Unos libros cuchichean
Las bibliotecas, cada t¨ªtulo un balbuceo, lo dicen todo de uno, y no tanto lo que somos como lo que habr¨ªamos querido ser y, quiz¨¢, ya no seremos jam¨¢s
¡°Coja los que quiera; eso es gratis¡±. Palafrugell. Hace apenas unas semanas. Tienda en liquidaci¨®n. Entr¨¦ por un mueblecito vagamente noucentista, y apliqu¨¦ las artes de la supuesta indiferencia que aprend¨ª en el Gran Bazar de Estambul. Como entonces con una mediocre alfombra azulada, ¨¦xito total: no me rebajaron ni un euro. ¡°Eso¡± sin precio eran libros viejos. Claro, qui¨¦n quiere libros ya, ni nuevos. Entre una nevera de segunda mano y un tocadiscos sesentero desvencijado, poco m¨¢s de un centenar de ejemplares, perfumados de humedad y oscurecido su papel por el ¨¢cido del tiempo.
Un par de duras purgas y acab¨¦ reduciendo la elecci¨®n a una quincena. La culpa, seis veces de Sven Hassel (General SS, Gestapo, Los panzers de la muerte, Batall¨®n de castigo, Los vi morir, Montecassino). Todos en Libros Reno que editaba G.P. (Germ¨¢n Plaza). Que adem¨¢s estuviera La piel, de Curzio Malaparte, y en la misma colecci¨®n, me llev¨®, ah¨ª en cuclillas, a dibujar al posible propietario, a partir de la premisa de que los libros nos definen, como la ropa: quien fuera tan fan de un posible nazi dan¨¦s que se hizo rico inventando novelas de soldados alemanes corrientes en el frente, solidarios camaradas de dudosa reputaci¨®n y escr¨²pulos, y de un presumido militar italiano proclive a la fantas¨ªa, medio protegido de Mussolini y admirado por el Conde Ciano, s¨®lo pod¨ªa ser un exoficial de las SS de inc¨®gnito en alguna de esas majestuosas casas de piedra de Begur de la Costa Brava. La imagino resguardada con un tupido seto y un par de agresivos pastores alemanes y con una biblioteca de nogal en un torre¨®n desde el que difuminar el pasado ante las siluetas de las Illes Medes. Prefiero no psicoanalizar por qu¨¦ me los he quedado yo tambi¨¦n¡
En el pack hab¨ªa dos joyas m¨¢s que, creo, me redimen; una, discutible que fuera del mismo propietario: el volumen quinto, Estudis biogr¨¤fics, de las obras completas de Joan Maragall, edici¨®n de 1930 que hicieron los hijos, la primera sin censuras y con el famoso La ciutat del perd¨®, el art¨ªculo que le censur¨® Enric Prat de la Riba para La Veu de Catalunya. Pero el segundo, seguro que de mi ya cazado alem¨¢n: Los documentos de ¡®El padrino¡¯ y otras confesiones, de Mario Puzo (Grijalbo, 1973). La madre de ¨¦ste cre¨ªa, como mi vendedor, que los libros eran totalmente in¨²tiles. No sab¨ªa leer ni escribir, ni tan siquiera su nombre. Bastante hac¨ªa con subir a los siete hijos junto a su marido, otro analfabeto, en el gueto napolitano de Manhattan, El fog¨®n del infierno, como se conoc¨ªa ese rinc¨®n de la D¨¦cima Avenida. Puzo quer¨ªa huir, v¨ªa escritura, de un ambiente en el que un t¨ªo suyo rob¨® cada d¨ªa, durante 30 a?os, seis huevos, una barra de mantequilla y una bolsita de harina del restaurante italiano donde trabajaba. O donde los hermanos mayores de sus compa?eros de pandilla asaltaban camiones cargados de vestidos de lujo que revend¨ªan a precios m¨®dicos en un barrio en el que todos --en invierno, el carb¨®n y, en verano, el hielo-- robaban de los vagones de los hangares del Ferrocarril Central de Nueva York, el que daba empleo a la mayor¨ªa del vecindario.
Con 15 a?os, Puzo estaba corrompido por el poder, puro dictador, pura mafia: controlaba parte de un centro social para reconducir a los j¨®venes y lleg¨® a tirar lej¨ªa en polvo a los ojos de uno de sus monitores universitarios. Una confabulaci¨®n de amigos y enemigos (¡°gran ense?anza¡±, dec¨ªa) le sac¨® de ah¨ª, eso s¨ª, con las lecturas de Doc Savage, La Sombra, el Scaramouche de Sabatini y kilos de Dostoiewski. De todo aquello, le qued¨® que iba robando alg¨²n puro del despacho del productor de la Paramount cuando la adaptaci¨®n de El Padrino, novela que tras tres a?os y s¨®lo a base de indagaciones y datos sobre la mafia (¡°Nunca me he encontrado con un g¨¢nster digno de tal nombre¡±, aunque se dijo que hab¨ªa recibido un mill¨®n de d¨®lares de ellos por ese ejercicio de imagen y relaciones p¨²blicas) se decidi¨® a acabar en 1969 para cobrar el final de los 5.000 d¨®lares que le hab¨ªa avanzado un nuevo editor y poder ir a Europa de vacaciones con la familia. Quer¨ªa retocarla, por eso le dijo a su agente que no la moviera. Llevaba dos novelas mucho mejores, La arena sucia (1955) y La Mamma (1965). Buenas cr¨ªticas, pero cada vez menos lectores e ingresos. Ah¨ª descubri¨® que ¡°los editores quer¨ªan ganar dinero, no arte¡±, y ¨¦l, ¡°durante 45 a?os, hab¨ªa cre¨ªdo en el arte¡±.
