Dulce tentaci¨®n
?Dos hombres enamorados de la misma mujer? La protagonista de esta hilarante comedia de la autora Carole Matthews descubrir¨¢ que en California, todo, como en las pel¨ªculas y los sue?os, puede suceder?
1
Puedo decir con exactitud cu¨¢ndo me he enamorado. El lugar exacto. El minuto exacto. La Feria del Libro de Londres. Aqu¨ª. Ahora. D¨¦jame echar una ojeada al reloj para grabar el instante en mi memoria: las 15.45. No tengo ni idea de qui¨¦n es ¨¦l —todav¨ªa—, ni de que est¨¢ a punto de poner mi vida patas arriba; pero ya he mordido el anzuelo, estoy atrapada. Me mira de nuevo y sonr¨ªe, y mis v¨ªsceras se inundan de un c¨¢lido cosquilleo que no sent¨ªa desde hace mucho, mucho tiempo. Tambi¨¦n noto un cierto hormigueo en los pies, pero eso tiene m¨¢s que ver con la incomodidad de los zapatos y el incipiente juanete que con la mort¨ªfera flecha de Cupido.
—Necesitamos a una mujer preciosa —me dice, y caigo en la cuenta de que le estoy mirando de hito en hito.
Tiene un acento norteamericano que no consigo localizar. ?Costa Este, Costa Oeste...? Es in¨²til, todos me suenan igual. Los hombres estadounidenses arrastran las palabras de una manera tan sensual que las rodillas me tiemblan. Los adoro. En el instituto, mi profesor de sociolog¨ªa proced¨ªa de Charleston, y yo esperaba con ansia la hora de la clase semanal para salir corriendo hacia el aula. Nunca aprend¨ª lo m¨¢s m¨ªnimo sobre sociolog¨ªa —hasta el d¨ªa de hoy no s¨¦ absolutamente nada acerca del colapso demogr¨¢fico de la poblaci¨®n en el Reino Unido, o de la ¨¦tica econ¨®mica del comercio, o sobre los efectos en la colectividad de una sociedad cibern¨¦tica—, pero disfrutaba cada minuto de las clases. Ya podr¨ªa el profesor haber estado disertando sobre los placeres del coleccionismo de sellos, que yo, personalmente, habr¨ªa seguido fascinada.
—Ser¨¢ cosa de unos diez minutos, no m¨¢s —me est¨¢ diciendo el norteamericano—. ?Podr¨ªas dedic¨¢rmelos?
Siento deseos de decirle que si me lo pidiera amablemente, tal vez le dedicar¨ªa el resto de mi vida; pero s¨®lo consigo balbucear:
—Sss... s¨ª. —Como por casualidad se llame Chuck, o Bud, o Richie, estoy acabada.
Alarga el brazo, me agarra por el codo y me acerca hacia ¨¦l. Miro a mi alrededor con la mand¨ªbula ca¨ªda —habiendo fracasado en el prop¨®sito de cerrar la boca—, en busca de la aprobaci¨®n de Nigel, el director del stand donde se supone que estoy echando una mano. Pero est¨¢ ocupado discutiendo cifras con el due?o de una librer¨ªa, que viste una chaqueta de pana del color del agua estancada. A ninguno de los dem¨¢s le interesa en absoluto lo que yo haga.
Y lo que hago es ejercer un empleo temporal para Bindlatters Books, editores de una colecci¨®n —altamente sospechosa— de libros de terror en tecnicolor dirigidos al mercado juvenil, que parece comportar m¨¢s cantidad de sangre que la que se ve semanalmente en un matadero de tama?o medio, as¨ª como montones de cabezas arrancadas.
Trabajar para una editorial puede sonar divertido —me oigo a m¨ª misma dej¨¢ndolo caer durante la conversaci¨®n en las cenas con amigos—, pero lo que hago en realidad es llevar puesto un uniforme de poli¨¦ster rojo e intentar entregar folletos a unas personas que no quieren recogerlos. Posiblemente, en los ¨²ltimos d¨ªas les han echado encima cat¨¢logos suficientes como para no necesitar m¨¢s en toda la vida, si bien, es poco probable que sean como los nuestros, adornados con cabezas decapitadas.
—?Editora? —me pregunta mi norteamericano a medida que me va abriendo camino entre la aglomeraci¨®n.
Imagino que, en una feria literaria, semejante suposici¨®n es razonable. Ojal¨¢ pudiera presumir de una categor¨ªa tan ilustre. Podr¨ªa fingir ser editora pero ?qu¨¦ ganar¨ªa con ello? Ahora bien, no creo que sea imprescindible admitir que mi conocimiento de los libros se limita a comprar ejemplares destrozados que ya han pasado por diversas tiendas de segunda mano y que utilizo para llenar mis largas noches vac¨ªas. Soy una entusiasta de las novelas de Danielle Steel desgastadas por los bordes.
