Hay dioses en Alabama
Joshilyn Jackson nos ofrece en 'Hay dioses en Alabama' un thriller psicol¨®gico lleno de fuerza, humor y verdad que engancha desde la primera hasta la ¨²ltima l¨ªnea.
1
Hay dioses en Alabama: el Jack Daniel's, los quarterbacks del instituto, los camiones, las tetas grandes, y tambi¨¦n Jesucristo. Yo misma dej¨¦ a uno all¨ª, en Possett. Lo met¨ª de una patada bajo la hiedra y se lo entregu¨¦ a las cucarachas.
Dos a?os antes de marcharme de all¨ª hice un pacto con Dios. Por aquel entonces me parec¨ªa que Dios se portaba bastante bien. Le ofrec¨ª tres cosas a cambio de una: ¨¦l s¨®lo ten¨ªa que hacer un milagro. Si ¨¦l cumpl¨ªa su parte, yo me mantendr¨ªa fiel a mis tres promesas, costara lo que costase. Y por espacio de doce a?os consider¨¦ que nuestro pacto era sagrado. Hasta que un d¨ªa Dios hizo que Rose Mae Lolley llamara a mi puerta, cargada con mis fantasmas adem¨¢s de su propio equipaje.
Sucedi¨® una semana antes de que empezaran las vacaciones de verano, cuando mi t¨ªo Bruster estaba a punto de jubilarse. Llevaba treinta a?os repartiendo el correo por la Route 19, y al fin iba a recibir un reloj de oro, una pensi¨®n de mierda y permiso del gobierno federal para morir. Su fiesta de jubilaci¨®n se acercaba, y mi t¨ªa Florence la us¨® como eje de su ¨²ltima campa?a para hacerme volver a casa. Lanzaba ese tipo de cruzadas tres o cuatro veces al a?o, normalmente con motivo de unas vacaciones o alg¨²n acontecimiento familiar.
Yo ya le hab¨ªa dicho a mi madre mil veces que no pensaba volver. Ni siquiera ten¨ªa por qu¨¦ dar explicaciones. No hab¨ªa vuelto por all¨ª desde que hab¨ªa terminado el instituto, en 1987. Hab¨ªa pasado nueve Navidades en Chicago, llevaba diez vacaciones de primavera sin ir a casa y me las hab¨ªa apa?ado para pasar los diez ¨²ltimos veranos ocupada en distintos cursos, como profesora o como alumna. Hab¨ªa evitado los viajes de fin de semana para asistir a bautizos, ceremonias de graduaci¨®n o bodas de primos y primas segundos. Ni siquiera me permit¨ª acudir a los entierros del capullo de mi abuelo y de su mujer, Santa Abuelita.
En ese momento pens¨¦ que hab¨ªa dejado claro que jam¨¢s regresar¨ªa a Possett, aunque Chicago fuera sentenciada a consumirse en las llamas sagradas de un Dios vengador estilo Antiguo Testamento. ?Gracias por la invitaci¨®n, mam¨¢, pero me van a quemar en una hoguera ese fin de semana?, dec¨ªa yo. Sin embargo, a mi madre se le borraban de la cabeza todas las conversaciones y volv¨ªa a sacar el tema como si nada en cuanto habl¨¢bamos otra vez.
Burr ten¨ªa los pies apoyados en mi destartalada mesita de centro y estaba leyendo una novela de intriga judicial que hab¨ªa comprado en el supermercado. Hab¨ªamos visto una peli temprano, y antes de ir a cenar hab¨ªamos pasado un momento por mi casa para recibir la llamada de las ocho de mi t¨ªa Florence. Perd¨¦rsela no era ni siquiera una opci¨®n. Yo la llamaba todos los domingos despu¨¦s de misa, y ella aparcaba a mi madre junto al tel¨¦fono todos los mi¨¦rcoles por la tarde y marcaba mi n¨²mero. No me habr¨ªa extra?ado nada que un d¨ªa, si le saltaba el contestador, hubiese contratado a una cuadrilla de paletoninjas del sur que fueran a Chicago y me devolvieran a casa.
Florence a¨²n no me hab¨ªa hablado directamente de la jubilaci¨®n de mi t¨ªo, pero hab¨ªa aleccionado a mi madre para que me preguntara si pensaba asistir a la fiesta. Llev¨¢bamos ya seis semanas con el mismo tema, y como s¨®lo faltaban diez d¨ªas para el acontecimiento, esta vez tocaba que la t¨ªa Florence entrara personalmente en acci¨®n. Mam¨¢ era tan maleable que casi parec¨ªa un invertebrado; sin embargo, al final de sus huesudas mu?ecas Florence ten¨ªa unas manazas enormes y hombrunas con las que pod¨ªa estrujarme hasta que no me quedara aliento para decir que no. Era capaz de hacerlo incluso por tel¨¦fono.
