El espejo inc¨®modo
Daniel Dale Johnston ofrece un recital en La Casa Encendida antes unas 600 personas
La mente humana es un territorio lo bastante ignoto como para avivar la fascinaci¨®n y el desasosiego. A todos se nos nubla el ¨¢nimo sin que acertemos a descifrar la propia congoja. Desnortamos el raciocinio y transmutamos nuestra fragilidad consustancial en el escalofr¨ªo del abismo. La m¨²sica de Daniel Johnston ¡ªo m¨¢s bien Daniel Johnston mismo¡ª abruma y conmueve por eso, porque ejerce de inc¨®modo espejo frente a nuestras propias paradojas: los t¨ªmidos triunfos cotidianos junto a las miserias consustanciales, esas que ni siquiera la formulaci¨®n qu¨ªmica del diazepam difumina del todo.
Johnston, loco genial o luminaria chaveta, rengl¨®n torcido de un Dios que a veces pod¨ªa tomarse el d¨ªa libre, suscit¨® anoche en La Casa Encendida una expectaci¨®n como no se recordaba, con muchos de los 630 espectadores guardando paciente cola en la calle desde una hora antes del concierto. Enfermo de trastorno bipolar, ni?o atrapado en el cuerpo de un adulto maltrecho y desvalido, conocedor inevitable de la zozobra y sus limitados paliativos farmacol¨®gicos, este californiano ofrece conciertos desmembrados e impredecibles. Intenta comportarse como un Syd Barrett afable, aunque esa mirada huidiza termina inquietando. Y transmite emoci¨®n, sin duda, pero tambi¨¦n una acentuada pesadumbre. La misma que se nos despierta al comprobar que, por dos veces, Johnston es incapaz de recordar en qu¨¦ extremo del escenario se encuentra la salida.
Su hora escasa de recital (18 piezas y algunos silencios, adem¨¢s de peleas con el cable del micr¨®fono o traj¨ªn de papeles en busca de la letra adecuada) constituye una experiencia dif¨ªcilmente reconfortante, mucho m¨¢s perturbadora que l¨ªrica. Abri¨® la noche en solitario con la dolorosa Lost in my infinite memory (¡°Os quiero a todos pero me odio a m¨ª mismo¡±) y el tosco acompa?amiento de una peque?a guitarra en la que colocaba los acordes por aproximaci¨®n. Las cuerdas cerdean, crujen y rechinan mientras un Daniel de aspecto desamparado canta, o gime, letan¨ªas que parecen colocarle siempre al borde del colapso.
Sus tres m¨²sicos se incorporan a partir de la cuarta canci¨®n, Love not dead, y supone un alivio que nuestro protagonista pueda dedicarse solo a cantar. El repertorio ahonda en el crudo rock alternativo (Fish) o esas baladas que, como Sweetheart, escuecen y provocan los primeros aplausos de un p¨²blico entre estupefacto y abducido, con la respiraci¨®n en suspenso permanente. La angustia acaba por desaforarse a la altura de Silly love (¡°Tengo un coraz¨®n roto y t¨² no puedes romper un coraz¨®n roto¡±), con esa tristeza amarga como un comprimido que se deshace debajo de la lengua.
Su recital constituye una experiencia dif¨ªcilmente reconfortante
Johnston apenas supera los 50 a?os, pero el pelo cano, el vientre abultado y esa deshilachada camisola gris, acaso necesitada de una visita a la lavander¨ªa, agudizan nuestras propias tribulaciones. La ciencia ha aprendido a extirpar tumores muy traicioneros, pero apenas sabe desentra?ar la inmensa mara?a neuronal. Y Daniel, encorvado sobre un micr¨®fono que agarra con brazos temblorosos, se erige en la met¨¢fora misma de la incertidumbre. Su voz no resistir¨ªa el m¨¢s rudimentario examen de afinaci¨®n, pero todo es tan genuinamente sentido (y sufrido) que a uno solo le puede sobrevenir un nudo en la garganta.
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