—No —respondo. ?C¨®mo hacer que esto parezca fascinante? No tengo ni idea. No soy tan ingeniosa; al menos a tan corto plazo—. Repartidora Ejecutiva de Folletos.
?l intenta mostrarse impresionado, como si acabara de decirle que soy ministra de Hacienda.
—Es un puesto temporal. —?Por todos los santos! Mi voz est¨¢ te?ida de una amargura pat¨¦tica.
La Feria del Libro de Londres se celebra en Olimpia, y tardo a?os en llegar aqu¨ª por las ma?anas —vivo en Battersea, en la otra orilla del r¨ªo—. Pero s¨®lo ser¨¢ por una semana, me recuerdo sin parar. Con todo, lo que pase al final de la semana podr¨ªa ser mucho peor. Un enorme y orondo ?nada? sobresale, amenazante, sobre el horizonte de mi vida.
Miro con disimulo mi chapa oficial de identificaci¨®n. No lleva mi nombre —Sadie Nelson—, ni ning¨²n otro detalle que pudiera distinguirme de Fulana de Tal. S¨®lo el nombre de mi stand. Imagino que la gente que ejerce esta tarea tan ingrata no permanece lo suficiente para justificar la posesi¨®n de una chapa impresa con su nombre. ?Burro de Carga? habr¨ªa sido un t¨ªtulo apropiado, pero se ve que tampoco dispon¨ªan de un distintivo con tal denominaci¨®n.
—Me llamo Gil —dice el apuesto norteamericano por encima del hombro—. Gil McGann.
—?Editor?
—No.
—?Agente literario? —Esta semana hay muchos por aqu¨ª. Se les distingue porque uno tiene la impresi¨®n de que no les da el sol a menudo.
—No. —Sacude la cabeza con cierto desprecio y me aprieta el brazo con m¨¢s fuerza a medida que nos abrimos camino entre el gent¨ªo que se nos echa encima—. Soy productor de cine, en Hollywood.
S¨ª, claro; y yo soy Halle Berry.
—Acabo de comprar un libro fant¨¢stico —contin¨²a—. Amante a la fuga. Una comedia rom¨¢ntica, divertid¨ªsima. He conseguido a Bob para el papel.
Me mira como si yo debiera desmayarme.
—?Bob?
—Bob Redford.
—?Ah! —Siento deseos de se?alar que el resto de los mortales lo llamamos Robert.
—He venido para hacerme el simp¨¢tico con la autora.
Genial. A ver, aclaremos la situaci¨®n: estoy aqu¨ª de pie, enfundada en un uniforme de poli¨¦ster rojo que, adem¨¢s de conferirme el aspecto de quien tiene la tarde libre en Butlins, ha sido espec¨ªficamente dise?ado para una mujer m¨¢s baja, m¨¢s gorda y unos cuarenta a?os mayor que yo. Bueno, pues aqu¨ª me encuentro con un guap¨ªsimo productor de cine de Hollywood, hablando sobre su ¨²ltima adquisici¨®n cinematogr¨¢fica. Por el lado positivo, hoy tengo un buen d¨ªa en cuanto al pelo. Si no me mira m¨¢s abajo del cuello, quiz¨¢ no se d¨¦ cuenta de que voy vestida con restos de saldo de cuando C&A cay¨® en desgracia. Adem¨¢s, a pesar de no preguntarme mi nombre, me ha llamado ?preciosa?. De un momento a otro va a sonar el despertador y no voy a ser capaz de decidir si esto ha sido un sue?o o una pesadilla. Por el momento, la cosa podr¨ªa decantarse hacia uno u otro lado.
A base de empujones, conseguimos atravesar la muchedumbre y llegar a un stand cien veces m¨¢s grande y m¨¢s lujoso que el de Bindlatters Books. Lo adornan enormes p¨®sters de libros de ¨²ltima moda; algunos incluso me suenan, si bien no los he le¨ªdo porque a¨²n no han llegado a los modestos estantes de las tiendas de segunda mano. En una esquina, veo a un grupo de gente que bebe champ¨¢n y r¨ªe a carcajadas. En uno de los laterales del recinto han colocado una mesa de acero inoxidable con un tablero de cristal carente de churretes. Se aprecia un cierto ambiente de expectaci¨®n entre las pocas personas presentes, quienes parecen compartir la condici¨®n de siervos obedientes y se arremolinan entre s¨ª.
Gil est¨¢ de pie, a mi lado, pero no me suelta el brazo. No me quejo. Tengo carne de gallina por todo el cuerpo y, sin embargo, no hace nada de fr¨ªo.
Pr¨®ximo fragmento: 'Dioses en Alabama', de Joshilyn Jackson
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