Ur¨ªas y el rey David
En 'Ur¨ªas y el rey David', una obra en la mejor tradici¨®n de la novela hist¨®rica, Ignacio Garc¨ªa-Vali?o recrea uno de los episodios b¨ªblicos que m¨¢s han inspirado a escritores y artistas de todos los tiempos.
Cap¨ªtulo I
Al principio, Ur¨ªas fing¨ªa no darse cuenta de los despistes de la muchacha en el mostrador del pan, demasiado nerviosa e inexperta a¨²n para no equivocarse con los nombres y calcular mal la cantidad de torta de flor de harina que pon¨ªa en la balanza. La primera semana incluso ni siquiera se fij¨® en ella, aunque detect¨® un olor nuevo en el peque?o recinto, iluminado por una lucerna del techo que proyectaba sus sombras sobre un suelo de tablas y migas crujientes. Casi siempre a esa hora de la ma?ana en que sal¨ªa por el pan iba a¨²n apelmazado de sue?os y no prestaba demasiada atenci¨®n a lo que ten¨ªa delante, de modo que se fue dando cuenta muy poco a poco, de un d¨ªa para otro, que la se?ora obesa y sudorosa que antes atend¨ªa hab¨ªa sido sustituida por una muchacha no mayor de doce a?os.
Quiz¨¢ lo que le oblig¨® a alzar la vista fue precisamente una constante acumulaci¨®n de peque?os deslices que le obligaban a esperar un poco m¨¢s de lo acostumbrado hasta ser atendido. Casi nunca se encontraba con nadie m¨¢s en el horno, pues era uno de los primeros en acudir en aquel barrio de Jerusal¨¦n, de modo que atribuy¨® la torpeza de la muchacha a lo temprano de la ma?ana o a que esa conjunci¨®n del movimiento y la mente a¨²n no se hab¨ªa puesto en sincron¨ªa. Pero la repetici¨®n sistem¨¢tica de ciertos errores como darle un tipo de pan que no hab¨ªa solicitado, confundir la torta de trigo con la de trigo y aceite, el pan ¨¢cimo y el cocido con levadura, o hacer que la balanza marcase, por alg¨²n prodigio ins¨®lito, trescientos siclos donde s¨®lo hab¨ªa cien... Todo esto le llev¨® a examinar bien a la muchacha y a preguntarse qu¨¦ diantres le ocurr¨ªa.
—La de trigo y reques¨®n es m¨¢s clara —le dijo finalmente—. ?Por qu¨¦ no la pones en otro sitio?
Ella no se atrevi¨® o no fue capaz de responder. Baj¨® la cabeza, avergonzada. Ur¨ªas se dio cuenta de que hab¨ªa espacio en la tienda para otro estante. La mujer gorda que anta?o le atend¨ªa sab¨ªa perfectamente c¨®mo colocar cada cosa en su cestillo sin que los distintos g¨¦neros se mezclasen. Sus movimientos eran vigorosos, quiz¨¢ toscos, pero efectivos. En cambio, la nueva empleada no acertar¨ªa con una horca en una pila de heno.
Desde entonces, Ur¨ªas el heteo sonre¨ªa cada vez que ella miraba a los lados, buscando en las estanter¨ªas la torta de higos o de pasas a la que ¨¦l se refer¨ªa, y no dudaba en se?al¨¢rselo aunque ya lo hubiera hecho el d¨ªa anterior, cosa que la pon¨ªa a¨²n m¨¢s nerviosa.
Tambi¨¦n olvidaba ella ciertas precauciones elementales, como abrir las ventanas para que no se acumulara el calor que emanaba el horno por la bravera —sin contar con el que ven¨ªa de fuera, en pleno mes de Elul—, usar los guantes para tomar las hogazas demasiado recientes o limpiar las migas que se acumulaban en el mostrador y acababan formando en el suelo un lecho crujiente. El humo a veces entraba en la tienda y no hab¨ªa modo de respirar, o el calor era sencillamente insoportable. Todo esto le sacaba a Ur¨ªas de sus casillas mientras esperaba con una paciencia no desprovista de curiosidad si aquel ser estaba capacitado para aprender con el tiempo y la acumulaci¨®n de desprop¨®sitos, o si, por el contrario, estar¨ªa condenado a sufrir todos los percances posibles que la chica cometer¨ªa en adelante y sin posibilidad de reparo.
