El borrador incesante
Hay libros a los que tarda en llegar la persona destinada a escribirlos. Cerca de los 40 a?os, Proust no hab¨ªa hecho nada provechoso en su vida
Como este a?o es el centenario de la muerte de Proust, he empezado 2022 leyendo Les soxiante-quinze feuillets, las 75 hojas o pliegos de borradores que salieron a la luz p¨²blica hace poco, y que durante mucho tiempo se hab¨ªan dado por perdidos. La historia de los manuscritos de Proust es casi tan apasionante como la novela misma en la que desembocaron. Proust escrib¨ªa torrencialmente con una letra imposible que los fil¨®logos llevan un siglo entero descifrando. Escrib¨ªa cuentos y cr¨®nicas sociales para Le Figaro. Escrib¨ªa pastiches fulminantes de otros escritores, con un o¨ªdo para las ridiculeces de la lengua literaria tan agudo como el que ten¨ªa para el habla de la gente, los dos inseparables de su sentido del humor y de su capacidad de caracterizar a un personaje con unos cuantos tics verbales. Escribi¨® tantas cartas que ahora llenan m¨¢s de 20 vol¨²menes, un oc¨¦ano en el que a m¨ª me da algo de miedo sumergirme, pero en el que hay maravillas de prosa narrativa no inferiores a las de su novela. Escrib¨ªa, correg¨ªa, tachaba, y cuando por fin se decid¨ªa a mandar un manuscrito al editor y recib¨ªa las pruebas, en vez de corregirlas, lo que hac¨ªa era escribir a partir de ellas, de modo que el texto impreso que hab¨ªa parecido m¨¢s o menos definitivo desaparec¨ªa bajo una proliferaci¨®n selv¨¢tica de nuevas l¨ªneas y p¨¢rrafos que se enredaban en los anteriores como filamentos de una planta trepadora hecha de tinta y no de savia.
Hace unos a?os, en la Morgan Library de Nueva York, me pas¨¦ horas curioseando lo m¨¢s de cerca que pod¨ªa los cuadernos, las hojas sueltas, las peque?as agendas, los juegos de pruebas de Du c?t¨¦ de chez Swann, porque era el centenario de su primera edici¨®n en 1913. Ahora, estos d¨ªas como de tregua del comienzo de enero, cuando el a?o parece que no llega a empezar todav¨ªa, he examinado esas 75 hojas que Proust debi¨® de escribir a lo largo de 1908, publicadas en una edici¨®n de admirable filolog¨ªa a cargo de Nathalie Mauriac Dyer. Durante muchos a?os se supo de su existencia, pero no de su paradero. No estaban entre los papeles que los descendientes de Robert, el hermano de Proust, hab¨ªan legado a la Biblioteca Nacional de Francia en 1962. En 2018, a la muerte del estudioso y coleccionista proustiano Bernard de Fallois, se descubrieron ocultos en su casa. Suzy Mante-Proust, hija de Robert, se los hab¨ªa confiado en 1949. Sorprende la capacidad de perduraci¨®n de algo tan fr¨¢gil como unas hojas de papel sobre las que alguien ha escrito a toda prisa, a vuela pluma, visiblemente lo primero que se le ven¨ªa a la cabeza, lo que sin embargo emerge de un fondo contumaz, no por capricho, sino por una exigencia que tiene muy poco que ver con la voluntad consciente de quien maneja la pluma. Del mismo modo que la vida entera de Montaigne est¨¢ volcada en los Ensayos, que son la obra de toda su vida y su ¨²nico proyecto literario, En busca del tiempo perdido es la ¨²nica novela que Proust lleg¨® a imaginar, y en la que en realidad estuvo trabajando siempre, desde mucho antes de intuir con suficiente claridad su forma y sobre todo de encontrar ese arranque a partir del cual todas las tentativas en las que hab¨ªa trabajado hasta entonces encontraban su lugar exacto, la trama riqu¨ªsima de sus conexiones interiores. En 1895, Proust hab¨ªa abandonado un novel¨®n autobiogr¨¢fico en tercera persona, que su primer editor, precisamente Bernard de Fallois, titul¨® Jean Santeuil. La poca ficci¨®n que conten¨ªa lo malograba como testimonio confesional, pero no era suficiente como para convertirlo en una novela. Una gran parte de los materiales de ? la recherche ya est¨¢ ah¨ª, pero no hay un foco, un principio de selecci¨®n, una forma que organice el relato y le otorgue esa autonom¨ªa que alza la novela por encima de los datos de la realidad que la han alimentado.
Hay libros a los que tarda mucho en llegar la persona destinada a escribirlos. En 1895, a los 24 a?os, Marcel Proust era un muchacho cultivado y brillante, con una pasi¨®n por la vida y un amor a las artes que iban a durarle siempre, y ya sab¨ªa que la memoria de las percepciones de la infancia, su maravilla y su desolaci¨®n iban a ser un manantial de su escritura. En 1908 hab¨ªa vivido mucho m¨¢s, hab¨ªa conocido la enfermedad y los tormentos y los estragos del amor, se hab¨ªa comprometido pol¨ªticamente en defensa del capit¨¢n Dreyfus y hab¨ªa aceptado el precio social que eso implicaba. Junto al luto por la muerte de su madre en 1905 le hab¨ªa llegado una libertad para expresar sus inclinaciones sexuales que no habr¨ªa podido permitirse mientras ella viv¨ªa.
En 1908 Proust se acerca a los 40 a?os y no ha hecho nada provechoso en su vida. Vive mal que bien de su herencia, no ha trabajado nunca, no ha publicado m¨¢s que esas cr¨®nicas chismosas y floridas que le conceden una notoriedad menor en los salones donde es una figura habitual, aunque algo exc¨¦ntrica, con su desali?o y su aire jud¨ªo, a pesar de sus modales obsequiosos, Le petit Marcel. Justo entonces, tal vez en ratos perdidos, escribe esos borradores, en los que sigue dando vueltas a episodios de infancia, escenas aisladas que tienen una forma precisa en su imaginaci¨®n, pero que siguen desconectadas entre s¨ª, aunque cada vez est¨¦n m¨¢s elaboradas: la abuela que se pasea bajo el viento y la lluvia por el jard¨ªn, la madre que tal vez no subir¨¢ a darle al hijo ansioso un beso de buenas noches, los dos caminos que se alejan por el campo en direcciones distintas, los campanarios a lo lejos, la magia de los nombres de lugares en los que no se ha estado nunca, el hotel a la orilla del mar, el grupo de chicas por el paseo mar¨ªtimo, la llegada a Venecia. La novela est¨¢ a punto de empezar a existir, pero est¨¢ muy lejos todav¨ªa. Todav¨ªa hay demasiada realidad superflua. El narrador se llama Marcel y tiene un hermano, que en la novela definitiva va a desaparecer, por razones de econom¨ªa narrativa. La madre y la abuela todav¨ªa tienen nombre. Y sobre todo falta lo que llegar¨¢ por azar un poco tiempo m¨¢s tarde, el big bang que desata de verdad la explosi¨®n narrativa: la magdalena en la taza de tila, la prodigiosa revelaci¨®n de la memoria involuntaria, la que ilumina de golpe el yacimiento intacto de todo lo olvidado.
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