¡®Terror de Estado¡¯: llega la novela de Hillary Rodham Clinton sobre el presidente de EE UU
La excandidata a la Casa Blanca firma junto a la autora Louise Penny un esperado ¡®thriller¡¯ pol¨ªtico que desembarca en las librer¨ªas espa?olas este jueves. ¡®Babelia¡¯ adelanta las primeras p¨¢ginas
¡ª Se?ora secretaria ¡ª le dijo Charles Boynton a su jefa mientras la segu¨ªa a toda prisa hacia su despacho en la s¨¦ptima planta del Departamento de Estado, la de los cargos de m¨¢xima responsa?bilidad ¡ª, tiene ocho minutos para llegar al Capitolio.
¡ª Est¨¢ a diez minutos de aqu¨ª ¡ª repuso Ellen Adams al tiempo que echaba a correr ¡ª, y tengo que ducharme y cam?biarme. A menos que... ¡ª Se par¨® y se volvi¨® hacia su jefe de gabinete ¡ª. ?Puedo ir as¨ª?
Levant¨® los brazos para que la viera bien. La s¨²plica en sus ojos era inequ¨ªvoca, igual que el nerviosismo de su voz... y el hecho de que parec¨ªa que acababa de arrastrarla alguna m¨¢qui?na agr¨ªcola oxidada.
Boynton crisp¨® la cara como si le doliera sonre¨ªr.
A sus casi sesenta a?os, Ellen Adams era una mujer de esta?tura media, delgada y elegante. Su buen gusto para la ropa y el Spanx que llevaba debajo disimulaban su debilidad por los pe?tis¨²s. El maquillaje, sutil, resaltaba sus ojos azules y despiertos sin pretender ocultar su edad. No necesitaba pasar por m¨¢s joven de lo que era, aunque tampoco quer¨ªa parecer mayor.
Su peluquero le pon¨ªa un tinte, preparado especialmente para ella, que se llamaba ¡°Rubio Prestigioso¡±.
¡ª Con todo respeto, se?ora secretaria, parece una indigente.
¡ª Menos mal que te respeta ¡ª susurr¨® Betsy Jameson, me?jor amiga y consejera de Ellen.
La secretaria Adams llevaba veintid¨®s horas trabajando sin descanso. Su interminable jornada hab¨ªa empezado ejerciendo como anfitriona en un desayuno diplom¨¢tico en la embajada de Estados Unidos en Se¨²l, y hab¨ªa incluido desde conversacio?nes de alto nivel sobre seguridad regional hasta esfuerzos para evitar el fracaso inesperado de un acuerdo de comercio de vital importancia, para terminar con una visita a una f¨¢brica de fer?tilizantes situada en la provincia de Gangwon, simple tapadera, en realidad, de una breve incursi¨®n en la zona desmilitarizada.
A continuaci¨®n, hab¨ªa vuelto sin fuerzas al avi¨®n y, nada m¨¢s despegar, se hab¨ªa quitado el Spanx y se hab¨ªa servido una gran copa de chardonnay.
Hab¨ªa dedicado las horas siguientes a enviar informes a sus ayudantes y al presidente, y a leer ¡ª o a intentarlo ¡ª las notas que iban llegando. Al final, se hab¨ªa quedado dormida con la cara apoyada en un informe del Departamento de Estado sobre el personal de la embajada estadounidense en Islandia.
Se hab¨ªa despertado de golpe al notar la mano de su ayu?dante en el hombro.
¡ª Se?ora secretaria, estamos a punto de aterrizar.
¡ª?D¨®nde?
¡ª En Washington.
¡ª?El estado? ¡ª Se incorpor¨® y se pas¨® los dedos por el pelo, levantado como despu¨¦s de un susto o de una idea genial.
Ten¨ªa la esperanza de que estuvieran en Seattle para repos?tar y abastecerse de comida, o por alg¨²n contratiempo fortuito en pleno vuelo. Y era eso: un contratiempo, pero sin nada de mec¨¢nico ni de fortuito.
Se hab¨ªa quedado dormida, y a¨²n ten¨ªa que ducharse y...
¡ª Washington D. C.
¡ª Dios m¨ªo, Ginny... ?no podr¨ªas haberme despertado antes?
¡ª Lo he intentado, pero se ha puesto a farfullar y ha segui?do durmiendo.
Ellen lo recordaba vagamente, pero hab¨ªa cre¨ªdo que era un sue?o.