Burr levant¨® la vista del libro para observarme mientras daba vueltas por la habitaci¨®n. Estaba tan nerviosa ante el inminente martirio al que Florence me iba a someter, que no pod¨ªa sentarme con ¨¦l. Burr se hab¨ªa hundido en el sof¨¢. Mi apartamento estaba decorado estilo garaje-chic, la opci¨®n por defecto de todo reci¨¦n licenciado. El sof¨¢ ten¨ªa adornos de terciopelo color musgo sobre un fondo de cuero verde salvia, y estaba tan desvencijado que seg¨²n Burr por eso me hab¨ªa besado por primera vez. Nos sentamos los dos al mismo tiempo, y el sof¨¢ nos succion¨® y nos apretuj¨® en el centro. Burr dec¨ªa que no tuvo m¨¢s remedio que besarme, por cortes¨ªa.
—?Cu¨¢nto calculas que tardaremos, m¨¢s o menos? —me pregunt¨® Burr—. Estoy muerto de hambre.
Me encog¨ª de hombros.
—No s¨¦, es la t¨ªpica conversaci¨®n de los mi¨¦rcoles por la tarde con mi madre.
—Vale —dijo Burr.
—Aunque luego tendr¨¦ que pelearme con mi t¨ªa Florence para decidir si voy o no voy a la fiesta de mi t¨ªo Bruster.
—En ese caso? —replic¨® Burr, emergiendo de las profundidades del sof¨¢ para dar los cinco pasos que lo separaban de la cocina americana.
Abri¨® el armario y empez¨® a buscar algo con que aplacarse.
—No tardaremos tanto —dije.
—Claro, cielo —acept¨®, y sac¨® un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete antes de volver al sof¨¢. Se sent¨® con el libro, pero no lo abri¨® inmediatamente—. Intenta que no pase de cuatro horas —coment¨®—. Quiero hablarte de algo en la cena.
Dej¨¦ de dar vueltas.
—?De algo malo? —pregunt¨¦, inquieta por lo serio que se hab¨ªa puesto.
Pod¨ªa ser tanto que pensaba romper otra vez conmigo como proponerme que nos cas¨¢ramos. Hab¨ªamos roto el a?o anterior, en Navidad, y nos quedamos tan hechos trizas que volvimos como quien no quiere la cosa, sin hablarlo previamente. Llev¨¢bamos unos meses bastante bien, pero con Burr eso no pod¨ªa durar. Deb¨ªamos ir hacia alguna parte, y si ¨¦l cre¨ªa que no era as¨ª, todo se fastidiaba.
—Sabes que no soporto que me hagas eso. Dame una pista —dije.
Burr me mir¨® con cari?o, haciendo una mueca.
—No te asustes.
—De acuerdo —contest¨¦. Sent¨ª algo en el est¨®mago, no s¨¦ si ilusi¨®n o miedo, y entonces son¨® el tel¨¦fono.
—?Mierda! —exclam¨¦. El tel¨¦fono estaba en un cesto lleno de libros, al otro lado del sof¨¢. Me sent¨¦ junto a Burr y respond¨ª—. ?Diga?
—?Arlene, cari?o! ?Te acuerdas de Clarice?
Clarice era mi prima; nos hab¨ªamos criado en la misma casa, pr¨¢cticamente como hermanas. Mi madre era la ¨²nica persona del mundo capaz de preguntar una cosa as¨ª sin ning¨²n sarcasmo a una hija que llevaba casi un d¨¦cada sin pasar por casa. La t¨ªa Florence habr¨ªa sacado gran partido de semejante frase, y de hecho pens¨¦ si no habr¨ªa sido ella quien hab¨ªa sembrado esa pregunta en los f¨¦rtiles campos minados de la cabeza de mi madre.
Ocurr¨ªa lo mismo con la tarjeta que mam¨¢ me mandaba invariablemente por Navidad desde hac¨ªa cinco a?os. En ella se ve¨ªa un tel¨¦fono rojo y dec¨ªa, con retorcidas letras rojas: ??Hija! ?Te acuerdas del hombre al que te present¨¦ el d¨ªa en que naciste? ?Por qu¨¦ no le das un toque? S¨¦ que no lo llamas nunca, y hoy es su cumplea?os?. Al abrirla aparec¨ªa, dibujada en gigantescas letras a rayas de colores, una explicaci¨®n de una sola palabra para imb¨¦ciles terminales: ?Jesucristo?. Y tres signos de exclamaci¨®n.
