Cuesta arriba
Presencia constante y atalaya ¨²nica, la monta?a de Montju?c y lo que cobija explica un sinf¨ªn de historias de la historia de Barcelona
Dicen que hacer piernas es sano, as¨ª que esta ma?ana me calzo las botas y salgo de paseo. Llevo en mi cabeza la reciente lectura de Montju?c, la muntanya del poble, del historiador Ferran Aisa (Base), que hace un exhaustivo repaso a sus atractivos, y que ser¨¢ mi GPS en esta ocasi¨®n. Parto del paseo de Montju?c, en uno de cuyos establecimientos (hoy una cl¨ªnica veterinaria) funcionaba un negocio dedicado a comercializar material de la Sexta Flota norteamericana. Seg¨²n me cont¨® hace poco un vecino, all¨ª se encontraban art¨ªculos muy valorados por ni?os y adolescentes de mediados del siglo pasado, como gorras de marinero, mecheros Zippo, chicles y golosinas yanquis, o tebeos de superh¨¦roes en versi¨®n original. No era extra?o que aquel tramo final del Pueblo Seco viviese abocado a todo lo que llegaba del puerto, pues el paisaje todav¨ªa sigue dominado por la cercana presencia del mar.
Trepo por los jardines de Walter Benjamin, el fil¨®sofo que reflexion¨® sobre el transe¨²nte moderno, el fl?neur, el hombre en la multitud, siempre atento a las sorpresas que le depara su deambular. Triscando por el paseo de las Bater¨ªas contemplo un horizonte mar¨ªtimo dominado por la amenazadora silueta del castillo, protagonista de bombardeos y ejecuciones, principal responsable de la mala imagen que durante muchos a?os tuvo Montju?c. Las bater¨ªas a las que alude esta calle eran unos emplazamientos de artiller¨ªa que vigilaban Barcelona como dos sabuesos. En este ambiente no resulta extra?o que el siguiente tramo sea un jard¨ªn con pinchos, el de Costa i Llobera dedicado a los cactus, quiz¨¢s uno de los parques m¨¢s desconocidos por los barceloneses. Estamos en un territorio de antiguas pedreras, que han dejado su huella en la toponimia como fieros mordiscos en la tierra. Seg¨²n Aisa, en el a?o 1881 funcionaban veinticinco de estas grandes explotaciones, como las del Morrot y Ant¨²nez, las de la Font del Gat, La Satalia, los actuales jardines Laribal o el lago de la Foixarda. Esta piedra de excelente calidad sirvi¨® para construir muchos de los edificios de Barcelona (el ¨²ltimo edificado con este material fue el Banco de Espa?a de la plaza Catalu?a, en la posguerra). Grandes sillares de obra, el transporte de los cuales incluso oblig¨® a urbanizar una calle excepcionalmente ancha para su paso, bautizada como Ample.
Sumido en estas reflexiones, me siento a tomar un caf¨¦ descafeinado en la terraza del restaurante Mart¨ªnez. Para despu¨¦s acercarme al hotel Miramar, ahora entorno de lujo para turistas exigentes, y anta?o uno de los bosquecillos adonde los barceloneses sub¨ªan a coger robellones, esp¨¢rragos y caracoles. Quiz¨¢s la leyenda m¨¢s conocido al respecto sea la del humilde matrimonio que, buscando, se toparon con una olla llena de oro, construyendo la llamada Casa de los Caracoles en la intersecci¨®n de las calles Tamarit y Enten?a. Pensando en tesoros paso frente a los jardines Joan Brossa, donde se encontraba el parque de atracciones. La vecina estaci¨®n del funicular se encuentra frente a uno de los pocos chiringuitos que siguen en pie, desde donde desciendo hasta el estadio de La Satalia. Por aqu¨ª hab¨ªa muchas fuentes con merenderos y huertos, como el de la Font Trobada que actualmente reivindica un grupo de vecinos de Poble Sec. En lugares como ¨¦ste se reun¨ªan agrupaciones c¨®mico-festivas como la Colla de l¡¯Arr¨®s o la Colla de l¡¯Esqueixada, que como todas las dem¨¢s estaba encomendada a san Mus, patr¨®n de los chatos. Estos desfilaban muy marciales por el Raval con grandes tenedores y cucharas al hombro, para subir a la monta?a donde compartir un arroz con conejo o una costellada. La Font Trobada estuvo abierta hasta finales de los a?os ochenta, despu¨¦s de haber acogido el baile La Walkiria y posteriormente el restaurante R¨ªas Baixas, punto de encuentro para la comunidad gallega en Barcelona.
Desfilaban por el Raval con grandes tenedores y cucharas al hombro, para subir a Montju?c
Como un monta?ero experto, ataco el pasaje Antic de Val¨¨ncia y sus calles adyacentes (como el pasaje sin salida de Serrahima, o las empinadas callejuelas de Juli¨¤ y de Martras), que recuerdan con sus casitas bajas la ¨¦poca de la Agrupaci¨® d¡¯Hortolans de la Muntanya de Montju?c, un grupo de ciudadanos que en los a?os de la Segunda Rep¨²blica cultivaban diversas huertas por toda la monta?a. Ya un poco fatigado, sigo por el paseo de Santa Madrona y paso frente a la Font del Gat, donde era costumbre acudir para el entierro de la sardina, o a celebrar las verbenas preceptivas de San Juan, San Pedro y San Jaime. De esta manera, llego finalmente a la avenida del Estadi, que alude a la estrecha relaci¨®n entre el deporte y Montju?c. Por este lugar, entre 1955 y 1986 se celebraron las 24 Horas de Motociclismo (desde mi casa, el ruido era tan fuerte que ese d¨ªa no pod¨ªamos dormir). Paso frente al estadio Llu¨ªs Companys, donde en 1931 se enfrentaron los boxeadores Paulino Uzcudun y Primo Carnera frente a noventa mil espectadores. M¨¢s arriba estaba el barrio de barracas de Can Valero, uno de los varios que exist¨ªan diseminados por toda la monta?a que a finales de los a?os cincuenta albergaba a unas 30.000 personas. Por una v¨ªa dedicada a Pierre de Coubertin desciendo hasta la calle del Polvor¨ªn, que a¨²n cobija el arsenal de 1773 que guardaba la p¨®lvora para los ca?ones del castillo. Concluyo mi caminata en la plaza Buenaventura Durruti y en la Gran V¨ªa vieja. Quiero pensar que mi salud me lo agradece, mientras regreso a mi casa con ganas de repasar el libro de Aisa para saber m¨¢s cosas sobre todo aquello que ha captado mi atenci¨®n. Punto fundacional de la ciudad, presencia constante y atalaya ¨²nica, la monta?a de Montju?c nos explica un sinf¨ªn de historias de nuestra historia con un simple paseo matinal.
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