En el taller de mi abuelo

Un aprendizaje para el futuro. Eso es lo que ofreci¨® a la escritora Samanta Schweblin su abuelo Alfredo de Vincenzo, uno de los ¨²ltimos grandes grabadores argentinos. En este texto le rinde homenaje a los 100 a?os de su nacimiento

Alfredo de Vincenzo, en una imagen si datar publicada en la revista 'Arte al d¨ªa'.

De los siete a los diecisiete a?os, mi abuelo materno me entren¨® obsesivamente para convertirme en una artista. Yo entonces no lo sab¨ªa, pero mi abuelo era tambi¨¦n ¡°el maestro¡±, como lo llamaban sus disc¨ªpulos, o ¡°el artista¡±, como lo llamaba la prensa. Mi abuelo era Alfredo de Vincenzo, uno de los ¨²ltimos grandes grabadores argentinos, y este relato personal es mi homenaje a los cien a?os de su nacimiento.

Cuando cumpl¨ª siete a?os, mi abuelo le pidi¨® permiso a mam¨¢ para pasar una tarde c...

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De los siete a los diecisiete a?os, mi abuelo materno me entren¨® obsesivamente para convertirme en una artista. Yo entonces no lo sab¨ªa, pero mi abuelo era tambi¨¦n ¡°el maestro¡±, como lo llamaban sus disc¨ªpulos, o ¡°el artista¡±, como lo llamaba la prensa. Mi abuelo era Alfredo de Vincenzo, uno de los ¨²ltimos grandes grabadores argentinos, y este relato personal es mi homenaje a los cien a?os de su nacimiento.

Cuando cumpl¨ª siete a?os, mi abuelo le pidi¨® permiso a mam¨¢ para pasar una tarde conmigo. Ese es el primer recuerdo que tengo de ¨¦l, esper¨¢ndome frente a la reja de la casa de Hurlingham donde yo viv¨ªa: un hombre de pantalones hasta la rodilla, medias rojas debajo de las sandalias de cuero, pipa en la boca y el ce?o siempre fruncido.

A mam¨¢ le dijo que ir¨ªamos al zool¨®gico, o a la calesita, o a tomar un helado; no recuerdo la excusa. En cuanto nos alejamos algunas cuadras me aclar¨® sus intenciones: nada de calesitas, la excursi¨®n se trataba de algo m¨¢s complejo. Tomar¨ªamos el tren a Retiro pero sin boletos, es decir, viajar¨ªamos sin pagar, porque la austeridad era algo importante y uno no podi?a andar gastando dinero en cualquier cosa. Dijo que nos esconderi?amos debajo de los asientos y que, si nos descubri?an, iri?amos a la ca?rcel. Me acuerdo de mi u?nica pregunta, ¡°y en la c¨¢rcel, ?voy a poder ver a mi mama??¡±. ?l neg¨® y sen?alo? la boleter¨ªa ¡°si los guardas hacen sonar el silbato, es que nos descubrieron¡±.

Subimos al tren. Nos acercamos hasta a un par de asientos enfrentados, ¨¦l se tir¨® al piso para acurrucarse debajo de uno e indic¨® el de enfrente, que era el m¨ªo. Obedec¨ª e hice lo mismo. Cuando la mugre del piso se me peg¨® a los brazos pens¨¦ que, a¨²n si nos salv¨¢bamos de la c¨¢rcel, mi madre notar¨ªa lo sucia que regresaba a casa.

¡°Nos descubrieron¡±, dijo en cuanto son¨® el silbato. ¡°?A nosotros?¡±, pregunt¨¦. ¡°S¨ª¡±. ?Era la primera vez que yo viajaba en tren? No lo recuerdo. S¨¦ que vi a dos guardas acercarse desde el otro vag¨®n y tuve la certeza de que nos estaban buscando. Yo no sab¨ªa que el silbato sonaba siempre, que era la se?al de entrada a cada nueva estaci¨®n. El abuelo dej¨® r¨¢pido su escondite y se acerc¨® para ayudarme a salir. Recuerdo su mano firme esper¨¢ndome, y c¨®mo nos quedamos de pie frente a la salida, con las narices pegadas al vidrio hasta que al fin las puertas se abrieron. Yo quise correr, pero ¨¦l me sostuvo del brazo y, rodeados de una decena de pasajeros, entend¨ª que caminar¨ªamos lento, disimuladamente, entre la gente.

