Vida de este chico
Vida de este chico se ha convertido en un cl¨¢sico de lectura obligada. Su autor, Tobias Wolff, es sin duda uno de los grandes escritores norteamericanos contempor¨¢neos, junto con Phillip Roth o el recientemente fallecido Saul Bellow.
Fortuna
El agua de nuestro coche se puso a hervir otra vez en cuanto mi madre y yo cruzamos la Divisi¨®n Continental. Mientras esper¨¢bamos a que se enfriase o¨ªmos, procedente de alg¨²n lugar por encima de nosotros, el alarido de una bocina. El sonido se hizo m¨¢s fuerte y luego un cami¨®n grande sali¨® de la curva, pas¨® junto a nosotros a toda velocidad y tom¨® la siguiente curva, la caja dando violentos bandazos. Nos quedamos mirando el punto por donde hab¨ªa desaparecido.
—Oh, Toby —dijo mi madre—, ha perdido los frenos.
El sonido de la bocina se fue alejando y luego se desvaneci¨® en el viento que suspiraba entre los ¨¢rboles que nos rodeaban.
Cuando llegamos all¨ª, hab¨ªa unas cuantas personas de pie junto al precipicio por donde se hab¨ªa despe?ado el cami¨®n. Hab¨ªa destrozado la barandilla protectora y hab¨ªa ca¨ªdo cientos de metros en el vac¨ªo hasta el r¨ªo, donde yac¨ªa de espaldas entre las pe?as. Parec¨ªa pat¨¦ticamente peque?o. Un chorro de denso humo negro se elevaba de la cabina y el viento lo dispersaba. Mi madre pregunt¨® si alguien hab¨ªa ido a dar parte del accidente. S¨ª, alguien hab¨ªa ido. Nos quedamos con los otros al borde del precipicio. Nadie hablaba. Mi madre me rode¨® los hombros con un brazo.
Durante el resto del d¨ªa no par¨® de volver la cabeza para mirarme, de tocarme, de apartarme el pelo de la cara. Vi que era el momento oportuno para sacarle regalos de recuerdo. Sab¨ªa que no ten¨ªa dinero para ellos y hab¨ªa tratado de no ped¨ªrselos, pero ahora que ella ten¨ªa la guardia baja no pude contenerme. Cuando salimos de Gran Junction yo ten¨ªa un cintur¨®n indio de cuentas, unos mocasines bordados con cuentas y un caballo de bronce con una silla de cuero repujado de quita y pon.
Era el a?o 1955 y viaj¨¢bamos en coche desde Florida a Utah para escapar de un hombre al que mi madre tem¨ªa y para hacernos ricos con el uranio. ?bamos a cambiar nuestra suerte.
Hab¨ªamos salido de Sarasota en mitad del verano, justo despu¨¦s de mi d¨¦cimo cumplea?os, y nos dirig¨ªamos al oeste bajo unos cielos encapotados y mortecinos que se pon¨ªan negros y estallaban y se despejaban s¨®lo el tiempo suficiente para dejar en el aire una gasa de vapor. Atravesamos Georgia, Alabama, Tennessee y Kentucky, deteni¨¦ndonos para que se enfriara el motor en pueblos donde la gente se mov¨ªa con lentitud artr¨ªtica y hablaban con lenguas gordas y estranguladas. Vagos con los dientes podridos rodeaban el coche y ofrec¨ªan cacahuetes a la se?ora yanqui y a su hijito, discutiendo entre ellos acerca de los mejores atajos. Las mujeres levantaban la vista de sus parterres de flores cuando pas¨¢bamos o nos miraban desde sus porches, unas veces impasibles, otras salud¨¢ndonos con una inclinaci¨®n de cabeza y un movimiento de su abanico.
Cada dos horas el Nash Rambler se recalentaba. Mi madre no cesaba de rascar en la peque?a subvenci¨®n que le hab¨ªan dado para buscar el uranio, pero ning¨²n mec¨¢nico era capaz de arreglarlo. Lo ¨²nico que pod¨ªamos hacer era esperar a que se enfriara y luego continuar hasta que se calentaba de nuevo. (Mi madre lleg¨® a odiar este cacharro hasta tal punto que poco despu¨¦s de que lleg¨¢ramos a Utah se lo regal¨® a una mujer que conoci¨® en una cafeter¨ªa.)
Por las noches dorm¨ªamos en habitaciones donde los faros de los coches se arrastraban por las paredes y los mosquitos cantaban en nuestros o¨ªdos, incesantes como los neum¨¢ticos que gem¨ªan en la carretera. Pero nada de esto me molestaba. Estaba prendido en la libertad de mi madre, en su goce de esa libertad, en su sue?o de transformaci¨®n.
Todo iba a cambiar cuando lleg¨¢semos al oeste. Mi madre hab¨ªa vivido de ni?a en Beverly Hills y la vida que ve¨ªamos ante nosotros se basaba en sus recuerdos de California en los tiempos anteriores a la crisis econ¨®mica de 1929. Su padre, pap¨¢ como ella le llamaba, hab¨ªa sido oficial de la marina y millonario en acciones.
