada corbata oscura y unos zapatos de ¨¢spero cuero y suelas desgastadas.
Durante el fin de semana, en la sede central de UGT hab¨ªan procedido a quemar los archivos m¨¢s comprometedores, entre ellos los que conten¨ªan las fichas de afiliados, y Mu?oz pensaba que casi todo rastro de su implicaci¨®n pol¨ªtica en la guerra hab¨ªa quedado borrado. S¨®lo corr¨ªa el riesgo de que alg¨²n vecino le denunciara, pero no cre¨ªa contar con ning¨²n enemigo entre todos ellos.
Esa ma?ana esperaba a Josefina para ir con ella hasta Princesa. Quer¨ªan estar juntos, sin saber muy bien lo que podr¨ªa a suceder en las siguientes horas. Cuando lleg¨® a la parada de la cabecera de la l¨ªnea, en Torrijos casi esquina a la calle de Goya, aguardaba una pareja de ancianos. Se saludaron sin hablar, con t¨ªmidos movimientos de cabeza.
El veh¨ªculo tard¨® en llegar. Apenas hab¨ªa media docena de viajeros en el interior del coche. Y ning¨²n ni?o. Mu?oz subi¨® detr¨¢s del matrimonio y se acomod¨® en la plataforma delantera, junto a Juanita.
¡ªTu tranv¨ªa es el ¨²nico que he visto ¡ªdijo ¨¦l.
¡ªHan salido otros; pero no muchos ¡ªrespondi¨® Juanita¡ª. Casi no hay clientela. Sin embargo, el jefe se ha empe?ado en que trabajemos unos cuantos. Dice que nosotros no estamos en guerra, que s¨®lo somos unos profesionales. Ya veremos qu¨¦ opinan los fascistas¡
¡ªSe hace extra?o tanta calle sin nadie.
¡ª?Qu¨¦ podemos hacer? Ellos van a entrar.
¡ªNo creo que nos maten a todos.
¡ªLos moros vendr¨¢n.
¡ªPero tienen mandos espa?oles.
¡ªYo no me f¨ªo de Franco ¡ªobjet¨® la muchacha.
¡ªPues vamos a estar en sus manos.
¡ªNos casaremos; lo haremos por la Iglesia y as¨ª confiar¨¢n en nosotros.
¡ªYa se ver¨¢.
¡ªA m¨ª se me ha olvidado hasta el padre nuestro.
¡ªNos haremos con un libro de rezos y con otro que traiga sus canciones patri¨®ticas.
¡ª?Te sabes alguna?
Mu?oz se encogi¨® de hombros:
¡ªPor lo menos puedo olvidar las que hemos cantado estos a?os.
¡ªOdio a los fascistas.
¡ªPues vas a tener que empezar a amarlos si quieres salvar la vida.
***
El primer signo de cuanto comenzaba a suceder fue un peque?o cami¨®n que les pas¨® con prisas por el lado izquierdo. La caja iba repleta de hombres, varios de ellos armados y algunos con camisas azules: gritaban euf¨®ricos, re¨ªan sin descanso, les animaban a unirse a su algarab¨ªa, saludaban con el brazo derecho extendido y agitaban banderas rojas y gualdas, la ense?a de los sublevados, y rojas y negras, la de los militantes de Falange.
El tranv¨ªa ya no se deten¨ªa, aunque marchaba a velocidad muy lenta. Dobl¨® Torrijos y tom¨® la calle de Diego de Le¨®n para iniciar la cuesta abajo hacia el Paseo de la Castellana. Las banderas mon¨¢rquicas comenzaban a asomar en los edificios, colgando de un buen n¨²mero de balcones y ventanas. Y ahora, s¨ª: grupos de peatones iban apareciendo en las aceras enarbolando banderines de Falange y saludando al modo fascista a los coches que hac¨ªan sonar sus bocinas.
