Castas y clases
?Puede una sociedad donde crece la desigualdad garantizar un sistema de gobierno fundado en la igualdad de derechos?
Ha hecho fortuna el uso del t¨¦rmino ¡°casta¡± para referirse despectivamente al personal pol¨ªtico. El t¨¦rmino fue importado de un libro italiano de 2007 que jugaba h¨¢bilmente con la paradoja. Por un lado defin¨ªa a sus pol¨ªticos como ¡°insaciables brahmanes¡± y, al mismo tiempo, los tachaba de ¡°intocables¡±: una llamativa contradicci¨®n conceptual. Porque un leve conocimiento de la cultura hind¨² informa de que los brahmanes constituyen la categor¨ªa privilegiada de todo su sistema de castas mientras que los intocables o parias se sit¨²an precisamente en el extremo inferior de la escala: son intocables porque el contacto con su impureza contamina y degrada. Esta asociaci¨®n contradictoria ¡ªbrahmanes intocables¡ª no es relevante en una refriega pol¨ªtica donde cuenta menos la precisi¨®n conceptual que el impacto de una expresi¨®n inexacta pero contundente.
M¨¢s trascendencia tendr¨ªa reducir la pol¨ªtica a una confrontaci¨®n entre aquella casta y la ciudadan¨ªa. Como si el principal cometido de los impulsos regeneradores de la democracia tuviera que aplicarse a esta confrontaci¨®n. Es cierto que la distancia creciente entre profesionales de la pol¨ªtica y ciudadanos de a pie ha dado lugar a una percepci¨®n de la pol¨ªtica que muchos miembros de la comunidad rechazan. Se sienten extra?os a ella porque la perciben como expropiada y explotada por un n¨²cleo cerrado y autoprotegido de dirigentes partidistas que se hacen con el control de sus organizaciones y desde ellas con el aparente control de las instituciones estatales. Ilumina repasar lo que el soci¨®logo germano-italiano Roberto Michels escribi¨® sobre los partidos y sus dirigentes hace ya m¨¢s de cien a?os.
Pero ser¨ªa una lectura reduccionista de la pol¨ªtica necesaria ¡ªaqu¨ª y en otros pa¨ªses¡ª limitarse a insistir en la urgencia de reducir o eliminar la distancia entre pol¨ªticos profesionales y ciudadan¨ªa. Porque hay otra brecha central que fractura nuestras sociedades: la que separa en funci¨®n de los recursos disponibles para cada uno de sus miembros. En renta y patrimonio, ciertamente. Pero tambi¨¦n en reconocimiento de la dignidad de todas las personas y de su condici¨®n igual de protagonistas en la relaci¨®n social. Lo que se ventila hoy en la arena pol¨ªtica es si una sociedad donde crecen sin cesar las desigualdades econ¨®micas puede garantizar de verdad un sistema de gobierno que se declara fundado en la igualdad en derechos de todos sus miembros.
Los datos son contundentes y la autoridad de quienes los manejan e interpretan es dif¨ªcilmente contestable. No son los sospechosos habituales. Son ahora instituciones como el BM o la OCDE en el plano internacional o como el Consejo Econ¨®mico y Social o Caritas-Foessa los que advierten contra los efectos socialmente disolventes y democr¨¢ticamente corrosivos de las pol¨ªticas impulsadas por los poderes financieros y desarrolladas por algunos de sus antiguos o de sus futuros gestores.
Apuntar a la casta de pol¨ªticos profesionales y pretender la eliminaci¨®n de sus excesos, prebendas y delitos es objetivo irrenunciable.
Se agranda la diferencia de participaci¨®n del trabajo y del capital en la distribuci¨®n de la renta. Disminuyen los salarios como consecuencia de las reformas estructurales recomendadas incesantemente por la doctrina econ¨®mica dominante. Aumentan los subempleos o empleos-basura ¡ª-de modo m¨¢s elegante denominados mini-jobs¡ª que generan m¨¢s trabajadores pobres o situados en el umbral de la pobreza. Se reduce adem¨¢s el salario indirecto que representaban las prestaciones sociales universales en sanidad, educaci¨®n, dependencia, protecci¨®n del desempleo, etc¨¦tera, cuyas limitaciones progresivas son tambi¨¦n parte de las reformas estructurales.
No hay que recurrir solo al c¨¦lebre Piketty. Estudios autorizados por instancias como el FMI ponen de relieve que la globalizaci¨®n no ha significado progreso para todos. Hay claros ganadores y perdedores en este proceso. Sus beneficios no se han repartido de modo razonablemente equilibrado y sus costes han cargado m¨¢s intensamente sobre algunos grupos. La situaci¨®n en la escala social ¡ªniveles de renta¡ª y la localizaci¨®n geogr¨¢fica ¡ªpa¨ªses subdesarrollados, pa¨ªses emergentes y pa¨ªses avanzados¡ª determinan este reparto desigual de p¨¦rdidas y ganancias. La fiesta que algunos auguraban con la globalizaci¨®n no lo ha sido para todos. Al contrario: son muchos los que cargan con sus peores efectos, mientras que otros acaparan ventajas.
Hay que revisar la divisi¨®n en grupos sociales que estructura la sociedad global y cada una de nuestras sociedades. Sobre el concepto de clase y su evoluci¨®n se ha debatido largo y tendido. Pero a la vista de los datos habr¨¢ que decir de ellas lo que de las meigas gallegas: se puede discutir mucho sobre ellas, pero haberlas haylas. Su presencia condiciona las pr¨¢cticas pol¨ªticas de nuestras comunidades, especialmente en las decisiones de mayor alcance social y econ¨®mico. Su capacidad de movilizaci¨®n y de influencia medi¨¢tica determina la configuraci¨®n y el resultado de las principales pol¨ªticas p¨²blicas a escala nacional, europea y mundial. No hay que perderlo de vista. Apuntar a la casta de pol¨ªticos profesionales y pretender la eliminaci¨®n de sus excesos, prebendas y delitos es objetivo irrenunciable. Pero sin convertirlo ¡ªingenua o deliberadamente¡ª en una maniobra de distracci¨®n que nos haga olvidar que la regeneraci¨®n de la democracia consiste en hacer viables proyectos alternativos y m¨¢s justos de organizaci¨®n social y econ¨®mica.
Josep M. Vall¨¨s es profesor em¨¦rito de Ciencia Pol¨ªtica (UAB).
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