¡ª Gracias por intentarlo. ?Tengo tiempo de lavarme los dientes?
Se oy¨® la se?al de cintur¨®n obligatorio, activada por el ca?pit¨¢n.
¡ª Me temo que no.
Se asom¨® a la ventanilla del avi¨®n oficial, el ¡°Air Force Three", como lo llamaba en broma, y reconoci¨® la c¨²pula del Capitolio, donde la esperaban.
Vio su reflejo: estaba despeinada, ten¨ªa el r¨ªmel corrido y la ropa de cualquier manera. Los ojos, inyectados en sangre, le escoc¨ªan por culpa de las lentillas. Hab¨ªa transcurrido apenas un mes desde la investidura, ese d¨ªa luminoso, deslumbrante, en que el mundo era nuevo y todo parec¨ªa posible, pero ya le hab¨ªan salido algunas arrugas de preocupaci¨®n y nervios.
C¨®mo amaba su pa¨ªs, ese faro glorioso y averiado...
Tras levantar y dirigir durante d¨¦cadas un imperio medi¨¢ti?co internacional que para entonces englobaba varias cadenas de televisi¨®n ¡ª entre ellas una dedicada por completo a las noti?cias ¡ª y un gran n¨²mero de peri¨®dicos y webs, lo hab¨ªa puesto todo en manos de la generaci¨®n siguiente: su hija Katherine.
Hab¨ªa pasado cuatro a?os viendo c¨®mo su amado pa¨ªs agonizaba y por fin estaba en condiciones de ayudarlo a sanar.
Desde la muerte de su querido Quinn, no s¨®lo se hab¨ªa sen?tido vac¨ªa, sino intrascendente, y esa sensaci¨®n, lejos de disminuir con el paso del tiempo, hab¨ªa ido ahond¨¢ndose como un gran abismo. Notaba que cada vez le hac¨ªa m¨¢s falta involucrarse, ayudar, paliar de alg¨²n modo el sufrimiento en lugar de informar sobre ¨¦l. Dar algo a cambio.
La oportunidad le lleg¨® de quien menos lo esperaba: Dou?glas Williams, el presidente electo. Qu¨¦ r¨¢pido pod¨ªa cambiar la vida... y no siempre a peor.
Y ah¨ª estaba, sentada en el Air Force Three como secretaria de Estado del nuevo presidente.
El cargo le permit¨ªa rehacer puentes con los aliados tras la incompetencia casi criminal del gobierno anterior. Pod¨ªa re
componer relaciones cruciales o lanzar advertencias a pa¨ªses hostiles que pudieran tener malas intenciones y la capacidad para cumplirlas.
Estaba en posici¨®n de impulsar los cambios de los que has?ta entonces se hab¨ªa limitado a hablar, pod¨ªa convertir en ami?gos a los enemigos y mantener a raya el caos y el terror.
Y sin embargo...
Ya no ve¨ªa tanta convicci¨®n en su reflejo. Era como tener delante a una desconocida, una mujer cansada, despeinada, exhausta, envejecida. Quiz¨¢ tambi¨¦n fuera m¨¢s sabia. ?O quiz¨¢ s¨®lo m¨¢s c¨ªnica? Esperaba que no, aunque le extra?¨® que de repente le costara distinguir entre ambas cosas.
Cogi¨® un pa?uelo de papel y lo humedeci¨® con la lengua para quitarse el r¨ªmel. Despu¨¦s se alis¨® el pelo y le sonri¨® a su reflejo.
Era la cara que ten¨ªa siempre preparada y con la que a esas alturas ya estaban familiarizados la opini¨®n p¨²blica, la prensa, sus colegas y los mandatarios del resto del mundo: la de la se?cretaria de Estado que representaba con aplomo y elegancia a la primera potencia del planeta.
Pero no era m¨¢s que una fachada. En esa cara como de fantasma, Ellen Adams vio algo m¨¢s, algo horrible que ella pro?curaba no ense?ar nunca, ni siquiera a s¨ª misma, pero que hab¨ªa aprovechado la fatiga para saltar sus defensas.
Vio miedo y algo estrechamente emparentado con el miedo: la duda.
?Era real o falso ese enemigo ¨ªntimo que le dec¨ªa en voz baja que no era lo bastante buena, que no estaba a la altura del car?go, que sus meteduras de pata pondr¨ªan en peligro las vidas de miles, quiz¨¢ millones, de personas?
