Yacimientos, expolios, robos y otras an¨¦cdotas de la arqueolog¨ªa espa?ola
¡®Babelia¡¯ ofrece un cap¨ªtulo de ¡®La costurera que encontr¨® un tesoro cuando fue a hacer pis¡¯, ensayo en el que Vicente G. Olaya recopila las desventuras de algunos de los hitos arqueol¨®gicos
Plaza de Oriente. Cuando Nicolasito sonri¨® a Vel¨¢zquez
Don Diego se alej¨® unos metros del lienzo con el negro carboncillo en la mano. Mir¨® fijamente la tela unos minutos, como imaginando su pr¨®ximo destino, y luego la rode¨® para volver a situarse frente a ella. La palp¨®. La repas¨® lenta y minuciosamente con la mano buscando posibles imperfecciones. No las hall¨®. La mezcla de algod¨®n y lino resultaba perfecta. Se arrebuj¨® las mangas, rebaj¨® la gola a la altura de la nuez y se dispuso a mover con gran esfuerzo el gigantesco caballete de casi tres metros y medio de altura para que aspirase la luz que se filtraba por la ventana de la Casa del Tesoro, la gran edificaci¨®n adyacente al alc¨¢zar de los Austrias y donde guardaba todos sus utensilios de trabajo. La estancia, de altos techos, ol¨ªa a humedad, pero no le importaba, resultaba perfecta para que la futura pintura mezclada con la c¨¢lida luz del ventanal empapase bien el pa?o al imprimir los primeros trazos. Dentro del viejo alc¨¢zar, cuando las infantas posasen frente a ¨¦l, ya se secar¨ªa aquella primera mixtura de aceites, tintes y metales en polvo. El carboncillo que la mano de maestro impulsaba dividi¨® con precisi¨®n milim¨¦trica el pa?o en cuatro partes iguales. En la l¨ªnea central, situar¨ªa al ¨¢ngel de dorados rizos, la infanta Margarita; a su izquierda, Isabel de Velasco, la hija de Bernardino L¨®pez de Ayala, el conde de Fuensalida; y a su derecha Mar¨ªa Agustina Sarmiento de Sotomayor, hija del conde de Salvatierra, ofreciendo un b¨²caro de agua fresca a la princesita. Los dem¨¢s personajes, hasta once, completar¨ªan la escena despu¨¦s. Tambi¨¦n encontrar¨ªa un hueco para ¨¦l mismo. Ser¨ªa su firma.
Su preferido, sus majestades no lo oigan, siempre fue Nicolasito, el peque?¨ªn italiano que le hac¨ªa re¨ªr mientras dibujaba y al que no entend¨ªa ni la mitad de las palabras que pronunciaba. No permanec¨ªa quieto ni un minuto, daba volteretas y hac¨ªa continuos gestos para que en la boca del pintor se dibujase una gran sonrisa. Tardaba muy poco en conseguirlo. Como la esposa del artista, Juana, solo le hab¨ªa dado dos hijas, y Antonio, el fruto de una noche en Roma con demasiado vino piamont¨¦s, viv¨ªa en Italia con su madre, el peque?o Nicol¨¢s Pertusato ocupaba su coraz¨®n de padre orgulloso. Le pintar¨ªa para la posteridad con su min¨²sculo pie ¡ªel mismo que con el que le atormentaba los tobillos cuando quer¨ªa llamar su atenci¨®n¡ª sobre el lomo del bondadoso e indolente mast¨ªn. A veces, cuando no los ve¨ªan, cog¨ªa su cristalina mano y se la apretaba mucho sin hacerle da?o. De repente, aparec¨ªan en ambos sonrisas paralelas: la del afecto infantil del chiquillo y la del amor paternal del casi sesent¨®n. ?Nicolasito, nunca crecer¨¢s, pero tus reducidos labios, tu naricilla, tus delicadas manos y tu magia ser¨¢n imborrables. Para siempre. Lo juro?.