Samanta Schweblin en el taller de su abuelo, Alfredo de Vincenzo, en una imagen sin datar.

Antes de meternos en el siguiente tren y repetirlo todo otra vez, se agach¨® frente a m¨ª y me explic¨® qu¨¦ era lo que est¨¢bamos haciendo. Un aprendizaje para el futuro. Lo llamar¨ªamos ¡°El entrenamiento del artista¡±, y ser¨ªa nuestro secreto. Nadie, ¡°ni siquiera tu madre¡±, dijo el abuelo levantando el dedo ¨ªndice, ¡°puede enterarse de lo que vamos a hacer¡±.

A partir de entonces me buscaba por casa cada quince d¨ªas. Los encuentros ten¨ªan objetivos distintos y, ¡°jornada¡± tras ¡°jornada¡±, como las llamaba ¨¦l, yo mantuve mi promesa de no hablar sobre lo que hac¨ªamos. Viaj¨¢bamos sin dinero y llev¨¢bamos viandas en las mochilas. Las misiones iban desde la identificaci¨®n de f¨®siles en los museos de ciencias naturales y los estilos neocl¨¢sicos en las fachadas de los edificios de Buenos Aires, hasta el robo de frutas de los cajones de las verduler¨ªas. Con el tiempo, cuando entendi¨® que yo guardaba nuestros secretos, llegamos a confiscar algunos ejemplares de las librer¨ªas de la Avenida Corrientes. ?l distra¨ªa al vendedor y yo, que apenas llegaba al borde de las mesadas, me guardaba el bot¨ªn entre la ropa.

Visitamos museos de arte, galer¨ªas y exposiciones. Los ¨®leos de Xul Solar, los pesadillescos grabados de Goya y las esculturas de Lola Mora, que eran sus preferidas. A mis once dej¨® de venir a buscarme y me anim¨® a viajar sola de Hurlingham a su barrio de San Telmo. Hab¨ªamos practicado el recorrido muchas veces: un colectivo, un tren, dos subtes y una caminata de diez minutos. Cuando lleg¨® el d¨ªa viaj¨¦ agarrada a sus notas para combinar la l¨ªnea B con la C, movi¨¦ndome angustiada entre un tumulto de cuerpos tanto m¨¢s grandes que el m¨ªo. Mi abuelo viv¨ªa solo en un atelier que ocupaba todo un piso del edificio. Me arm¨® una peque?a cama en su oficina, vaci¨® un caj¨®n y escribi¨® en ¨¦l mi nombre. La siguiente etapa del entrenamiento requer¨ªa tambi¨¦n jornadas nocturnas, as¨ª que empec¨¦ a quedarme a dormir de viernes a s¨¢bado.

Las nuevas actividades inclu¨ªan carreras de caballos donde apost¨¢bamos nuestro dinero, recolecciones de ¡°buena madera¡± en los potreros y basureros de Barracas, ensayos y funciones del teatro Margarita Xirgu, visitas a las milongas, las zarzuelas, los carnavales de la Avenida de Mayo, las sesiones de jazz en el Tortoni. Incluso hubo un per¨ªodo de excursiones a bares de mala muerte del que recuerdo la cara de un barman mir¨¢ndome desconcertado mientras lustraba una copa, quiz¨¢ pregunt¨¢ndose si, teniendo a una nena del otro lado de la barra en la madrugada, no deber¨ªa llamar a la polic¨ªa.

Y una noche en particular (imagino ahora a mis padres leyendo estas l¨ªneas y enter¨¢ndose de semejante jornada), caminamos hasta La Boca para ir a la Isla Maciel. Un hombre nos cruz¨® a remo, en esa ¨¦poca era la ¨²nica manera de llegar. ¡°Preparate¡±, dijo el abuelo antes de tocar tierra, ¡°que esta es la isla de las putas y los ladrones. ?Sab¨¦s lo que pasa ac¨¢ en la noche?¡±. Me acuerdo de los remos empujando el agua casi negra, del miedo que ten¨ªa, y de c¨®mo ese miedo fue transform¨¢ndose en otra cosa. Era una ciudad escondida que viv¨ªa casi a oscuras, pero los colores, la m¨²sica, las comidas, eran como r¨¢fagas de luz abri¨¦ndose frente a mis ojos.

