Joseph Roth, la mejor resaca
Lo le¨ª siendo muy joven, tal vez demasiado, y nunca m¨¢s regres¨¦ a ¨¦l. Me lo tragu¨¦, de cabo a rabo, y lo disfrut¨¦ como un licor desconocido, ni refrescante ni dulce. Mentir¨ªa si no dijese que cambi¨® mi vida

En un infantil arranque de orgullo, me propuse escribir sobre el escritor y periodista Joseph Roth. Digo infantil, porque esa clase de entusiasmo sin reservas, solo se nos aparece, como un mandato inapelable, en el recuerdo y en las pesadillas. Ya sabemos que la memoria es osada: se tira de cabeza; no mide las consecuencias. Le¨ª a Roth muy joven, tal vez demasiado, y nunca m¨¢s regres¨¦ a ¨¦l. Me lo tragu¨¦, de cabo a rabo, y lo disfrut¨¦ como un licor desconocido, ni refrescante ni dulce, y mentir¨ªa si no dijese que cambi¨® mi vida. La resaca de Roth imprime car¨¢cter.
Jud¨ªo, nacido en Galitzia (ahora Ucrania) en 1894 ¡ªViena fue, sin embargo, su ¨²nica patria reconocida¡ª y sobre el derrumbamiento del Imperio Austroh¨²ngaro, confes¨® que se trataba de ¡°la experiencia m¨¢s dura que he vivido durante la Primera Guerra Mundial, y la destrucci¨®n de mi patria, la ¨²nica que he tenido¡±. Tampoco su propia familia contribuy¨® a suavizar su agitada existencia. El padre se volvi¨® loco apenas naci¨® su hijo y nunca m¨¢s regres¨®. En 1933, su propia esposa, Friederike, tambi¨¦n sufri¨® ataques de enajenaci¨®n y los nazis se encargaron de proporcionarle ¡°una muerte sin dolor¡±. La vida no fue amable con uno de los hombres que despleg¨® y hasta derroch¨® en su literatura todos los dones ¡°innatos¡± que la legua precisaba para atraparnos; sin excusas. A cambio, s¨ª le dej¨®, a modo de considerada venganza, penetrar hasta el final en sus misterios.
Muri¨® en Par¨ªs un 27 de mayo de 1933, pobre, exhausto y temido. Una penuria que ¨¦l acab¨® por convertir en un don. Escuchad: ¡°La pobreza, que tiene tantas desventajas, compensa a sus predilectos con una seriedad que les confiere distinci¨®n, aunque no la merezcan. La gran injusticia del orden del mundo nos induce a atribuir otros valores a los pobres, cuando la sola pobreza ya ser¨ªa motivo suficiente para amar a los castigados por ella¡±. Esto lo escribi¨® en 1929, solo unos a?os antes de morir; casi como una profec¨ªa. Roth no s¨®lo observaba a su alrededor; tambi¨¦n iba siguiendo el rastro de s¨ª mismo, que ya empezaba a crearle una vida llena de sinsabores.
Pero ¨¦l, hay que recordarlo siempre, no par¨® de escribir. E incluso, a falta de un diario, tenemos su correspondencia en la que recuerdo unas p¨¢ginas intercambiadas con el ya Nobel Thomas Mann, que har¨ªan enrojecer a su propio can, Bashan (el de Mann, claro, autor de Se?or y perro). Hubo un momento en que Roth se convirti¨® en un intolerable peligro, y hasta en un mendigo, para el parnaso viviente de literatos y allegados: demasiado inc¨®modo, poco clemente. El tomo de sus Cartas, 1911-1939, publicado por Acantilado en 2009, es una edici¨®n de Hermann Kesten, traducida al castellano por Eduardo Gil Bera. Se trata de una lectura excitante y veraz, que nos pone ante los ojos cu¨¢nto y c¨®mo puede llegar a exponerse un incansable, genuino hombre de letras. ¡°Destruido de vino en vino¡±, por utilizar sus propias palabras, Roth era todav¨ªa capaz de v¨¦rselas con los ¡°que se pon¨ªan de rodillas ante cualquier originalidad, ante el confuso Joyce, ante cualquier calzonazos de posguerra en Alemania, ante cualquier nouveaut¨¦, en una palabra: ?me da horror! La ciencia literaria se ha convertido en un asunto de moda y confecci¨®n¡±.
El conoc¨ªa muy bien el percal. No fue todo derrota. Mientras se dedic¨® al periodismo en Berl¨ªn durante los a?os veinte, lleg¨® a ser el corresponsal mejor pagado de su ¨¦poca y hab¨ªa convertido su trabajo en un estilo de vida en la que la verdad utilizaba guantes de seda y las mentiras palidec¨ªan ante su furia bien templada. Ni siquiera se propuso evitar un ¡°tema¡±, que frecuent¨® sin tapujos. Y en lugar de excusarse o esconderse, public¨® en 1939, casi como un testamento, La leyenda del Santo Bebedor.
No querr¨ªa sin embargo acabar estas notas sin traer aqu¨ª al propio Roth en su salsa, en donde nunca le abandona una gracia seca y resplandeciente, enfrentada a un constante resquemor. Algo hab¨ªa all¨ª de herencia campesina; no se me ocurre otra expresi¨®n para describir a quien, al fin y al cabo, se situaba en medio y hacia dentro de la vida, la suya y la de los dem¨¢s. Por eso no se le puede acusar ni de realista, ni de condescendiente, sino de ¡°l¨ªrico pasivo¡±. M¨¢s bien alguien que ten¨ªa en cuenta no s¨®lo las palabras, sino las par¨¢bolas, y la manera exclusiva de hablar de ¡°el entorno¡±, es decir, los sirvientes. Hay que insistir: ¨²nicamente un autor muy pulcro se exigir¨ªa constantemente ¡°escuchar¡± desde ambos lados. Digo esto, porque acabo de abrir por la p¨¢gina 378, La marcha Radetzky, una imponente novela hist¨®rica sobre la decadencia austroh¨²ngara contada por Roth a lo largo de tres generaciones de la familia Trotta. La escribi¨® en 1932. Con ella termino: ¡°El emperador era viejo. Era el emperador m¨¢s viejo del mundo. A su alrededor rondaba la muerte, trazando c¨ªrculos y c¨ªrculos, segando y segando. El campo ya estaba vac¨ªo y solamente quedaba el emperador, como una ¨²ltima espiga de plata olvidada¡±. Si esto no es poes¨ªa¡
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