Lo ahuyent¨® al darse cuenta de que no le aportaba nada, pero lo oy¨® susurrar, mientras desaparec¨ªa, que aun as¨ª pod¨ªa tener raz¨®n.
Tras aterrizar en la base a¨¦rea Andrews, la hicieron subir con prisas a un coche blindado donde sigui¨® leyendo informes,
documentos y correos electr¨®nicos para ponerse al d¨ªa sin de?dicar una sola mirada a las calles de Washington D. C.
Al llegar al aparcamiento subterr¨¢neo del monol¨ªtico edifi?cio Harry S. Truman ¡ª que los m¨¢s veteranos segu¨ªan llamando, quiz¨¢ incluso con cari?o, como el barrio donde se encontraba: Foggy Bottom ¡ª, se form¨® una falange que la condujo en el menor tiempo posible al ascensor y a su despacho privado, si?tuado en la s¨¦ptima planta.
Cuando sali¨® del ascensor se encontr¨® con Charles Boynton, su jefe de gabinete, una de las personas asignadas a la nueva secretaria de Estado por la jefa de gabinete del presidente: un hombre alto y desgarbado cuya delgadez no se deb¨ªa tanto al ejercicio o a unos buenos h¨¢bitos alimentarios como a un exce?so de energ¨ªa nerviosa. Su pelo y su tono muscular daban la impresi¨®n de estar compitiendo por abandonar el barco.
Al cabo de veintis¨¦is a?os subiendo en el escalaf¨®n, Boynton hab¨ªa conseguido un puesto en la ¨¦lite como estratega de la exito?sa campa?a presidencial de Douglas Williams, brutal como pocas.
Por fin hab¨ªa llegado al sanctasanct¨®rum y estaba decidido a no moverse de ¨¦l: era su recompensa por haber cumplido ¨®r?denes y haber tenido suerte al elegir candidato.
En su nuevo cargo le correspond¨ªa crear normas para man?tener a raya a los miembros m¨¢s revoltosos del gabinete. Los ve¨ªa como puestos pol¨ªticos temporales, simple escaparatismo para la estructura que ¨¦l encarnaba.
Ellen y su jefe de gabinete apretaron el paso hacia el despacho de la secretaria de Estado acompa?ados por todo un s¨¦quito de colaboradores, subalternos y agentes de Seguridad Diplom¨¢tica.
¡ª No te preocupes ¡ª dijo Betsy, que corr¨ªa para no quedar?se atr¨¢s ¡ª, el Discurso del Estado de la Uni¨®n no empezar¨¢ sin ti. Estate tranquila.
¡ª No, no. ¡ª La voz de Boynton subi¨® una octava ¡ª. Nada de tranquilidad: el presidente est¨¢ hecho un gorila. Ah, por cierto, oficialmente no es un Discurso del Estado de la Uni¨®n.
¡ª Charles, por favor, no seas pedante.
Ellen fren¨® con tal brusquedad que estuvo a punto de pro?vocar un choque en cadena. Se quit¨® los zapatos de tac¨®n man?chados de barro y corri¨® descalza por la mullida alfombra.
¡ª Adem¨¢s, el presidente de por s¨ª parece un gorila ¡ª co?ment¨® Betsy un poco rezagada ¡ª. Ah, ?quiere decir que est¨¢ enfadado! Bueno, con Ellen siempre est¨¢ enfadado.
Boynton le lanz¨® una mirada de advertencia.
No le ca¨ªa bien la tal Betsy, Elizabeth Jameson, una intrusa que s¨®lo estaba donde estaba debido a su larga amistad con la secretaria. Boynton sab¨ªa que los secretarios de Estado ten¨ªan derecho a elegir a un confidente, un consejero con el que cola?borar, pero no le gustaba: los intrusos a?ad¨ªan un componente imprevisible a cualquier situaci¨®n.
Le resultaba antip¨¢tica. En privado la llamaba ¡°la se?ora Cleaver" por su parecido con Barbara Billingsley, la madre de Beaver en la serie de la tele, prototipo de ama de casa de los a?os cincuenta: competente, estable y cumplidora.
Aunque esa se?ora Cleaver no hab¨ªa resultado ser un per?sonaje tan plano como parec¨ªa. Era como si se hubiese tragado a Bette Midler: ¡°El que no aguante una broma que se joda." No era que a Boynton no le gustase la divina Bette Midler, al con?trario, pero no acababa de verla como consejera de la secretaria de Estado.