Si me preguntan c¨®mo comenc¨¦ a escribir, siempre tengo dos o tres respuestas breves y aceptables. Cada una tiene su verdad, pero ninguna cuenta c¨®mo empez¨® todo. Quiz¨¢ porque el entrenamiento del artista fue nuestro secreto, algo que solo yo pod¨ªa atesorar, o quiz¨¢ porque la experiencia que lo dispar¨® fue tan vital y profunda que se volvi¨® para m¨ª algo sagrado.

La escritura empez¨® en uno de esos d¨ªas. El abuelo me hab¨ªa regalado el primer cuadernillo de lo que ser¨ªa nuestro ¡°diario de entrenamiento¡±, con mi nombre y el a?o al frente, todo hecho y cosido por ¨¦l. Al final de cada jornada tom¨¢bamos juntos las notas del d¨ªa, qu¨¦ hab¨ªamos hecho, visto y aprendido. Hab¨ªa una sola regla: no se pod¨ªan escribir cosas como ¡°fue muy lindo¡±, o ¡°me gust¨®¡±, o ¡°estaba cansada¡±. Las opiniones de ese tipo solo se permit¨ªan si se describ¨ªan al detalle, la escritura era un ejercicio de precisi¨®n.

Cierta noche, despu¨¦s de haber visto una puesta de Esperando a Godot con tres actores pr¨¢cticamente desnudos latig¨¢ndose entre s¨ª, me toc¨® tomar nota de mis impresiones. Pero la experiencia beckettiana me hab¨ªa dejado sin palabras. Mi abuelo lo entendi¨®, se dio cuenta de que me estaba pidiendo algo que me superaba. Se levant¨® de pronto del escritorio y se alej¨® hacia su cuarto al grito de ¡°s¨¦ que hacer¡±, ¡°s¨¦ c¨®mo se escribe lo que no puede escribirse¡±. Me qued¨¦ mirando el largo pasillo oscuro hasta que lo vi regresar con un libro en la mano, triunfal. ¡°Poes¨ªa¡±, dijo. Abri¨® un poemario de Alfonsina Storni y se puso a leer en voz alta. Incluso yo, que no entend¨ªa nada de nada, me daba cuenta de lo mal que le¨ªa: a los gritos, y tan emocionado que el libro le temblaba en las manos. Pero ¨¦se fue el momento m¨¢gico. Todo empez¨® ah¨ª.

El abuelo le¨ªa, y a pesar del espect¨¢culo que daba, yo entend¨ª que algo extraordinario estaba pasando dentro de ¨¦l, parec¨ªa una fuerza genuina y poderosa, y fuera lo que fuera, la quer¨ªa tambi¨¦n para m¨ª

El abuelo le¨ªa, y a pesar del espect¨¢culo que daba, yo entend¨ª que algo extraordinario estaba pasando dentro de ¨¦l, parec¨ªa una fuerza genuina y poderosa, y fuera lo que fuera, la quer¨ªa tambi¨¦n para m¨ª. Quer¨ªa que esa fuerza me tocara. Storni, Mistral, Vallejo, Almafuerte. Estaba fascinada. La magia se produc¨ªa en la combinaci¨®n de las palabras. Me puse a escribir ah¨ª mismo, tomando al azar frases que el abuelo le¨ªa y copi¨¢ndolas en el diario. Quer¨ªa esa magia en mi propio cuerpo, y no iba a parar de escribir hasta encontrarla. La experiencia beckettiana todav¨ªa pesaba en mi cabeza, pero entre las palabras que eleg¨ªa algo nuevo se estaba configurando, una suerte de explicaci¨®n, o de lectura propia de lo que antes no hab¨ªa entendido. De pronto el horror de la puesta de Godot tom¨® una forma distinta, se llen¨® de significado propio, y me entreg¨® un descubrimiento vital: la literatura pod¨ªa ayudar a entender lo inexplicable.

Seg¨²n las reglas del abuelo, y las de una sociedad que funcionaba muy distinto a la de ahora, una nena de once a?os pod¨ªa apostar en las carreras de caballos y pasear de noche por la isla Maciel, pero reci¨¦n cuando cumpl¨ªa los doce estaba preparada para incursionar en el verdadero objetivo del entrenamiento: el arte del grabado. ?Pero qu¨¦ era el grabado? Me lo preguntaban mis compa?eros del colegio y yo dec¨ªa que era como pintar, pero a¨²n no entend¨ªa por completo de qu¨¦ se trataba.