Trescientos cuarenta a?os despu¨¦s, la se?ora Inmaculada, como la conoc¨ªan en el barrio, resid¨ªa en la peque?a, recoleta y cuidada plaza de Ramales, a solo unos metros de donde don Diego Rodr¨ªguez de Silva y Vel¨¢zquez (1599-1660) convirti¨® en arte universal una escena cotidiana de familia real, una obra que en el siglo XIX termin¨® denomin¨¢ndose Las meninas. Inmaculada se levant¨® temprano para preparar el desayuno a su hija adolescente cuando lo not¨® por primera vez: un ligero temblor se hab¨ªa apropiado del interior de su vivienda del siglo XIX. Al principio resultaba imperceptible, pero poco a poco fue creciendo hasta que la suave trepidaci¨®n termin¨® tomando la forma sonora de peque?as detonaciones. Abri¨® la balconada y entonces lo descubri¨®: un operario destrozaba el pavimento de adoquines grises de la plazuela con un gran martillo neum¨¢tico. El trabajador cubr¨ªa sus o¨ªdos con gruesos protectores cuya uni¨®n le cruzaba la calva de sien a sien. La se?ora Inmaculada no lo dud¨®. Agarr¨® un abrigo del perchero y baj¨® directa hacia el hombre que hab¨ªa perturbado la tranquilidad de su hogar poco antes de las ocho de la ma?ana.
¡ª?Qu¨¦ est¨¢ haciendo? ?No ve que hay personas durmiendo? ¡ªle espet¨®.
El obrero la mir¨® de soslayo. Se quit¨® los protectores y pregunt¨®:
¡ª?Dec¨ªa usted algo, se?ora?
¡ªQue no se puede hacer ruido a estas horas, por Dios.
¡ªSon ya las ocho. Hable con el ayuntamiento.
¡ªPero si acaban de reformar la plaza hace unos meses. ?Qu¨¦ narices van a hacer?
¡ªAh, no s¨¦. A m¨ª me han dicho que abra un agujero de uno por uno y que tenga mucho cuidado con lo que salga, porque van a buscar algo antiguo.
¡ª?Algo antiguo?
¡ªQue no s¨¦, se?ora, hable con el arque¨®logo, que est¨¢ all¨ª, el que fuma... Yo tengo trabajo.
Esta historia comienza en 1995 cuando el entonces alcalde de Madrid, Jos¨¦ Mar¨ªa ?lvarez del Manzano, decide construir un t¨²nel para ocultar el tr¨¢fico delante del Palacio Real y abrir un enorme estacionamiento subterr¨¢neo bajo sus jardines. La idea del regidor consist¨ªa en aumentar la superficie peatonal de la plaza de Oriente y realzar as¨ª la fachada este del magn¨ªfico edificio ideado por Filippo Juvara y continuado por Juan Bautista Sachetti, Ventura Rodr¨ªguez o Francesco Sabatini. Pero pronto surgi¨® un problema de dif¨ªcil soluci¨®n. El palacio comenz¨® a construirse sobre el desaparecido real alc¨¢zar de Madrid, el complejo palaciego donde habit¨® la Corona hasta que un incendio lo destruy¨® por completo en 1734. El alc¨¢zar, erigido a su vez sobre una fortificaci¨®n musulmana del siglo IX, hab¨ªa alcanzado enormes proporciones porque cada monarca que sentaba sus posaderas en el trono real aumentaba sus dimensiones: desde los Trast¨¢mara a Felipe V. La mezcla de estilos a lo largo de los siglos (Enrique III le a?adi¨® torres; Juan II, salas; Carlos V, nuevas alas; Felipe III modific¨® su fachada este...) generaron un p¨¦treo Frankenstein, pero con mucho encanto arquitect¨®nico. Los diferentes grabados que se han conservado de ¨¦l, como el de Antoon Van Den Wijngaerde de 1562, reflejan una fortaleza con aspecto semejante a las fortificaciones del Medievo del norte de Europa: una especie de hijo bastardo del alc¨¢zar de Segovia, la plaza Mayor de Madrid y cualquier palacio real rom¨¢ntico a orillas del Rin. Contaba con un torre¨®n, al que llamaban Torre Dorada, y en donde, durante los festejos reales o de la ciudad, se anudaban unas cuerdas que serv¨ªan para que los funambulistas hiciesen las delicias del p¨²blico y de sus majestades.