Y sin darse cuenta, comenzaba a levantarse de la cama con la inconfesada satisfacci¨®n de asistir a las evoluciones de la panadera y conocer qu¨¦ sorpresas ten¨ªa deparadas para ¨¦l. Ya no era un viaje mon¨®tono y anodino como anta?o, sino que en su misma exasperaci¨®n encontraba un placer infantil, una especie de diversi¨®n que recordar en el transcurso del d¨ªa. Sonre¨ªa cuando se figuraba que la idea de ir a comprar el pan, una actividad que nunca le hab¨ªa agradado lo m¨¢s m¨ªnimo —restringida a los ricos propietarios que pod¨ªan permitirse el lujo de no asar el pan en su propio horno, o a los holgazanes como ¨¦l— hubiera de resultar tan frustrante o excitante. Claro que no era s¨®lo por pereza. Nada en el mundo le desagradaba tanto como la sensaci¨®n de viscosidad pegajosa adherida sin remedio a la piel, la imposibilidad de liberar las manos sin que la masa se agarrara a los dedos, y no tener un hueco limpio para desembarazarse del resto. Como querer limpiarse de lodo en un cenagal.
Fue en la tercera semana cuando ella derrib¨® la balanza. Ur¨ªas hab¨ªa empezado a observarla directamente, apoyado en el mostrador con una burlona expectaci¨®n. Ella le hab¨ªa dado la espalda para no tener que cruzarse con su mirada fija, que tan insegura la volv¨ªa, y en uno de sus movimientos calcul¨® mal las distancias y volte¨® con el codo la balanza que se apoyaba en una esquina de la mesa. Se desmont¨® al caer y todas las piezas que la compon¨ªan rodaron al suelo. Nada pudo librarle de soltar una risa sorda ante la ostensible torpeza de la chica, pero luego, al ver su rostro perplejo y encendido de rubor, sinti¨® un poco de piedad y se call¨®. La muchacha se arrodill¨® junto a ¨¦l y comenz¨® a recoger todas las piezas y a dejarlas sobre la mesa en un desorden tal que sin saberlo estaba arruinando la ¨²nica posibilidad de empezar a montarla calculando el orden que formaban antes. Ur¨ªas le mir¨® la nuca abultada por el pelo negro que se recog¨ªa en la coronilla y la curva delgada del cuello atravesada por las ondulaciones de las v¨¦rtebras, moreno y bru?ido por el sudor. Imagin¨® un cuerpo quebradizo de huesos mal ordenados, demasiado salientes, que le confer¨ªan un vigor desacorde, un ¨ªntimo desequilibrio af¨ªn a todas las formas posibles de la impericia. Temblaba un poco y ol¨ªa bien. Era ese olor que desperdigaba por todo el cuarto y que antes hab¨ªa atribuido a una nueva harina en flor de alguno de los sacos que se amontonaban bajo la balanza.
La muchacha se puso en pie con un extra?o movimiento que evitaba exponerse demasiado cerca a la mirada de Ur¨ªas, examin¨® con un desmedido desaliento lo que hab¨ªa quedado de la balanza e hizo algunos intentos infructuosos de armarla de nuevo. ?l sonri¨® pensando que ni por un milagro de Yahv¨¦ podr¨ªa ella recomponerla y decidi¨®, casi enternecido de compasi¨®n, hacer un acto de misericordia y apartar aquellos fragmentos de sus manos. Ella no opuso resistencia alguna, e incluso parec¨ªa haberlo estado esperando, y se hizo a un lado para no entorpecerlo con su presencia. Ur¨ªas el heteo dedic¨® unos segundos a admirar la delicada estructura de alambres en desorden, los pulidos platillos, el astil, el calam¨®n, el brazo, el fiel, y lleg¨® a la conclusi¨®n de que as¨ª como estaban, sin unidad, creaban un conjunto mucho m¨¢s hermoso que recompuestos, acaso porque obligaban al ojo a fijarse en la sutil perfecci¨®n de cada uno de esos fragmentos y en el misterio que encerraban desligados del resto. Despu¨¦s los fue uniendo hasta formar peque?os conjuntos separados, que a su vez refund¨ªa hasta convertirlos en uno solo, la balanza. Quiz¨¢ —pens¨®— el mundo hab¨ªa sido creado as¨ª, a partir de fragmentos dispersos y aparentemente arbitrarios que se fueron uniendo.
