Mi hermosa caligraf¨ªa
El dise?ador gr¨¢fico y cal¨ªgrafo Ricardo Rousselot es el autor del logo de Casa Tarradellas y esa inolvidable caja de madera y rojo de Farias
Apenas ¨¦ramos cuatro o cinco. Ungidos de entre 52 al tener la mejor letra de la clase, escrib¨ªamos las lecciones en la pizarra que el resto copiaba silente en aquella aula atestada de la Barcelona de 1970, en la que lluvias continuadas hund¨ªan el techo de ca?izo y yeso y ratoncitos escalaban las persianas venecianas tras atracarse de bocadillos olvidados y papel de, entre otros, el diccionario rojo de franc¨¦s que hered¨¦ de mi padre¡ Mis supuestas virtudes eran un tama?o de letra equilibrada, redonda pero no barroca, y l¨ªneas rectas, pespunteado con majestuosas may¨²sculas.
Ese episodio debi¨® de forjar mi complejo de Ripley highsmithiano, ese sentirse especial, competente, sobre todo necesario, ni que fuera unos minutos, para luego ver con los a?os ese obvio lugar en la gloria usurpado por otros (supuestamente) menos v¨¢lidos que uno, disfrutando del reconocimiento que deb¨ªa haber sido para quien pronto devino invisible.
C¨®mo aquella letra ha ido degenerando hasta la que ahora llena ininteligible una media docena de libretas Din A-4 de notas period¨ªsticas al a?o se antoja una met¨¢fora cruel de la distancia entre lo que se so?¨® ser y se ha acabado siendo: es una graf¨ªa diminuta, uniforme en su deformidad, ininteligible a las pocas horas, apenas un palo que sube y otro que baja y alg¨²n punto flotante en una l¨ªnea plana, electrocardiograma de algo que, con los a?os, se fatig¨® de bombear esperanzas.
El gris ambiental de la gigantesca sala desnuda del Museo del Dise?o de Barcelona es pastoso y desangelado, como lo era el infinito pasillo del colegio, macerados ambos por fluorescentes en l¨ªnea. La dantesca plaza de las Gl¨°ries hace arrastrar a uno la misma m¨ªsera tristeza de aquellas salidas a las oscuras y fr¨ªas seis de la tarde del colegio. En fase de mendicidad metaf¨ªsica no admitida, asisto al cierre de las conferencias que han acompa?ado a la exposici¨®n Dise?as o trabajas. La nueva comunicaci¨®n visual 1980-2003. Pone broche Ricardo Rousselot, 82 a?os, que desgrana con finas y homeop¨¢ticas iron¨ªas, que buena parte del medio centenar de quincea?eros estudiantes del auditorio no parecen captar, 67 a?os como dise?ador gr¨¢fico y cal¨ªgrafo sin par. Lo hace ante diapositivas de su labor. S¨®lo por resumir: es el padre del restyling del papel de fumar Smoking o de La Casera, de los logos de Casa Tarradellas o de Ducados, de la majestuosa botella de cristal del co?ac Carlos I Imperial con la que la Casa Real agasaja a dignatarios y de esa inolvidable caja de madera y rojo con las letras de Farias en una nube de cenefas o rulos, registro en el que el ponente es un as.
No buscaba una clase de anatom¨ªa tipogr¨¢fica: lejos de los v¨¦rtices, cabezas, astas, ojos, serifs y travesa?os, la recuperaci¨®n de la ilusi¨®n caligr¨¢fica se antojaba, por ¨®smosis, el suced¨¢neo del regreso de otra ilusi¨®n, del tes¨®n, de la ambici¨®n fundida. Quiz¨¢ Rousselot ayudara¡ De entrada, confiesa que tiene tambi¨¦n miles de libretas porque lo garabatea todo, ya con cuatro o cinco a?os: ¡°Trazaba letras en la tierra con un palo y luego persegu¨ªa como un loco a cualquier mayor para que me dijera qu¨¦ significaban porque yo no sab¨ªa a¨²n leer ni escribir¡±. En El Chaco argentino natal, copiaba letras y n¨²meros de las locomotoras de la cercana estaci¨®n, de cualquier marca de cualquier cosa y persegu¨ªa tambi¨¦n al que pintaba los escaparates de las tiendas del pueblo para que le ense?ara las composiciones doradas de los anuncios.
Queda todo de aquel inquieto ni?o casi ocho d¨¦cadas despu¨¦s. Ah¨ª est¨¢ una caja de lujo, de m¨¢s de mil euros, que hizo para Dom Perignon y los jamones Joselito. El rulo era tan gongorino que los anunciantes insistieron en que escribiera claro el nombre de las marcas. ¡°No entend¨ªan nada: no se tiene que leer, no es necesario: se tiene que vender la fantas¨ªa de ese trazo, lo que evoca¡±, explica a los asistentes el creador de toda una tipograf¨ªa de program¨¢tico t¨ªtulo: la Despeinada.
Sol¨ªa volcarlo todo Rousselot en el papel de estraza de la tienda de comestibles de su madre. Ahora hace lo propio con otro de envolver parejo porque la sesi¨®n incluye un bonus track: demostraci¨®n caligr¨¢fica en directo. ¡°No esperen grandes cosas¡±, dice con falsa modestia una vocecita que se filtra entre un apretujado c¨ªrculo de alumnos que desenfundan raudos sus m¨®viles y graban o captan instant¨¢neas enviadas sin demora por Whatsapp, de lo que toma nota raudo el periodista¡ en la libreta y con pluma estilogr¨¢fica.
¡°Utilizo las mismas herramientas que Leonardo da Vinci o los antiguos cuando trazaron los rudimentos de estos mismos caracteres¡±, reza mientras despliega dos estuches de tela, uno cargado con una veintena de pinceles; otro, con un sinf¨ªn de plumas; algunas acaban como una esp¨¢tula y otra no es m¨¢s que una r¨²stica ca?a con una punta en la que a¨²n se distingue color y marca de la Coca-Cola. ¡°Las hago yo, con un trozo de lata... Es que no se puede hacer una letra Romana Imperial sin un pincel plano, ni una Cancilleresca sin una pluma chata¡±.
Es esa tipograf¨ªa, la Cancilleresca, la que recomienda para aprender el oficio y el pincel antes que la pluma. La Romana Imperial, que parece la m¨¢s f¨¢cil, es de las m¨¢s dif¨ªciles, avisa, mientras, generoso, como ha empezado a llenar folios con nombres de asistentes, el alud de solicitudes se torna fren¨¦tico. La elegancia innata en ese mojar los plumines en los tinteros Watermann y Parker ralentiza tiempo y ansias. ¡°La mano ha de estar bien suelta, hacia los 45 grados¡ Se trata de ir jugando con ella¡¡±, ense?a, como si fueran f¨¢ciles esos rulos que nacen tras una R de Ricardo retorcida sobre s¨ª misma; la P de Pedro de poderoso arbolado; la S de Sandra que se desliza silente; la J de J¨²lia que se ha ense?oreado jubilosa; la L de Lola que abraza la ola; la V de Ver¨®nica que caracolea versallesca¡
¡°Una letra tiene que ser funcional, solo que a veces conviene agregar alg¨²n adorno; los griegos lo a?ad¨ªan al final¡±, sostiene Rousselot. Las notas sobre su intervenci¨®n brillan con mejor letra que el resto de la libreta, rescoldos fugaces contra el fr¨ªo que dej¨® la luz perdida de los momentos ante el viejo encerado.
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