Puigdemont, vecino de Waterloo
El expresidente despierta sentimientos encontrados en las casas aleda?as
Este mi¨¦rcoles en Waterloo (B¨¦lgica) se dio una situaci¨®n poco predecible para una ciudad situada a 1.300 kil¨®metros de Barcelona. El copiloto de un coche en marcha grit¨® por la ventanilla un sonoro "?Visca Catalunya!", y un italiano, descamisado y sudoroso tras emplearse a fondo en su bicicleta est¨¢tica, respondi¨® desde la entrada de su casa con un "?Viva Espa?a!" no menos vigoroso.
Pero eso ser¨¢ despu¨¦s. Primero hay que tomar el tren. De la Estaci¨®n Sur de Bruselas a Waterloo hay cinco paradas y 18 minutos. Una vez fuera, Google Maps calcula ocho minutos a pie para llegar al destino final: la casa de Carles Puigdemont, en el n¨²mero 34 de la avenida del Abogado.
Ha pasado un a?o y cinco meses desde que trascendi¨® su mudanza. Y unos 75.000 euros de alquiler despu¨¦s ¡ªa raz¨®n de 4.400 mensuales¡ª, sigue ah¨ª, en medio de la aburrida quietud del barrio residencial, las ventanas ligeramente abiertas para ventilar, los dos m¨¢stiles desnudos listos para ver ascender las banderas catalana y europea, las placas con el t¨ªtulo de Casa de la Rep¨²blica, una cinta amarilla colgada de la puerta, y una c¨¢mara de seguridad apuntando al que se acerca demasiado.
Por su lejan¨ªa del centro de la ciudad, pocos de los 30.000 habitantes de Waterloo han visto a Puigdemont con sus propios ojos, pero en su barrio, habitado por m¨¦dicos, diplom¨¢ticos y funcionarios jubilados, s¨ª se ha dejado notar su presencia.
Es mi¨¦rcoles por la ma?ana y hay m¨¢s traj¨ªn del habitual: jardineros que arrancan ramas demasiado crecidas. Vecinos que cortan el c¨¦sped. Y visitas espor¨¢dicas que cruzan el umbral de la casa de Puigdemont sin pedir permiso. En una de las casas de su izquierda, un hombre se mueve arriba y abajo, metro en mano. Preguntado por su ilustre vecino, tuerce el gesto. "Vienen muchos autobuses y hay m¨¢s ruido, ya se lo he dicho a la polic¨ªa", dice apresurado.
Unos pasos m¨¢s all¨¢, en la casa aleda?a de la derecha, el sentimiento es el opuesto. El italiano Vittorio de Sanctis, jubilado de 79 a?os, se muestra comprensivo. "Vemos autobuses llegar, banderas, gente que fotograf¨ªa la casa, pero todo con normalidad. Es un personaje p¨²blico", le disculpa. Mientras guarda el cortac¨¦sped en el coche, recuerda las bromas de los amigos cuando supieron que vivir¨ªa puerta con puerta con el expresident. Y cuenta que un d¨ªa Josep Mar¨ªa Matamala, el inseparable amigo empresario de Puigdemont, ahora senador, toc¨® su puerta para invitarles, a ¨¦l y su esposa, a pasar un rato con el pol¨ªtico gerundense. "Es una relaci¨®n de buena vecindad. Estuvimos media hora con ¨¦l y nos regal¨® aceite, mermelada y unos pasteles. Creo que proviene de una familia de pasteleros", acierta De Sanctis. Aunque insiste en que a ¨¦l no le molesta, es consciente de que no todos piensan igual, y cita a un misterioso vecino, "espa?ol anticatal¨¢n", con una bandera rojigualda colgada de la fachada.?
La procesi¨®n de fieles independentistas hasta la mansi¨®n de Waterloo, convertida en un santuario, crece en vacaciones y fines de semana. Durante la conversaci¨®n con De Sanctis, un hombre se ha sentado en la explanada de hierba mirando fijamente hacia la denominada Casa de la Rep¨²blica. "Hemos venido a Bruselas a visitar a la hermana de mi mujer, y no pod¨ªa irme sin ver a Puigdemont", afirma sin querer dar su nombre. Est¨¢ solo, ha buscado la direcci¨®n en la prensa, ha tomado el tren desde la capital belga y ha llamado al timbre para pedir una foto con Puigdemont, por ahora sin ¨¦xito. Alguien de su equipo le ha respondido que est¨¢ ocupado.
Mientras tanto, tira de paciencia y recibe la compa?¨ªa sin incomodidad. Se declara independentista, votante de Oriol Junqueras, y cree que este deber¨ªa haberse marchado al extranjero como Puigdemont para no quedar enmudecido tras los barrotes. Una vez vuelve a quedarse solo, saca el m¨®vil, fotograf¨ªa la casa, y se toma un selfi con el pulgar extendido. Luego se va.
A un par de minutos a pie de la casa de Puigdemont, la famosa bandera espa?ola de la que hablaba el vecino cuelga sobre el alf¨¦izar de una ventana. Al llamar a la puerta, un torrente de voz emerge de su interior preguntando al forastero qu¨¦ desea. Un minuto despu¨¦s, Giovanni, funcionario europeo jubilado de 64 a?os, abre la puerta del garaje y asoma ba?ado en sudor, sin camiseta, en chanclas y ba?ador. "Estaba haciendo bicicleta", explica. El "espa?ol anticatal¨¢n" ha resultado ser un italiano de Siena. "Coloqu¨¦ la bandera cuando Puigdemont se mud¨® para que cada vez que pase por aqu¨ª recuerde que es espa?ol", sostiene.
Giovanni se define como defensor de la paz, pero se indigna con rapidez. "La gente que est¨¢ intentando romper esto son co?os", suelta en un castellano dudoso fruto de sus estancias en Marbella. M¨¢s de una vez ha descolgado el tel¨¦fono para avisar a la polic¨ªa de las molestias que generan los actos de Puigdemont. "Les he dicho que hagan algo porque esto es un barrio residencial, no una embajada. Si quiere m¨ªtines que se vaya a la delegaci¨®n catalana de Bruselas". ?C¨®mo reacciona la gente ante su bandera? "Me aplauden y me dan las gracias", presume satisfecho.
Segundos despu¨¦s, suena un motor y llega el improbable intercambio de vivas a Catalu?a y Espa?a en este pl¨¢cido rinc¨®n de Valonia. Unas calles m¨¢s abajo, el fan apostado frente a la casa de Puigdemont camina disgustado entre los chal¨¦s en busca de un sitio barato donde comer antes de volver a la explanada a por la ansiada foto. Tras ignorar el consejo del restaurante catal¨¢n situado a 15 minutos, con un burro por logo, pone rumbo a la estaci¨®n. "?Aqu¨ª no hay nada!", se queja amargamente.
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