Coloc¨® la ¨²ltima pieza, la delgada cadena que sosten¨ªa ambos platillos sin dejar de mirar de reojo a la muchacha que, de pie y con la cabeza baja, irresuelta y vacilante, parec¨ªa estar a punto de intervenir sin atreverse, no obstante, a dar el ¨²ltimo paso. Finalmente, Ur¨ªas dedujo que el fiel se hab¨ªa doblado un poco, y no se atrev¨ªa a enderezarlo ¨¦l mismo por miedo a romperlo. Le dijo a la muchacha que ven¨ªa dentro de un rato y sali¨® llev¨¢ndose el artefacto consigo.
Sudoroso y siempre alegre, el viejo Rafael estaba accionando el fuelle de la fragua para calentar el carb¨®n cuando Ur¨ªas el heteo ocup¨® el rect¨¢ngulo de luz de la puerta. Hac¨ªa all¨ª dentro un calor estancado lleno de olor a herrumbre y cenizas y sus ojos tardaron varios segundos en habituarse a la penumbra. Comenz¨® a distinguir junto al yunque una pila de herramientas de labranza y la reja de una ventana rota en uno de sus barrotes. Estribado contra el muro de adobe, observaba c¨®mo los rescoldos se iban encendiendo en la fragua hasta arder. Rafael le salud¨® y despu¨¦s solt¨® una risilla (siempre se estaba riendo, y nadie supo nunca el porqu¨¦), tom¨® la punta de una lanza y la mantuvo dentro de la llama durante unos instantes hasta apoyarla sobre el esca?o. Luego se volvi¨® a ¨¦l.
—De la panader¨ªa, ?verdad? Je, je —dijo observando la balanza que Ur¨ªas sosten¨ªa con cuidado a la altura de su cintura.
No necesit¨® el heteo explicarle d¨®nde estaba el problema porque el viejo herrador, cuya mirada dec¨ªan que empezaba a perder r¨¢pidamente, pas¨® sus dedos callosos por la aguja y los detuvo exactamente en el lugar da?ado.
—Lo ideal ser¨ªa una pieza nueva, pero tardar¨ªa m¨¢s de una semana en hacerme con ella, je, je. Es demasiado fina.
—No se puede esperar tanto —objet¨® Ur¨ªas.
—Bien, veremos lo que se puede hacer.
Se arrodill¨® y dispuso el fiel sobre la superficie del yunque. Con un diminuto martillo comenz¨® a golpearlo y de tanto en tanto pasaba los dedos para comprobar que la l¨ªnea no se hab¨ªa curvado. A¨²n ten¨ªa el cuerpo robusto, pero sus m¨²sculos, surcados por venas hinchadas que casi transparentaba su piel, estaban reblandecidos. Su pulso tambi¨¦n temblaba, y no por ello perd¨ªan finura sus maniobras. Al cabo de varios minutos lo volvi¨®, dio unos nuevos golpes y lo tom¨® con los dedos previamente humedecidos de saliva. Lo puso en escorzo perfecto delante de sus ojos y comprob¨® que ahora s¨ª estaba recto. Tras meterlo unos segundos en el chorro del pil¨®n, lo coloc¨® en la balanza y prob¨® a pesar unos clavos del suelo.
Pr¨®xima entrega: "Camarada Orlov" de Jordi Sierra i Fabra.
Babelia
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.