Nuevos veh¨ªculos iban uni¨¦ndose a la peque?a caravana y el gent¨ªo aumentaba sin pausa. El clamor crec¨ªa hasta cegar los o¨ªdos cuando llegaron a la ancha v¨ªa de la Castellana. Los muchachos trepaban a los ¨¢rboles enarbolando ense?as rojas y negras. El tr¨¢fico y la muchedumbre corr¨ªan hacia el oeste de la ciudad. La mayor¨ªa de los grupos los formaban mujeres y chavales.
Desde Quevedo, ya no se pod¨ªa avanzar, con los veh¨ªculos de motor atestando la plaza. Mu?oz tom¨® del brazo a Juanita:
¡ª?V¨¢monos! ¡ªdijo.
¡ª?Y el tranv¨ªa?
¡ª??chatelo a un bolsillo si te cabe!
¡ª?Ad¨®nde iremos?
¡ªAdonde todos.
Caminaron sobre los ra¨ªles siguiendo a la turba y apret¨¢ndose entre los cuerpos. Escuchaban vivas a Franco y al Ej¨¦rcito, el grito falangista de ??arriba Espa?a!?, alg¨²n ocasional ??la guerra ha terminado!? y los clamores se mezclaban con himnos mal cantados que Mu?oz y Juanita no eran capaces de reconocer. ?l sujetaba la mano de su novia con vigor.
Alcanzaron el final de la l¨ªnea y continuaron andando hasta poco m¨¢s all¨¢ de la C¨¢rcel Modelo. La muchedumbre hab¨ªa forzado las puertas de la prisi¨®n y decenas de presidiarios, uniformados con monos, sal¨ªan a mezclarse y abrazarse con la gente.
Y en ese instante comenzaron a o¨ªrse voces entre los que iban en cabeza:
¡ª?Ah¨ª vienen!, ?ah¨ª est¨¢n!
La multitud se abri¨®, apret¨¢ndose en las aceras. Eran miles, calcul¨® Mu?oz, quien junto con Juanita hab¨ªa logrado sitio en las primeras filas. Luc¨ªa el sol. Y al fondo de la ancha avenida, que se abr¨ªa bajo el perfil azul de la cordillera del Guadarrama, se distingu¨ªa ahora una masa oscura, gris¨¢cea, formada por hombres y veh¨ªculos, que se mov¨ªa pesadamente hacia la ciudad.
A Mu?oz le lat¨ªa el coraz¨®n con fuerza. Se le ocurri¨® pensar que, de pronto, una parte de su vida se cortaba de cuajo y desaparec¨ªa en las brumas del pasado, mientras el futuro acomet¨ªa de pronto desde la nada para convertirse en algo real que marcar¨ªa el curso de su pr¨®xima existencia. Derrota y victoria, se llamaba aquella sucesi¨®n de mundos.
Ya llegaban. En primer t¨¦rmino, asomaron varios generales con ropas de campa?a, armados tan s¨®lo con una pistola al cinto. Iban tiesos como varas, algunos con la gorra legionaria y los botones superiores del pecho sin abrochar para exhibir pelo de macho. Y tras ellos, flameaban las banderas agitadas por hombres vestidos de azul, otros con grandes boinas rojas y soldados legionarios y regulares marroqu¨ªes. Camiones cargados de tropas les segu¨ªan. Los ca?ones de los fusiles pinchaban el aire como si fueran agujas que buscaran convertir el cielo en un gran acerico.
Y la multitud alzaba los brazos hacia las tropas, aireando tambi¨¦n sus estandartes. Se escuchaba un grito un¨¢nime de miles de voces:
¡ª?Franco!, ?Franco!, ?Franco!
Mu?oz y Juanita levantaron a su vez los brazos, componiendo el saludo fascista. Y unieron sus gargantas al clamor:
¡ª?Franco!, ?Franco!, ?Franco!
Cuentos de trinchera y retaguardia
Editorial: Ediciones del Viento, 2020
Formato: 232 p¨¢ginas, 18,50 euros
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