La gran fiesta del pavo hormonado
Los ¨²ltimos d¨ªas de noviembre me traen r¨¢fagas de Acci¨®n de Gracias, una fiesta acusada de endulzar el colonialismo. Frente a la hipocres¨ªa de los lazos forzados, es mejor privilegiar los v¨ªnculos a medida
Tiene Clarice Lispector, la escritora brasile?a, un cuento maravilloso llamado Feliz cumplea?os donde narra una reuni¨®n familiar en torno al aniversario del nacimiento de la abuela. Al gran acontecimiento van llegando los distintos miembros del clan, atravesados de un notable j¨²bilo, pues la anciana cumple 89 a?os y, cuando se disponen a darle los parabienes entre arrumacos, quedan petrificados con la respuesta: la vieja escupe en el suelo. Con su maestr¨ªa habitual para desvendar los entresijos del alma humana, Lispector sit¨²a la saliva en el centro, como el acto de habla m¨¢s poderoso frente a la hipocres¨ªa de unos lazos forzados, a menudo entreverados de conflictos que se disimulan en fiestas de guardar o acaban explotando malamente. Recuerdo esta f¨¢bula brillante ahora que los ¨²ltimos d¨ªas de noviembre me traen r¨¢fagas de Acci¨®n de Gracias, una fiesta cuya historia ha sido acusada de endulzar el colonialismo ¡ªlos peregrinos ingleses supuestamente compartieron viandas con la comunidad ind¨ªgena, hoy pr¨¢cticamente exterminada¡ª y cuyos coletazos horarios encajan con el Black Friday. A partir de la medianoche, los comercios abren las puertas, da comienzo oficialmente la campa?a de Navidad, y una puede acudir a partirse la crisma con sus coterr¨¢neos a la caza de un televisor rebajado.
Entre la justificaci¨®n ancestral y el consumismo, sin embargo, millones de personas se arremolinan en torno al simpl¨®n pavo hormonado, y despliegan ch¨¢chara y experiencias. Yo lo hice los a?os que viv¨ª en Estados Unidos; prob¨¦ todas las salsas posibles con que se adereza el ave ¡ªincluso la de ar¨¢ndanos¡ª, y alguna se me atragant¨®, hasta el punto de querer reproducir el esputo de la protagonista del cuento, cosa que nunca ocurri¨® porque la vida, bastante menos chisposa que la literatura, nos obliga a cierto decoro. Podr¨ªa relatar la vez que, en casa de una amiga, coincidimos con un vasto grupo de se?oras fervorosamente religiosas, quienes, sentadas a la mesa, impusieron en los comensales un silencio sepulcral mientras ellas convocaban a sus esp¨ªritus, muy afanados en contrarrestar las blasfemias de los m¨¢s j¨®venes, que no sab¨ªamos que blasfem¨¢bamos. O la extra?a ocasi¨®n en que acabamos junt¨¢ndonos con varias familias tan conservadoras que la conversaci¨®n se encontraba dividida por g¨¦nero: como la secci¨®n femenina no me gustaba, y se me vedaba la entrada a la masculina, termin¨¦ jugando con los m¨¢s peque?os o fumando en el jard¨ªn. Pero, ?ah!, aprendida la lecci¨®n ¨Cy rele¨ªda Clarice¨C, tambi¨¦n hubo tiempo de reinventar las tradiciones y, lejos del gesto iconoclasta, construir los v¨ªnculos a medida.
La noche m¨¢s especial fue la primera. Dentro de la min¨²scula casa alquilada no hac¨ªa falta calefacci¨®n porque el horno, encendido durante horas, caldeaba el ambiente tanto como el vino que rodaba por las gargantas. Mi marido ¡ªque entonces no lo era¡ª hab¨ªa decidido cocinar para todos los estudiantes internacionales del departamento, en una muestra de generosidad destinada a suavizar la aclimataci¨®n a tierras lejanas. A los manjares por ¨¦l preparados se sumar¨ªan las recetas que cada quien aportaba de su origen: platos mexicanos, coreanos, caribe?os, y mi contribuci¨®n espa?ola. Frente a las ataduras sangu¨ªneas y la formalidad de las sonrisas falsas, un melting pot donde tambi¨¦n se amalgamaban los idiomas, conformando una suerte de parentesco elegido, secularizado, dibujaba la alternativa a lo infumable de los compromisos no buscados. No puedo asegurar que me casara con ¨¦l debido a aquella jarana improvisada ¡ªaunque sum¨® muchos puntos a mi enamoramiento¡ª, pero s¨ª que hab¨ªamos descubierto el remedio a la maldici¨®n lispectoriana de las convenciones que oprimen en vez de promover el disfrute. A?os m¨¢s tarde, repetimos la jugada en el hogar de una profesora, que fue invitando a cada persona de la universidad con quien se palpaba la afinidad intelectual. Aquelarre acad¨¦mico sui generis.
Ahora que se acercan las navidades, a prop¨®sito de las cenas con los cu?aos que sue?an h¨²medamente derogar el sanchismo, al hilo de los regalos in¨²tiles siempre prontos a ser devueltos o arrumbados en un caj¨®n, al calor de un sin par n¨²mero de reproches, mi cabeza escudri?a las estirpes voluntarias y se acuerda de otro libro: El hijo de mil hombres, de Valter Hugo M?e. Aqu¨ª, el literato portugu¨¦s congrega una serie de personajes marginados por los habitantes de la aldea ¡ªdebido a su orientaci¨®n sexual, a alguna incapacidad f¨ªsica o a estigmas relacionados con la honra femenina¡ª y los transforma milagrosamente en familia. Una madre muere, y alguien adopta sin mediaci¨®n burocr¨¢tica al hijo hu¨¦rfano; a la solterona condenada al ostracismo le crecen, ya mayor, parejas heterodoxas; y as¨ª se va articulando el ant¨ªdoto a la soledad a partir de afectos libres trabados en el anhelo de pertenecer sin cortapisas. ?Qu¨¦ necesidad hay de pasar fatigas si podemos hilarnos una tribu! Llena de amistades, vecinos, animales no humanos, o lo que queramos. Para m¨ª, eso es lo m¨¢s valioso de cualquier celebraci¨®n: escoger la compa?¨ªa m¨¢s amable, el cari?o que emerge del trato y rechaza los cors¨¦s con que muchas veces se nos fuerza a respirar el mismo aire que quien no nos aprecia. S¨®lo de esta manera conseguiremos evitar el escupitajo.
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