Sab¨ªa que el filo de los buriles era muy peligroso, y que el ¨¢cido en el que se hund¨ªan las chapas pod¨ªa roerte tambi¨¦n los dedos. Intu¨ªa que calibrar esa peligrosidad era de lo que se trataba ese arte. Cada s¨¢bado de doce del mediod¨ªa a siete cumpl¨ªa con mis funciones de ¡°ayudante¡± del abuelo: limpiar con alcohol las mesas de los tres grandes salones a los que ¨¦l llamaba ¡°taller¡±, recoger y tirar las gasas cargadas de excesos de tinta y controlar que siempre hubiera papel y jab¨®n en el ba?o.

Retrato del artista argentino Alfredo de Vincenzo (sin fecha).

Lo que yo no sab¨ªa, y con los a?os empec¨¦ a entender, era que estaba siendo testigo del que probablemente fuera el taller de aguafuerte y fotograbado m¨¢s grande de toda Latinoam¨¦rica. Era 1988, y asist¨ªan al taller artistas como Bruno Venier, Roberto Gonzalez, Zulema Petruschansky, Daniel Brambilla, Luisa Reisner, Abel Versacci, quienes muy pronto ganar¨ªan los grandes premios nacionales, y recuerdo tambi¨¦n a algunos m¨¢s j¨®venes, como Pablo Flaiszman, e incluso visitas de Liliana Porter. Fue la primera vez que vi a gente adulta haciendo arte, y el asunto era tan serio que un error de color o un mal pliegue en el papel pod¨ªa colapsar a toda la tropa y nuclearla horrorizada alrededor del incidente.

Todo ol¨ªa a alcohol y tinta, todo el mundo andaba con las manos manchadas y la atenci¨®n puesta en las decenas y decenas de chapas de cobre y de zinc que se mov¨ªan de la zona de barnizado al cuarto de ¨¢cidos, de la zona de biselado a la de entintado, de la sala de imprentas a las sogas de secado, para luego empezar todo otra vez.

Fue entonces cuando descubr¨ª no solo el taller, sino al ¡°maestro¡±. As¨ª llamaban los alumnos a mi abuelo. ¡°?D¨®nde est¨¢ el maestro?¡±, preguntaban, cruzando los salones con sus estampas todav¨ªa frescas, ¡°?Qu¨¦ opina el maestro?¡±. Y tambi¨¦n descubr¨ª al ¡°artista¡±, que era como lo llamaban en Arte al d¨ªa, Gente, La Gaceta, el Buenos Aires Herald, Primera Plana, los cr¨ªticos y los cat¨¢logos que a m¨ª solo me llegaban de mano de sus orgullosos alumnos. Si se los llevaban al maestro, ¨¦l los devolv¨ªa al trabajo con un solo grito, proclamando enigm¨¢ticamente frases como ¡°es en lo sereno y no en el ruido donde se escucha la sustancialidad en su dimensi¨®n m¨¢s profunda¡±, o colg¨¢ndoles carteles frente a sus puestos de trabajo que dec¨ªan ¡°solo en la continuidad del taller, en la lucha diaria que sobrepasa al cansancio, en la excitante obsesi¨®n de visualizar el torbellino interno, es donde los hilos se anudan¡±.

Alfredo naci¨® en Avellaneda en 1921. Su madre era una inmigrante francesa y su padre un alba?il italiano que creci¨® en un conventillo de La Boca y nunca lleg¨® a hablar bien el espa?ol. Mi bisabuelo se dedicaba a hacer frescos de yeso para las fachadas de los edificios, como algunos detalles del Luna Park, o gran parte de todos los florones y las balaustradas del Palacio de Correos de Buenos Aires.

Cuando Alfredo termin¨® la primaria quiso estudiar dibujo, pero la familia era muy humilde y a sus doce a?os lo mandaron a trabajar a una f¨¢brica de Dock Sur. Su t¨ªa Asunta, que daba clases en una escuela de secretarias y era quiz¨¢ la ¨²nica en la familia que entend¨ªa sus inquietudes, lo invit¨® a ir por las noches a aprender mecanograf¨ªa. Imagino a Alfredo peque?o, con su entrecejo ya arrugado, inclinado sobre su m¨¢quina de escribir y rodeado de aspirantes a secretarias. La escuela de mecanograf¨ªa era su guarida, el entorno en el que empezaron sus primeras lecturas y el lugar donde lleg¨® a sus manos el libro que, seg¨²n ¨¦l, marcar¨ªa para siempre el resto de su vida: la biograf¨ªa de Franz Winzinger del maestro Alberto Durero, el gran grabador renacentista.