El dominio espa?ol en el mundo posibilit¨® que el palacio rebosase enormes riquezas llegadas de cualquier parte del globo y que los m¨¢s destacados pintores de Europa decorasen sus salones y estancias, as¨ª como que dedicasen sus mejores cuadros a la Corona. Se calcula que en el incendio que acab¨® con el alc¨¢zar se perdieron m¨¢s de medio millar de obras maestras de la pintura universal, entre ellas La expulsi¨®n de los moriscos, del propio Vel¨¢zquez, si bien otras tantas se salvaron. El rescate, de hecho, fue un desastre. Los soldados, para evitar pillajes, solo dejaron acceder a religiosos y cortesanos, que resultaron insuficientes para salvar todo el tesoro pict¨®rico que atesoraba la edificaci¨®n real. Tampoco ayud¨® que el incendio se produjera en la Nochebuena de 1734. Los feligreses confundieron el redoblar de las campanas de las iglesias reclamando auxilio con la llamada demasiado temprana de alg¨²n cura impaciente invit¨¢ndolos a la misa de gallo antes de la hora.
Un fest¨ªn de arte y tesoros acumulados durante casi tres siglos para una familia y su corte a las que nunca deber¨ªa faltarles nada. El s¨¦quito adulador de cortesanos, as¨ª como la pl¨¦yade de empleados que lo rodeaba (pintores de c¨¢mara, sirvientes, ayudantes, peluqueros, artesanos reales...), resid¨ªa en la llamada Casa del Tesoro, un edificio de unos cuarenta metros de longitud perpendicular a la vieja fortaleza. En ¨¦l, por ejemplo, Vel¨¢zquez prepar¨® la tela y los materiales que necesitaba para Las meninas antes trasladar el lienzo a una amplia sala del primer piso del alc¨¢zar ¡ªconocida como Cuarto del Pr¨ªncipe¡ª para convertir en universales y eternos a sus protagonistas. El cuadro, adem¨¢s, es una perfecta fotograf¨ªa del interior del castillo real: techos superiores a los cinco metros de altura, paredes recubiertas de obras de arte y estrechas escaleras con puertas de recias maderas y escasa luz.
Antes de meter las excavadoras para construir el t¨²nel que iba a taladrar el alc¨¢zar de los Austrias, el ayuntamiento tuvo que someter toda la zona a una peritaci¨®n arqueol¨®gica, tal y como establece la ley de patrimonio. Dos especialistas fueron contratados para llevar a cabo los trabajos: los arque¨®logos Esther Andr¨¦u y Manuel Retuerce. Nada m¨¢s iniciar las prospecciones, se hicieron visibles, aparte de los muros del antiguo castillo real, los de la Casa del Tesoro, el entramado urbano que rodeaba el complejo real ¡ªviviendas, calles, tabernas, tiendas...¡ª y tramos de la primitiva muralla ¨¢rabe. Las alarmas saltaron entonces en la casa consistorial: tal era la cantidad de tesoros arqueol¨®gicos que volv¨ªan a la luz, que resultar¨ªa imposible construir la galer¨ªa subterr¨¢nea para el tr¨¢fico y el aparcamiento adyacente si no se destru¨ªa todo. Hasta la ¨²ltima piedra.
Sin embargo, los informes de Andr¨¦u se?alaban que lo que se iba desenterrando carec¨ªa de valor alguno. Y ofreci¨® un argumento cient¨ªfico para apoyarlo, tal y como reflej¨® la prensa de la ¨¦poca: ?Se han derribado a lo largo de esta obra hallazgos de igual importancia?. Retuerce, mientras, se echaba las manos a la cabeza. Hablaba de descubrimientos de ?enorme importancia cultural y arquitect¨®nica? completamente destruidos. En realidad, aunque los dos expertos disent¨ªan sobre el futuro de los restos, ninguno de ellos fue responsable directo de su destrucci¨®n. La ¨²ltima palabra la ten¨ªa la Direcci¨®n General de Patrimonio de la Comunidad de Madrid y, en consecuencia, el Gobierno regional, el ¨²nico autorizado para detener la ignominia que se terminar¨ªa cometiendo. Un informe de la doctora en historia de la Universidad de Alcal¨¢ de Henares Isabel Redondo, fechado el 20 de julio de 1996, revel¨® el derribo de tres fachadas de la Casa del Tesoro. La sur, seg¨²n Francisco Vald¨¦s, profesor titular de historia de la Universidad Aut¨®noma, alcanz¨® unos ciento sesenta y cinco metros de longitud. De ellas, seg¨²n los informes, se descubrieron unos treinta metros en las excavaciones, que correspond¨ªan al ?pasadizo de la Encarnaci¨®n?, el elemento arquitect¨®nico que daba ?apariencia unitaria al conjunto de la Casa del Tesoro?. Es decir, el lugar que recorr¨ªan sus inquilinos, Vel¨¢zquez incluido, para acceder al alc¨¢zar adyacente cuando eran requeridos. Por all¨ª traslad¨® el lienzo real.
