Desconfianza
Me pregunto si mi cuerpo se comportar¨¢ como la ciencia y la pr¨¢ctica m¨¦dica esperan de ¨¦l o tendr¨¢ el esp¨ªritu de rebeld¨ªa de un sujeto antisistema.
La mayor¨ªa de mis movimientos se realizan hoy bajo el signo de la desconfianza. Ni durante los a?os de la dictadura militar, desde 1976 hasta 1983, recuerdo haber tomado tal cantidad de recaudos. En aquel entonces, una peque?a transgresi¨®n sumaba una batalla ganada al autoritarismo del Gobierno. Val¨ªa la pena el riesgo, ya que era la consecuencia de un acto valeroso frente a las imposiciones de los militares. La transgresi¨®n ten¨ªa contenido pol¨ªtico. Y, no casualmente, violar cualquier regla, aunque fuera secundaria y su violaci¨®n un hecho casi invisible, entrenaba para cosas mayores. Quien se animaba a lo peque?o llegar¨ªa a formar parte de una manifestaci¨®n o repartir alg¨²n volante de protesta.
De este modo, todo riesgo promet¨ªa una recompensa, aunque muchos fueran capturados o incluso muertos busc¨¢ndola. El riesgo ten¨ªa un contenido ¨¦tico o ideol¨®gico, seg¨²n las circunstancias. Se lo registraba como victoria sobre el miedo. As¨ª lo experimentaban todos los que ten¨ªan formaci¨®n pol¨ªtica.
Quien se animaba al riesgo no era un descerebrado que hac¨ªa cualquier cosa, sino alguien cuyos actos hab¨ªan sido pensados en relaci¨®n con un camino elegido y (bien o mal) razonado. Recuerdo largas discusiones sobre la importancia de repartir un paquete de volantes, pese al peligro de ser detenido en la faena. Esas discusiones sopesaban la eficacia del mensaje que se quer¨ªa trasmitir, su posibilidad de ser atendido por algunos destinatarios y su difusi¨®n m¨¢s all¨¢ de la mano que lo entregaba. A veces, incluso, suced¨ªa el milagro de que alguien se detuviera para preguntarnos por qu¨¦ est¨¢bamos all¨ª y de d¨®nde ven¨ªamos con esas hojas cortadas al medio, con s¨ªmbolos partidarios y exhortaciones pol¨ªticas. Otras veces, nos salv¨¢bamos por poco de que nos agarraran in fraganti, tratando de meter el paquete en el tanque de un inodoro, como me sucedi¨® en un tradicional bar de Buenos Aires, cuando entr¨® la polic¨ªa.
Justamente el car¨¢cter pol¨ªtico, ideol¨®gico o religioso de esas hojas que repart¨ªamos confer¨ªa valor al riesgo y obligaba a disminuir la desconfianza. El riesgo val¨ªa la pena, aunque no fueran seguros los resultados de la acci¨®n. Era sensato desconfiar de todo. Pero m¨¢s sensato todav¨ªa era tener razones para argumentar que algo de riesgo val¨ªa la pena porque lo que pod¨ªa conseguirse era mayor de lo que se cuidaba. Ese pasaje hacia un resultado impredecible nos hac¨ªa desconfiar y, al mismo tiempo, nos daba fuerza. Y el suspenso era tan apasionante como en el cine. Era Cary Grant perseguido por la avioneta en un filme de Hitchcock.
Durante estos tiempos de peste, me he sentido singularmente tranquila. Me pregunt¨¦ de d¨®nde sal¨ªa esa calma y la conclusi¨®n fue r¨¢pida, y creo que exacta. Durante la dictadura militar viv¨ª a?os con parecida incertidumbre sobre mi destino. Y los viv¨ª sin suspender mi cotidianidad. No me convenc¨ª de exiliarme, aunque las flechas me pasaran cerca. No por hero¨ªsmo, del que soy incapaz, sino por una incapacidad de ra¨ªces m¨¢s arcaicas: me gusta pasear por el mundo entero y lo hago cada vez que me invitan, pero solo puedo imaginarme viviendo en Buenos Aires. Mi casa, mi lengua, mi imagen reflejada en las vidrieras est¨¢n ac¨¢. Y cuando visit¨¦ amigos exiliados comprend¨ª su nostalgia. Yo estaba triste y tranquila durante la pandemia, porque segu¨ªa en Buenos Aires. S¨¦ que es muy limitado este provincialismo, pero me salva hoy de la impaciencia que produce el encierro.
La desconfianza que, en el curso de la pandemia, siento ante cualquiera de mis actos es de naturaleza bien distinta y mucho menos aventurera. En ella se mezcla mucho de lo sabido con las fantas¨ªas que rodean la muerte. Los sanitaristas han informado exhaustivamente sobre los peligros, con una seguridad basada en conocimientos que el resto del mundo no posee. Salvo grupos peque?os que disputan con los sanitaristas como los terraplanistas disputan con ge¨®grafos y astr¨®nomos, una mayor¨ªa de nosotros se inclina por aceptar la exactitud de sus dichos.
Ac¨¢ viene lo bueno y lo malo de tal aceptaci¨®n. La confianza con que seguimos las explicaciones, imperativos e instrucciones no puede evitar el reflejo subjetivo de la desconfianza. El primer motivo de recelo es evidente: la medicina no es una ciencia exacta, sino una pr¨¢ctica sostenida por saberes probados, que se ocupan de nuestros inexactos cuerpos, cuyo pasado, historia y caprichos se resisten a la exactitud. Nuestros cuerpos pueden reaccionar como aliados, como observadores esc¨¦pticos o como rebeldes a las indicaciones. Por fortuna, una mayor¨ªa se alinea entre los aliados.
Pero justamente ac¨¢ se abre el vasto campo de la desconfianza. Yo misma me pregunto si mi cuerpo se comportar¨¢ como la ciencia y la pr¨¢ctica m¨¦dica esperan de ¨¦l o tendr¨¢ el esp¨ªritu de rebeld¨ªa de un sujeto antisistema. Durante la pandemia, esta pregunta se hace m¨¢s amenazadora que otras enfermedades. Son tantos los contagiados y curados que podemos sentirnos optimistas. La desconfianza se alimenta con los miles y miles de muertos, no con la suerte que les toc¨® a los sobrevivientes.
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