?Fue ese espacio su primer entrenamiento del artista? ?Qui¨¦n se ocup¨® de ¨¦l como ¨¦l se ocup¨® de m¨ª? ?O fue algo que siempre le falt¨® y por eso lo obsesionaba estar presente en mi preparaci¨®n?

A escondidas de su padre, que se lo hab¨ªa prohibido tajantemente, empez¨® a ir de noche a la escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrred¨®n. Regresaba a Avellaneda a pie para ahorrar los vi¨¢ticos, y as¨ª compraba los materiales de pintura. De camino recorr¨ªa las imprentas de algunos diarios, donde recog¨ªa los restos de los ¨²ltimos pliegues del d¨ªa que usaba como papel para sus estampas. Cuando llegaba de madrugada su mam¨¢ Eugenia se levantaba, le calentaba un poco de comida, y lo miraba mientras le dec¨ªa, ¡°Ay, Alfredo, no vas a poder, no vas a llegar¡±.

Perdi¨®, de un solo corte, la primera falange de su dedo ¨ªndice derecho. ?Se qued¨® dormido o lo hizo adrede? ?Fue ese el precio a pagar para dejar la f¨¢brica?

Descansaba pocas horas porque a las seis hab¨ªa que estar otra vez en la f¨¢brica, y un d¨ªa se qued¨® dormido frente a una de las m¨¢quinas de guillotinas. Perdi¨®, de un solo corte, la primera falange de su dedo ¨ªndice derecho. ?Se qued¨® dormido o lo hizo adrede? ?Fue ese el precio a pagar para dejar la f¨¢brica? ?Tres cent¨ªmetros de un dedo de su mano de grabador, a cambio de su liberaci¨®n?

En esos a?os recibi¨® dos grandes empujones. Primero, una estudiante de diecis¨¦is a?os que lo meti¨® de prepo en las reuniones estudiantiles. Mi abuela Susana Soro no solo lideraba las pol¨ªticas de pasillo sino que tambi¨¦n las formaliz¨®, fundando junto con Alfredo y otros compa?eros el Centro de estudiantes de Bellas Artes y ganando su primera presidencia.

La segunda gran influencia fue el maestro Lino Spilimbergo, a quien sigui¨® hasta Tucum¨¢n como parte del equipo de artistas que fundar¨ªa el Instituto Superior de Artes: V¨ªctor Rebuffo, Pompeyo Audivert, Lorenzo Dom¨ªnguez, Carlos Alonso, Miguel D¨¢vila, Leonor Vasena, Albino Fernandez (con quien m¨¢s tarde fundar¨ªa el famoso ¡°Club de la Estapa¡±). Era mediados de los a?os 50 y todav¨ªa me resulta incre¨ªble pensar en un momento en la historia de las artes pl¨¢sticas argentinas en la que todos estos artistas conviv¨ªan y trabajaban juntos compartiendo los ateliers de la Universidad de Tucum¨¢n.

Spilimbergo le consigui¨® una beca en el Instituto, donde Alfredo fue ayudante de V¨ªctor Rebuffo y Pompeyo Audivert, y pronto le encargaron la direcci¨®n de la Escuela Infantil de Artes Pl¨¢sticas del Instituto y las clases de grabado en el departamento de Artes de la universidad. En el 55, cuando regres¨® a Buenos Aires, expuso por primera vez en el Museo de Arte Moderno. Quienes asistieron a esa muestra fueron testigos de algo in¨¦dito hasta entonces en el grabado tradicional, que trabajaba sobre todo en formatos peque?os: una serie de xilograf¨ªas monumentales, algunas de casi dos metros de largo, y que la cr¨ªtica calific¨® de ¡°una audacia absoluta¡± y ¡°un manifiesto de gran envergadura para su ¨¦poca¡±.

Tengo algunas de estas notas en mi departamento, junto con una de las xilograf¨ªas: una estampa tan grande que ning¨²n artesano de mi barrio se anima a enmarcar. La conservo en una carpeta hecha por m¨ª misma, porque tampoco encontr¨¦ carpetas de ese tama?o, y la guardo prensada entre mi escritorio y la pared. Escribo cada d¨ªa frente a esa carpeta de tres metros de largo que casi toca mi habitaci¨®n de punta a punta.