Aquellas palabras movieron al entonces fiscal de medio ambiente, Javier Com¨ªn, a encargar al perito Santos Madrazo un estudio sobre lo que estaba sucediendo. Madrazo fue contundente. ?Han arrasado dos hect¨¢reas del sitio m¨¢s emblem¨¢tico de la ciudad. Nos han robado un trozo de nuestra historia. Han roto uno de los nexos de la historia de Madrid. ?Por qu¨¦ y para qu¨¦? ?Para construir un aparcamiento? Ha sido penoso, una barbaridad?. [El Pa¨ªs, 20 de septiembre de 1996] Por su parte, el profesor de arqueolog¨ªa Fernando Vald¨¦s no le fue a la zaga en sus cr¨ªticas ante la demolici¨®n de la historia de Madrid y de Espa?a. Declar¨®: ?Ahora pataleamos y gritamos, pero ya es solo una queja in¨²til por lo arrasado, que nunca m¨¢s volver¨¢. Dice el alcalde [Jos¨¦ Mar¨ªa ?lvarez del Manzano] que lo demolido no tiene valor. D¨ªgale [al regidor] que nos diga el nombre de uno de esos supuestos expertos que le aseguran que esto son cuatro piedras, que nos diga el nombre de uno de ellos, solo de uno, que le queremos invitar a un gran debate que celebraremos pronto en la Universidad Aut¨®noma. Y se lo pedimos porque nosotros no encontramos a nadie, y queremos un debate equilibrado?.
La prensa descubri¨® el esc¨¢ndalo. Peri¨®dicos, radios y televisi¨®n se hicieron eco de la pol¨¦mica. Retuerce present¨® su dimisi¨®n irrevocable por los da?os irreparables al patrimonio, mientras que Andr¨¦u sigui¨® a sueldo del ayuntamiento (el promotor de las obras est¨¢ obligado a pagar a los arque¨®logos que hacen las peritaciones). Comenz¨® entonces una batalla medi¨¢tica y pol¨ªtica donde el dinero jug¨® un papel fundamental. No construir el aparcamiento significaba dejar sin lugar donde estacionar los autobuses que transportaban cada d¨ªa a miles de turistas al palacio de Oriente y al teatro Real, as¨ª como dificultar el acceso a los restaurantes, bares o tiendas pr¨®ximos que tienen en el turismo su principal fuente de ingresos.
Los medios de comunicaci¨®n se dividieron as¨ª entre partidarios de sacar a la luz el aut¨¦ntico Madrid de los Austrias ¡ªel que se ocultaba a unos metros de profundidad bajo los jardines frente a palacio¡ª y los favorables a echarle asfalto y cemento encima. Los peri¨®dicos publicaron en sus primeras p¨¢ginas fotograf¨ªas del interior de las estancias de la Casa del Tesoro. Las cocinas, abandonadas precipitadamente ante las llamas que arrasaban el alc¨¢zar y sus edificaciones pr¨®ximas, hab¨ªan quedado intactas. M¨¢s de trescientos a?os despu¨¦s, cuando Andreu y Retuerce metieron c¨¢maras de alta definici¨®n bajo el empedrado de la plaza de Oriente, se distingu¨ªan perfectamente los cucharones, tenedores, sartenes u ollas que hab¨ªan quedado sobre los mostradores. Pero la orden ya estaba dada. Quiz¨¢s proced¨ªa de instancias m¨¢s elevadas que las de un simple alcalde, aunque fuera el de la capital, quien describi¨® sin rubor lo hallado como ?cuatro piedras?. Todo ser¨ªa destruido.
El entonces presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallard¨®n, firm¨® la ejecuci¨®n hist¨®rica sin rechistar. Solo quedar¨ªa como escarnio o broma de mal gusto la base de un torre¨®n isl¨¢mico descontextualizado y que hoy, rodeado de un grueso cristal, se puede ver en el aparcamiento que se construy¨® finalmente bajo la plaza. Los viejos ladrillos y sillares de la edificaci¨®n musulmana son el recuerdo y la prueba de una decisi¨®n que tizna de oprobio a los que la permitieron. Retuerce volvi¨® a la universidad donde ocupa un humilde despacho lleno de libros y objetos medievales. En estos a?os ha desenterrado en Alarcos (Ciudad Real) el mayor yacimiento militar de la Edad Media, miles de proyectiles lanzados contra los defensores ¨¢rabes de un castillo crucial en la Reconquista. Es feliz.