A pesar de todo, ten¨ªa que admitir que lo que hab¨ªa dicho Betsy era verdad: Douglas Williams distaba mucho de apreciar a su secretaria de Estado, y decir que el sentimiento era mutuo era quedarse corto.
Que el presidente reci¨¦n elegido escogiera para un cargo de tanto poder y prestigio a una de sus enemigas pol¨ªticas, una mujer que hab¨ªa aprovechado sus vastos recursos para apoyar a su rival en la carrera por la candidatura del partido, hab¨ªa causado un impacto enorme.
Y el impacto hab¨ªa sido a¨²n mayor al saberse que Ellen Adams hab¨ªa cedido su imperio medi¨¢tico a su hija y hab¨ªa acep?tado el cargo.
Pol¨ªticos, comentaristas y colegas devoraron la noticia y despu¨¦s la escupieron en forma de cotilleos que alimentaron las tertulias pol¨ªticas durante semanas.
La designaci¨®n de Ellen Adams era la comidilla de las fiestas de Washington y el ¨²nico tema de conversaci¨®n en el Off the Record, el bar del s¨®tano del hotel Hay-Adams.
?Por qu¨¦ hab¨ªa aceptado?
Con todo, la pregunta n¨²mero uno, la que mayor inter¨¦s despertaba con diferencia, era por qu¨¦ el presidente Williams (entonces s¨®lo presidente electo) hab¨ªa ofrecido a su adversaria m¨¢s ruidosa y feroz un puesto dentro del gabinete, y nada me?nos que en el Departamento de Estado.
La teor¨ªa predominante era que, o bien Douglas Williams estaba siguiendo el ejemplo de Abraham Lincoln, con su famo?so ¡°equipo de rivales¡±, o bien ¡ª lo que era m¨¢s probable ¡ª el del estratega militar y fil¨®sofo de la antigua China Sun Tzu, que aconsejaba mantener cerca a los amigos, pero a¨²n m¨¢s a los enemigos.
Result¨® que ninguna de las dos hip¨®tesis era acertada.
Personalmente, a Charles Boynton ¡ª Charles a secas para los amigos ¡ª s¨®lo le importaba su jefa en la medida en que sus fallos pod¨ªan dejarlo en mal lugar y ni loco pensaba acompa??arla en la ca¨ªda.
Porque, despu¨¦s del viaje a Corea del Sur, la cosa pintaba muy mal tanto para la secretaria como para ¨¦l, y encima estaban retrasando el puto Discurso del Estado de la Uni¨®n que no lo era.
¡ª Venga, venga. Dese prisa.
¡ª Ya est¨¢ bien. ¡ª Ellen fren¨® de golpe ¡ª. Deje de ponerme nerviosa. Si no tengo m¨¢s remedio que presentarme as¨ª, me pre?sento.
¡ª Imposible ¡ª dijo Boynton abriendo mucho los ojos por el p¨¢nico ¡ª. Parece...
¡ª S¨ª, ya lo ha dicho. ¡ª La secretaria mir¨® a su amiga ¡ª. ?Betsy?
Durante un momento s¨®lo se oyeron los bufidos con los que Boynton expresaba su contrariedad.
¡ª Yo te veo bien ¡ª coment¨® tranquilamente Betsy ¡ª. Con un poco de color en los labios...
Sac¨® un pintalabios del bolso y se lo dio a Ellen junto con un cepillo para el pelo y una polvera.
¡ª Venga, venga. ¡ª La voz de Boynton era casi un graznido.
¡ª Entra un ox¨ªmoron en un bar... ¡ª dijo Betsy en voz baja sin apartar la vista de los ojos rojos de Ellen, que pens¨® un poco y sonri¨®.
¡ª... y el silencio es ensordecedor.
Betsy sonri¨® de oreja a oreja.
¡ª Perfecto.
Vio que su amiga respiraba hondo y, tras dejar su gran bol?sa de viaje en manos de su ayudante, se volvi¨® hacia Boynton.
¡ª?Entramos?
Pese a la calma que aparentaba, a la secretaria Adams le palpitaba el coraz¨®n mientras rehac¨ªa el camino hacia el ascen?sor descalza y con un zapato sucio en cada mano. A partir de ah¨ª, todo ser¨ªa bajar.
Terror de Estado
Editorial: Salamandra, 2021.
Formato: 528 p¨¢ginas, 21 euros.
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