En 1967 le otorgaron el premio franc¨¦s Georges Braque. Viaj¨® a Par¨ªs becado y durante dos a?os visit¨® talleres de grabado de Francia, Inglaterra, Italia, Portugal, Espa?a, Holanda, Polonia y Rusia. Los procedimientos del ¡°color simult¨¢neo¡±, que aprendi¨® de manos del grabador Stanley William Hayter, y las t¨¦cnicas de fotograbado y aguafuerte, eran todas disciplinas pr¨¢cticamente desconocidas en Latinoam¨¦rica. Al regresar a Argentina abri¨® su taller con la misi¨®n de compartir estas nuevas experiencias. Recuerdo artistas extranjeros de Per¨², de M¨¦xico, de Colombia, recuerdo incluso a un artista sueco. Algunos de ellos tambi¨¦n eran profesores y ven¨ªan al taller becados por sus universidades o por el propio Alfredo. ¡°Maestro de maestros¡±, lo llaman en algunas de estas notas que tengo ahora sobre mi escritorio.

'El dolor nos hace m¨¢s fuertes, 3/20, 1973', Alfredo de Vincenzo.

Cuando unos a?os m¨¢s tarde le entregan el Gran Premio Nacional, Alfredo dice en su discurso de aceptaci¨®n que lo que quiere es hablar de ¡°el hombre de hoy, y de la ciudad que lo corroe¡±. Era 1976. Curioso que, en medio de esa dictadura militar, ¨¦l se empecinara en un arte que gira en entorno al desgaste y la corrosi¨®n de sus materiales, y que, a pesar de la presunta rigidez del grabado, lograra trasmitir la sensaci¨®n de trazos ligeros, y la fugacidad imperiosa del escape. Leo los t¨ªtulos de sus obras de esos d¨ªas Esta sangre, este clamor, Vencer para vivir, El dolor nos hace m¨¢s fuertes, Hasta el ¨²ltimo d¨ªa, y me parece entender qu¨¦ es lo que estaba haciendo: absorber toda esa corrosi¨®n y hacer con ella un magistral acto de exorcismo.

Qu¨¦ pod¨ªa saber yo de todo esto en ese entonces. Solo recuerdo c¨®mo me gustaba estar en ese taller, y que yo tambi¨¦n grababa, porque quer¨ªa ser parte de toda esa energ¨ªa que se mov¨ªa alrededor. Adoraba ese mundo adulto sumido en el arte como en una misi¨®n espartana.

Hab¨ªa un descanso de quince minutos en toda la jornada, cuando se preparaba mate cocido con galletitas y todos se api?aban en una cocina diminuta a conversar. Ah¨ª escuch¨¦ por primera vez hablar de Nietzsche, de la maldad de los cr¨ªticos, de Per¨®n, de un tal Paul Bowles enfermo en Marruecos, de los desaparecidos, de un suicidio de alguien esa misma ma?ana, de las paradojas del plagio, de Simone de Beauvoir. Recuerdo algunas charlas con Silvia Rocca y N¨¦stor Goyanes, quiz¨¢ los alumnos m¨¢s queridos y cercanos del abuelo.

Y algo m¨¢s tambi¨¦n. A mis doce, trece a?os, empec¨¦ a aprovechar esos descansos para leer en voz alta mis primeros cuentos. Imagino que habr¨ªa alg¨²n pacto impl¨ªcito por el que, si la nieta del maestro le¨ªa, deb¨ªa ser escuchada y aplaudida, pero no me importaba. Yo escrib¨ªa toda la semana pensando en los cinco minutos de gloria del s¨¢bado, cuando todos har¨ªan silencio y me escuchar¨ªan pacientemente. ?se fue mi primer taller, incluso antes de los talleres literarios por los que pas¨¦ m¨¢s tarde. Mi primer taller fue de chapas, tintas y artistas pl¨¢sticos. Ese taller, que fue la gran usina de investigaci¨®n del grabado latinoamericano, que lleg¨® a tener m¨¢s de treinta exposiciones grupales y cuyos alumnos ganaron m¨¢s de cuatrocientos premios alrededor de todo el mundo, fue tambi¨¦n mi taller fundacional, el espacio donde entend¨ª, a la par de sus verdaderos alumnos, cu¨¢les ser¨ªan mis herramientas y el trabajo extraordinario que implicar¨ªa dominarlas, o al menos intentarlo. Recuerdo esas caras, sus voces, sus manos siempre sucias, y me siento tan agradecida por todo el amor y la paciencia que esos artistas pl¨¢sticos tuvieron con esta nieta que hubiera debido ser grabadora, pero que estaba tan empecinada con las letras.