Total, que volvi¨® del Viejo Continente con 8.000 d¨®lares de deudas por lo que se hab¨ªa pateado en los casinos de la Riviera, pero su agente ya ten¨ªa una oferta de 410.000 d¨®lares por el libro que no deb¨ªa haber hecho circular. Los derechos al cine casi los hab¨ªa regalado por un anticipo de 12.500 d¨®lares a cuenta de los 50.000 si la Paramount la acababa adaptando. El libro estuvo 67 semanas como el m¨¢s vendido en EEUU. La productora, que no cre¨ªa mucho en las posibilidades del filme, puso a Francis Ford Coppola de director porque ten¨ªa ra¨ªces italianas y ven¨ªa de dos fracasos, por lo que se supon¨ªa ser¨ªa f¨¢cil de dominar. Si bien Puzo siempre pens¨® en Marlon Brando, la productora se opuso: estaba por Charles Bronson, pero ah¨ª se impuso el mal genio de Coppola, como hiciera con Al Pacino para el papel de Michael, a pesar de un mes de pruebas decepcionantes y la insistente apuesta de los directivos por Robert Redford.
Puzo tuvo un encuentro morrocotudo en un restaurante con Frank Sinatra porque ¨¦ste vio en el cantante apoyado por la mafia de la novela un retrato de s¨ª mismo. Le obligaron a empezar el guion con una rom¨¢ntica y bobalicona escena de cortejo entre Michael y su futura esposa y no pudo incluir jam¨¢s una gran verdad, la frase m¨¢s famosa del libro: ¡°Un abogado puede, con su cartera, robar m¨¢s que un millar de hombres armados¡±.
Para vengarse de un Hollywood que no le dio el control del guion ni de la pel¨ªcula, Puzo escribi¨® ese libro de confesiones, donde hay tambi¨¦n alg¨²n ejemplo de su demoledora labor como cr¨ªtico, con mortal estocada al Norman Mailer de Los ej¨¦rcitos de la noche (¡°Si es el escritor mejor dotado de nuestra generaci¨®n, le saca menos partido que cualquier otro de val¨ªa similar¡±. Fue el ¨²nico que lo hizo en todo EEUU: el libro gan¨® el Pulitzer y el National Book Award). Y tambi¨¦n fragmentos de un diario de cuando se ahogaba como artista frustrado, en 1950. Ah¨ª dice, juzgando la val¨ªa de un escritor: ¡°Lo ¨²nico que uno puede hacer es decirse a s¨ª mismo: ¡®Voy a descubrir la verdad¡¯ releer el manuscrito, tachar lo que suene a falso¡ no preocuparse de nada m¨¢s¡±.
Curioso, en octubre de 1885, con 25 a?os, Maragall se plantea algo similar a Puzo: ¡°Per¨° jo, a pesar de ¨¦sser vulgar, ?s¨®c capa?, verbigracia, de fer una revoluci¨® en literatura? (¡) D¡¯una banda, em sembla que s¨ª, per¨° de l¡¯altra veig que no la faig; i aix¨° ¨¦s d¡¯una realitat abrumadora; perqu¨¨ si no faig aix¨°, qu¨¨ far¨¦?¡±. Par¨¦ de leer. Salt¨¦ a Google y tecle¨¦ mi primera cr¨®nica para buscar la fecha: hac¨ªa dos a?os casi d¨ªa por d¨ªa y luego repas¨¦ muchos art¨ªculos viejos. ?Egosurfing? Nada m¨¢s lejos¡
No creo que los libros nos lleguen por azar. ?Qu¨¦ dir¨¢n los m¨ªos cuando alguien los encuentre tirados por ah¨ª? ?Qu¨¦ desvelan de mi yo periodista desde el James Agee de Elogiemos ahora a hombres famosos al Yo acuso de ?mile Zola? ?Y los estantes de biograf¨ªas, desde las memorias de Ganas de hablar de Ignacio Agust¨ª a las de El mundo de ayer de Stefan Zweig? ?Y las novelas, desde el Tan alemanes de Walter Abish hasta Las memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar? ?Y de Marinero en tierra de Rafael Alberti a Hojas de hierba de Walt Whitman en los anaqueles de poes¨ªa? ?Por qu¨¦ est¨¢n ¨¦stos y no otros? ?Qu¨¦ buscamos al leerlos? ?Qu¨¦ cuchichean entre ellos sobre nosotros? Las bibliotecas, cada t¨ªtulo un balbuceo, lo dicen todo de uno, y no tanto lo que somos como lo que habr¨ªamos querido ser y, quiz¨¢, ya no seremos jam¨¢s.
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