Andr¨¦u, por su parte, fue contratada por Patrimonio Nacional para que investigase la alcazaba ¨¢rabe (origen de Madrid), ya que justo donde se alz¨® se va a levantar el Museo de las Colecciones Reales, adyacente al palacio de Oriente, el que sustituy¨® al viejo alc¨¢zar de los Austrias. Patrimonio Nacional, de quien depender¨¢ el nuevo museo, no ha comunicado ni un solo descubrimiento arqueol¨®gico de importancia en los m¨¢s de diez a?os que se han alargado las obras bajo el alc¨¢zar musulm¨¢n. Es decir, v¨ªa libre.
La remodelaci¨®n de la plaza de Oriente se extendi¨® tres a?os despu¨¦s hasta una min¨²scula plazuela situada a muy pocos metros del Palacio Real. Un espacio rodeado de bell¨ªsimos edificios ¡ªen uno de ellos el insigne periodista y escritor Mariano Jos¨¦ de Larra (1809-1837) se peg¨® un tiro¡ª y donde volvi¨® a surgir un problema: bajo sus adoquines, y bien lo se?alaba un monolito colocado en 1961, se ocultaba la iglesia de San Juan, el templo donde fue enterrado el insigne pintor del rey Diego Vel¨¢zquez.
El entonces director general de Patrimonio de la Comunidad de Madrid, Jos¨¦ Miguel Rueda, era un hombre meticuloso, acad¨¦mico, sensible. Tras sus gruesas gafas se ocultaba una persona amante de la cultura y de la historia de Espa?a. As¨ª que antes de autorizar la construcci¨®n de otro aparcamiento bajo la plazuela (el de la plaza de Oriente en solo tres a?os ya no resultaba suficiente), orden¨® los preceptivos estudios arqueol¨®gicos. Si aparec¨ªa la iglesia o los restos del sublime pintor, el estacionamiento subterr¨¢neo deber¨ªa esperar.
Las taladradoras municipales ¡ªde las que fue testigo la se?ora Inmaculada¡ª profundizaron en dos d¨ªas m¨¢s de un metro del subsuelo de Ramales. Los arque¨®logos buscaban concretamente una esquina de la iglesia de San Juan, en cuya cripta se supone que fue enterrado el pintor sevillano el 7 de agosto de 1660. Lo primero que despunt¨® al meter la piqueta fue un sillar destrozado, peque?os trozos de cer¨¢mica y restos met¨¢licos cubiertos de ¨®xido. Una cr¨®nica del 4 de mayo del diario El Pa¨ªs de 1999 lo relataba de esta manera:
¡°Las iglesias de Madrid, hasta finales del XVIII, eran los lugares m¨¢s frecuentes para las inhumaciones. Sin embargo, los problemas higi¨¦nicos y sanitarios que se derivaban de estos templos repletos de cad¨¢veres, algunos en proceso de putrefacci¨®n, llevaron a Carlos III a prohibir nuevos enterramientos en las parroquias. Pero la Iglesia se resisti¨® a la medida. Y as¨ª se logr¨® que las familias m¨¢s pudientes, las que pod¨ªan pagar el mantenimiento de las tumbas, no tuvieran que llevarse a sus antepasados a otra parte. Las m¨¢s pobres, s¨ª. En caso de no obedecer la real orden, los encargados de los templos llevaban a cabo lo que se conoc¨ªa con el nombre de mondas: el traslado de los cuerpos a las afueras. ?Se perdieron as¨ª los restos de Vel¨¢zquez? Dos teor¨ªas: si el pintor ocupaba tumba de pago, all¨ª puede seguir; en caso contrario, habr¨¢ desaparecido para siempre. Y otro problema a¨²n sin resolver: los textos del siglo XVII afirman que el artista fue enterrado en una cripta, pero los planos de la iglesia no incluyen esta b¨®veda¡±.