Viv¨ªan en una gran casa con un torre¨®n. Justo antes de que pap¨¢ perdiese todo su dinero y el de sus parientes pobres irlandeses y se consiguiera un destino en ultramar, mi madre hab¨ªa sido una de las cuatro chicas elegidas para ir en la carroza de Beverly Hills en el Torneo de las Rosas. El tema de la carroza era ?El final del arco iris?, y gan¨® el premio de ese a?o por aclamaci¨®n. Hab¨ªa conocido a Jackie Coogan. Le hab¨ªan hecho una foto con Harold Lloyd y Marion Davis, que hab¨ªan rodado la pel¨ªcula El marinero en el barco de pap¨¢. Cuando pap¨¢ estaba embarcado, ella y su madre viv¨ªan una vida de ensue?o en la cual, durante d¨ªas seguidos, interpretaban el papel de hermanas.
Y los coches de los que mi madre me hablaba mientras esper¨¢bamos a que el Rambler se enfriara... ?Ten¨ªa que haber visto aquellos coches! Pap¨¢ conduc¨ªa un Franklin. A ella la hab¨ªa cortejado un chico que ten¨ªa un Chrysler convertible con una bocina musical. Y, por supuesto, estaba la familia Hern¨¢ndez, unos vecinos que se hab¨ªan venido de M¨¦jico despu¨¦s de encontrar petr¨®leo en su rancho de cactus. La familia era numerosa. Cuando se esperaba que acudieran juntos a alg¨²n sitio, se presentaban en una caravana de Pierce-Arrows id¨¦nticos, cada uno conducido por un miembro de la familia.
Se supon¨ªa que algo as¨ª nos iba a suceder a nosotros. En Utah la gente se levantaba pobre por la ma?ana y se acostaba rica por la noche. No hac¨ªa falta ser ingeniero de minas ni mineralogista. Lo ¨²nico que se necesitaba era un contador Geiger. ?bamos camino de los campos de uranio, donde mi madre conseguir¨ªa un trabajo y mantendr¨ªa los ojos abiertos. Una vez que aprendiera los trucos empezar¨ªa a hacer prospecciones para encontrar uranio.
Y cuando lo encontrara pensaba dedicarse en serio a la compensaci¨®n: por los a?os de trabajo duro, primero sirviendo soda y luego como secretaria principiante, que no la hab¨ªan llevado m¨¢s all¨¢ de la pobreza y a veces ni siquiera hasta all¨ª. Por la ruptura de nuestra familia cinco a?os antes. Por la tristeza de su larga relaci¨®n con un hombre violento. Iba a recuperar el tiempo perdido y yo ten¨ªa que ayudarla.
Llegamos a Utah al d¨ªa siguiente de que el cami¨®n se despe?ara. Llegamos demasiado tarde, con meses de retraso. Moab y los otros pueblos mineros hab¨ªan sido invadidos. Todos los moteles estaban llenos. Los lugare?os hab¨ªan alquilado sus dormitorios y cuartos de estar y garajes y ahora ofrec¨ªan espacio para remolques en sus jardines por cien d¨®lares a la semana, que era lo que mi madre podr¨ªa ganar en un mes si tuviera un trabajo. Pero no hab¨ªa trabajos y la gente se estaba volviendo intratable. Hab¨ªa habido asesinatos. Las prostitutas paseaban por las calles a plena luz del d¨ªa, borrachas y belicosas. Los contadores Geiger costaban una fortuna. Todo el mundo nos dec¨ªa que sigui¨¦ramos camino.
Mi madre se lo pens¨®. Finalmente le compr¨® su contador Geiger a un pobre y una luz infrarroja que se supon¨ªa que hac¨ªa brillar los indicios de uranio, y partimos hacia Salt Lake City. Ella calculaba que ten¨ªa que haber mineral en alguna parte por all¨ª. El hecho de que nadie lo hubiese encontrado quer¨ªa decir que tendr¨ªamos el lugar casi para nosotros solos. Para salir del apuro pensaba conseguir un puesto en la compa?¨ªa minera Kennecott, cuyo jefe de personal hab¨ªa respondido a una carta que ella le mand¨® desde Florida hac¨ªa alg¨²n tiempo. ?l le hab¨ªa aconsejado que no viniera, le dec¨ªa que no hab¨ªa trabajo en Salt Lake y que su propia compa?¨ªa estaba a punto de ponerse en huelga. ?Pero su carta era tan amable! Mi madre sab¨ªa que le sacar¨ªa un empleo. Estaba pr¨¢cticamente garantizado. As¨ª que atravesamos el desierto.
Mientras ella conduc¨ªa, cant¨¢bamos baladas irlandesas, canciones folk y blues de gran orquesta. Yo estaba colgado de Mood Indigo. Una y otra vez canturreaba con tono de estar de vuelta de todo You ain't been blue, no, no, no mientras mi madre vigilaba el indicador de la temperatura y mimaba el motor. Luego se me sec¨® la garganta y me encontr¨¦ graznando. Adem¨¢s estaba demasiado excitado. Nuestro camino se acababa. Pasamos anuncios de crema de afeitar Burma y mojones llenos de balazos. A medida que los n¨²meros de los mojones se hac¨ªan m¨¢s bajos empezamos a decirlos a voz en grito.
Pr¨®xima entrega: "Ur¨ªas y el rey David" de Ignacio Garc¨ªa-Vali?o.
Babelia
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