Yo escrib¨ªa toda la semana pensando en los cinco minutos de gloria del s¨¢bado, cuando todos har¨ªan silencio y me escuchar¨ªan pacientemente. ?se fue mi primer taller, incluso antes de los talleres literarios por los que pas¨¦ m¨¢s tarde

El entrenamiento del artista sigui¨® unos a?os m¨¢s. Aprend¨ª a sacar y revelar mis propias fotograf¨ªas, recib¨ª las obras completas de Borges y de Cort¨¢zar. Viajamos cada vez m¨¢s lejos, a La Plata, a provincias del interior, a Uruguay, a Nueva York. En el puente de Brooklyn le dije que de grande quer¨ªa vivir en esa ciudad. ?l adoraba Nueva York, y viajaba seguido a ver a su gran amigo de la adolescencia, el arquitecto C¨¦sar Pelli. Pero ante mi declaraci¨®n neg¨® rotundamente con la cabeza. Dijo que en veinte a?os esa ciudad ya no ser¨ªa la misma, que el futuro era ¡°de las mujeres y de los gays¡±, y que suceder¨ªa en Berl¨ªn. Berl¨ªn, la ciudad a la que, veinte a?os despu¨¦s, termin¨¦ mud¨¢ndome.

Cuando empec¨¦ la universidad nos vimos menos. Cada tanto llevaba al taller a alg¨²n novio, pero a todos me los rebotaba. ¡°O el arte o el amor¡±, dec¨ªa, a veces incluso delante de ellos, ¡°no hay tiempo para las dos cosas¡±. A sus ochenta a?os, despu¨¦s de una de sus matutinas jornadas de yoga y nataci¨®n, tuvo una descompensaci¨®n. ¡°No llamen al m¨¦dico¡±, dijo, nos lo pidi¨® varias veces, ¡°son los m¨¦dicos los que te matan¡±. Pero el m¨¦dico vino, y Alfredo muri¨® dos meses mas tarde.

La familia vendi¨® el piso de San Telmo. Alguien compr¨® las prensas y las herramientas, y el resto del taller, sin su maestro ni sus alumnos, se volvi¨® puro papel, afiches viejos y latas de pintura. Desarmar ese espacio fue devastador para todos.

Recuerdo que, antes de cerrar para siempre las dos grandes puertas de roble del recibidor, agarr¨¦ el ¨²ltimo resto de basura que tocaba bajar, dos grandes potes del ¨¢cido que se usaba para grabar las chapas. Ya hab¨ªamos vaciado su contenido, pero cuando llegu¨¦ a la vereda me di cuenta de que los potes todav¨ªa goteaban. Las marcas del ¨¢cido me hab¨ªan seguido todo a lo largo de las escaleras hasta la planta baja y crec¨ªan ahora en un charco final, fluyendo en l¨ªneas corrosivas hacia la calle. No hab¨ªa necesidad, pens¨¦, pero s¨ª la hab¨ªa. Lo supe cuando, varios a?os despu¨¦s, volv¨ª a San Telmo solo para corroborar que la mancha siguiera ah¨ª. Me par¨¦ sobre ella y me qued¨¦ un buen rato mir¨¢ndola. ?sta es la marca, pens¨¦, y es irreversible. Me conmov¨ªa que mis pies entraran completamente en ella.

Pienso en el abuelo y me pregunto, ?hay un privilegio m¨¢s grande que el que me toc¨®?

El 25 de octubre de 2021 fue el centenario de su nacimiento. El edificio donde Alfredo fue el maestro de varias generaciones de grabadores, donde fue el artista que cre¨® una obra de m¨¢s de mil quinientos ¨®leos, estampas, dibujos y monocopias, y donde fue mi abuelo, y me ley¨® por primera vez a Alfonsina Storni, queda en el 616 de la calle Estados Unidos. ?Podr¨ªa alguien ir hasta ah¨ª, por favor, y confirmarme que la marca de ¨¢cido sigue en su lugar?

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