Uno de los elementos que m¨¢s deseaban hallar los expertos era la l¨¢pida que cubr¨ªa la tumba del pintor. El epitafio, escrito por su disc¨ªpulo Juan de Alfaro, es un largu¨ªsimo texto donde se repasa la vida del artista y que recuerda que fue enterrado ?en compa?¨ªa de h¨¦roes?, mientras ?la pintura lloraba?. Existen varias hip¨®tesis sobre este elemento funerario. Es posible que el epitafio fuese colocado temporalmente junto a la tumba y que, a?os o siglos despu¨¦s, fuera retirado en cualquier reforma de la iglesia y se perdiera. Otra posibilidad, la m¨¢s atrayente para los investigadores, aunque la menos probable, es que la inscripci¨®n fuese grabada sobre la l¨¢pida del artista, con lo que existir¨ªan posibilidades de que a¨²n se conservase bajo las losas de la iglesia.
El catedr¨¢tico de historia Manuel Montero realiz¨® un profundo estudio sobre el entierro del pintor y descubri¨® algo sorprendente: Vel¨¢zquez fue inhumado en la misma iglesia que los bufones que reflejaban sus cuadros. S¨ª, Nicolasito, al que tanto quer¨ªa. La partida de defunci¨®n del artista, firmada por Gaspar de Fuensalida, noble y amigo de Vel¨¢zquez y que hab¨ªa prestado su pante¨®n para el entierro del pintor, fue localizada en un archivo eclesi¨¢stico. Seg¨²n este documento, el mausoleo propiedad de Fuensalida se ubicaba en ?la b¨®veda de la iglesia?, por tanto, en la nave central. El hallazgo coincid¨ªa con la descripci¨®n del entierro efectuada por el tambi¨¦n pintor Acisclo Palomino con motivo del ¨®bito del genio andaluz. Este escribi¨® que Diego de Silva y Vel¨¢zquez fue llevado ?en hombros? hasta ?la b¨®veda [de la iglesia], que don Gaspar de Fuensalida, en muestra de su amor, le concedi¨® este lugar de dep¨®sito?.
Pocos d¨ªas despu¨¦s del inicio de las excavaciones, se desenterr¨® un muro de poco m¨¢s de medio metro de grosor construido con una t¨¦cnica llamada vergadura, una mezcla de piedra y ladrillo muy frecuente en los edificios medievales. Los arque¨®logos hab¨ªan hallado as¨ª el primer resto importante del templo que el rey Jos¨¦ Bonaparte orden¨® derribar a principios del siglo XIX para mejorar las perspectivas y la seguridad de su residencia real. Durante la invasi¨®n francesa, las calles de la capital no resultaban demasiado seguras para las tropas del bajito emperador corso. Aunque las represalias ante la muerte de cualquier ciudadano franc¨¦s iban m¨¢s all¨¢ de lo imaginable, el asesinato de soldados de Napole¨®n formaba parte de la vida cotidiana de aquella ciudad repleta de callejuelas mal iluminadas y que segu¨ªa manteniendo en su casco antiguo el trazado medieval original. Por eso, Jos¨¦ I Bonaparte ¡ªPepe Botella le llamaban los madrile?os, aunque era abstemio¡ª decidi¨® reducir a escombros todo lo que rodease el palacio de Oriente, aunque eso implicara la destrucci¨®n de edificios hist¨®ricos como la iglesia de San Juan. Ha quedado constancia de que el templo fue demolido en solo tres d¨ªas, por lo que, concluyeron los investigadores, exist¨ªa la posibilidad de que el pavimento y las criptas siguieran bajo la plaza.
Tanto a principios del XIX como en 1958, se realizaron dos b¨²squedas para intentar hallar el osario del genio andaluz. Las dos terminaron en completos fracasos y los restos se dieron definitivamente por perdidos en 1961, cuando se decidi¨® colocar en mitad de la glorieta un monolito ¡ªun pedestal de granito y rematado con una cruz obra de Francisco Chueca¡ª en su recuerdo. De hecho, cuando en 1999 se llev¨® a cabo la tercera investigaci¨®n, los arque¨®logos se toparon con los ladrillos modernos con que se recubri¨® la fracasada excavaci¨®n de finales de los a?os cincuenta. Curiosamente, no se ha hallado la memoria arqueol¨®gica de aquella investigaci¨®n. Por eso, los t¨¦cnicos tuvieron que revisar todos los peri¨®dicos de la ¨¦poca para buscar pistas antes de abrir la plaza de nuevo.
Menos de una semana despu¨¦s de aparecer el primer muro de la iglesia, un enigm¨¢tico descubrimiento: una escalera que bajaba directamente a una cripta situada unos tres metros por debajo del asfalto actual. All¨ª se hallaron los huesos de un individuo adulto y de varios de ?menor tama?o? dentro de tumbas intactas: las investigaciones determinaron que se trataba de tres de los bufones de Felipe IV, personas aquejadas de acondroplasia y enfermedades degenerativas. La escalera, adem¨¢s, conectaba con una galer¨ªa. Los t¨¦cnicos de la Comunidad de Madrid intentaron seguir aquel pasillo bajo los adoquines de Ramales, pero pronto tuvieron que abandonar sus pesquisas, porque la galer¨ªa ¡ªque conecta la plaza con el actual Palacio Real¡ª permanece vigilada constantemente por los Cuerpos de Seguridad del Estado. Retrocedieron.
Para complicar un poco m¨¢s el asunto, el Ministerio de Cultura hizo p¨²blico en aquellos d¨ªas que hab¨ªan descubierto un cad¨¢ver momificado en el convento de monjas de San Pl¨¢cido, no demasiado alejado de Ramales. Las caracter¨ªsticas f¨ªsicas del cuerpo se ajustaban mucho a las que pudo tener Vel¨¢zquez: el caballero hab¨ªa sido enterrado con manto capitular, espada, espuelas y sobre su pecho luc¨ªa la cruz de la Orden de Santiago, a la que pertenec¨ªa el pintor y de la que se mostraba muy orgulloso. De hecho, en Las meninas aparece reflejado con el aspa, bien es verdad que se la a?adi¨® ¨¦l mismo despu¨¦s de terminado el cuadro, porque recibi¨® este honor cuando ya estaba acabada la obra maestra. Y un dato m¨¢s que llamativo que provocaba la perplejidad de los investigadores: el artista sevillano estaba relacionado directamente con el cenobio de San Pl¨¢cido: Felipe IV hab¨ªa regalado a sus monjas el famoso Cristo crucificado que hab¨ªa salido de las manos del pintor.
Tras el sorprendente anuncio ministerial, el l¨ªo pol¨ªtico y cultural tom¨® unas proporciones descomunales. Tuvo que crearse de urgencia una comisi¨®n ¡ªformada por representantes del Instituto de Toxicolog¨ªa, de la Polic¨ªa Judicial, de Bellas Artes, especialistas en historia, pintura y ropas del siglo XVII, la madre abadesa, el catedr¨¢tico forense Jos¨¦ Manuel Reverte e investigadores de la Comunidad de Madrid¡ª para intentar determinar a qui¨¦n pertenec¨ªan los restos momificados. Finalmente, se los llevaron al Departamento de Antropolog¨ªa de la Universidad Complutense.
Al cuerpo del caballero lo radiografiaron, le pasaron por modernos esc¨¢neres, le tomaron las huellas dactilares e incluso le sacaron muestras de ADN. Aparte de esas pruebas, se comenz¨® una profunda investigaci¨®n para hallar los archivos del convento, ya que sus vol¨²menes hab¨ªan sido repartidos en 1845 entre otros templos cuando se derrib¨® su adyacente iglesia. Ellos podr¨ªan aclarar de una manera r¨¢pida y precisa si Jos¨¦ I Bonaparte, antes de demoler la iglesia de San Juan, orden¨® el traslado del cuerpo de Vel¨¢zquez a San Pl¨¢cido.
Antonio S¨¢nchez-Barriga, especialista del Ministerio de Cultura, cre¨ªa en esta hip¨®tesis por ?la buena conservaci¨®n del cuerpo, semimomificado, que solo pudo alcanzar este estado si permaneci¨® durante mucho tiempo en un ambiente seco?; es decir, en la cripta de San Juan. Jos¨¦ Sancho, arquitecto del Ministerio de Cultura, afirm¨® convencido tambi¨¦n que el ata¨²d ?fue trasladado e incluso puesto de pie? durante su mudanza. ?La espada encontrada a los pies del cuerpo lo demuestra. Cuando enterraron al caballero [siglo XVII], la espada ten¨ªa que estar cerca de las manos. Sin embargo, cuando se abri¨® el ata¨²d por primera vez, se hallaba a sus pies. Solo un traslado puede explicar este cambio de ubicaci¨®n tan grande?.
El cad¨¢ver de San Pl¨¢cido reposaba junto al de una mujer en un ata¨²d escondido bajo el altar de la iglesia. Las caracter¨ªsticas del f¨¦retro del hombre se ajustaban a la descripci¨®n que el pintor Acisclo Palomino hizo de la urna funeraria donde se inhum¨® al inmortal sevillano en 1660. Las primeras pruebas forenses indicaron que el caballero del convento med¨ªa entre 1,65 y 1,70 metros, falleci¨® entre los sesenta y setenta a?os y que la mujer enterrada junto a ¨¦l muri¨® con cincuenta y cinco o sesenta a?os. Su altura no superaba los 1,55 metros. Vel¨¢zquez muri¨® a los sesenta y un a?os; su esposa, Juana Pacheco, que seg¨²n los textos del siglo XVII fue enterrada a su lado, lo hizo a los cincuenta y ocho. Sus edades coincid¨ªan con las momias del cenobio. Por su parte, el historiador Manuel Montero recibi¨® el encargo del Ministerio de Cultura de precisar la altura del pintor. Tras analizar Las meninas y el San Juan en Patmos, donde un hermano suyo es utilizado como modelo del santo, Montero concluy¨® que el genio de la pintura alzaba entre 1,65 y 1,70 metros, altura no despreciable en esa ¨¦poca.
Pero meses despu¨¦s se demostr¨® que el cad¨¢ver de San Pl¨¢cido no correspond¨ªa al pintor. Un peque?o papel escrito en lat¨ªn con letra de imprenta, y que sobresal¨ªa entre los pliegues de la gola del difunto, lo desbarat¨® todo. Este tipo de alzacuellos eran confeccionados con lienzos plegados y encajes. Para conseguir formar los pliegues, los costureros formaban primero una base con hojas de papel prensadas o telas muy recias y posteriormente la recubr¨ªan de tela. El papel con que fue confeccionada la gorguera del enterrado en el convento de San Pl¨¢cido hab¨ªa sido escrito un par de a?os despu¨¦s de la muerte de Vel¨¢zquez, por lo que resultaba imposible que se tratase de los restos del pintor.
Mientras tanto, en Ramales las excavaciones hab¨ªan concluido sin resultados positivos. Los expertos tuvieron que admitir que la orden de Carlos III (1716-1788, el llamado rey alcalde), hab¨ªa sido cumplida a rajatabla. Resultaba evidente que el vicario de San Juan hab¨ªa obedecido al monarca con la m¨¢xima prestancia, con lo que el cuerpo del artista ya no estaba bajo en la iglesia cuando Jos¨¦ I Bonaparte orden¨® derribar el templo, ni cuando la se?ora Inmaculada baj¨® a la calle a quejarse de aquel molesto ruido que no entend¨ªa. Solo quedaba en el aire, y para siempre como recuerdo, la sonrisa de Nicolasito.
Nota: De los restos del alc¨¢zar desde el que se dominaba el mundo y del entramado de calles, iglesias, plazas y conventos que lo rodeaban solo han quedado tres elementos visibles al p¨²blico para verg¨¹enza y escarnio de todos: la base de una torre de vigilancia musulmana dentro del aparcamiento de la plaza de Oriente, los restos a ras de calle de los muros de la iglesia de San Juan, que se invisibilizan cuando el vaho o la lluvia humedecen los cristales que los protegen, y la estatua en bronce de un vecino con gorra calada que mira, junto a la calle Mayor, las cuatro piedras ¡ªesta vez s¨ª comparadas con lo que destruy¨®¡ª que se desenterraron de la vieja iglesia rom¨¢nica de Santa Mar¨ªa de la Almudena. Este templo fue el antecesor de la catedral de Madrid, conocida como la Almudena, edificio adyacente al futuro Museo de Colecciones Reales y cuyo subsuelo hist¨®rico ¡ªa pesar de erigirse sobre el viejo alc¨¢zar ¨¢rabe¡ª no guarda nada interesante que deba ser salvado para las siguientes generaciones. Tambi¨¦n es mala suerte.
LA COSTURERA QUE ENCONTR? UN TESORO CUANDO FUE A HACER PIS
Autor: Vicente G. Olaya.
Editorial: Espasa, 2021.
Formato: tapa blanda (288 p¨¢ginas, 19,90 euros) y e-book (8,99 euros).
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