Mi madre encontraba ese tipo de aberraciones en la Liga de Mujeres Baptistas que Atormentan a sus Hijos hasta la Muerte en Nombre del Se?or, o como narices se llamara el club donde prestaba sus servicios. La t¨ªa Florence era, naturalmente, la presidenta. Y, naturalmente, era la t¨ªa Florence quien le compraba las tarjetas a mi madre, las escrib¨ªa, se las daba a firmar, chupaba el sobre, cog¨ªa los sellos del t¨ªo Bruster y se encargaba de echarlas al correo. Para mi t¨ªa yo estaba ya muy cerca de la apostas¨ªa, pues mi iglesia era la Baptista Americana, no la Baptista Sure?a.
Sin embargo, me limit¨¦ a decir:
—Claro que me acuerdo de Clarice, mam¨¢.
—Pues Clarice quiere saber si el viernes podr¨ªas pasar por la residencia para recoger a tu t¨ªa bisabuela Mag. Mag necesita que alguien la lleve hasta Quincy's para ir a la fiesta de tu t¨ªo Bruster.
—?De verdad me est¨¢s diciendo que Clarice quiere saber si tengo intenci¨®n de hacer un viaje en coche de catorce horas desde Chicago y luego conducir otra hora m¨¢s hasta Vinegar Park, que, por cierto, es donde vive Clarice, recoger a la t¨ªa Mag, que seguro que se mea en el coche alquilado, y luego desandar el camino para plantarme cuarenta y cinco minutos despu¨¦s en Quincy's?
—S¨ª, pero, por favor, no digas ?mear?; es muy feo —replic¨® mam¨¢, completamente en serio—. Adem¨¢s, Clarice y Bud se han mudado a Fruiton. Ahora est¨¢n a m¨¢s de cuarenta minutos de Mag.
—Ya, bueno. ?Por qu¨¦ no le dices a t¨ªa Florence..., o sea, a Clarice..., que yo me ocupo de recoger a Mag? Eso s¨ª, despu¨¦s de que t¨ªa Flo se pase por el infierno y recoja al demonio.
Burr segu¨ªa hundido en el sof¨¢, con el libro abierto, pero hab¨ªa dejado de recorrer el texto con la vista. Parec¨ªa demasiado ocupado en re¨ªrse sin hacer ruido y sin atragantarse con la galleta de mantequilla de cacahuete.
—Arlene, no pienso repetir ninguna blasfemia —replic¨® mi madre muy tranquila—. Florence le puede pedir a Fat Agnes que pase a por Mag, y t¨² puedes llevarme a m¨ª.
Desde luego, la t¨ªa Florence era de lo m¨¢s h¨¢bil. Pedirle a mi madre que mantuviera esa conversaci¨®n conmigo era como atar una pistola a la pata de un gatito. ?ste, l¨®gicamente, sacudir¨¢ su esponjosa patita, las balas saldr¨¢n despedidas en todas direcciones y alguna acabar¨¢ alcanzando alg¨²n blanco. En caso de duda, lo que estaba discutiendo con mam¨¢ era si pasaba o no a recoger a t¨ªa Mag, no si iba o no a Possett. Era una trampa barata, digna del libro de Burr, y yo hab¨ªa ca¨ªdo en ella.
—No puedo llevarte, mam¨¢? —le dije amablemente. ?Por qu¨¦ matar al mensajero?—. No voy a ir.
—?Oh, Arleney! —repuso mi madre con voz vagamente triste—. ?Es que no piensas venir a vernos nunca?
—Esta vez no, mam¨¢.
Mi madre hizo un ruidito, como si estuviese reflexionando, y luego, en tono alegre, exclam¨®:
—?En ese caso apostar¨¦ el doble a que vienes en Navidad!
El hecho de que yo llevara nueve Navidades sin ir por all¨ª no parec¨ªa contar en sus difusas ecuaciones. Y entonces, antes de que pudiera lanzarle un r¨¢pido ?Te quiero, adi¨®s?, o¨ª la voz de mi t¨ªa, ladrando por detr¨¢s, y a mam¨¢, que dec¨ªa:
—?Ahora le toca a la t¨ªa Florence!
El tel¨¦fono chisporrote¨® al cambiar de manos y la voz amortiguada de mi t¨ªa le pidi¨® a mi madre que fuera a echar un vistazo al bizcocho. Hubo una pausa, presumiblemente mientras mi madre sal¨ªa de la habitaci¨®n, y Florence retir¨® la mano del micr¨®fono y en un tono que desarmaba por lo cari?oso dijo:
—Hola, serpiente.
—Hola, t¨ªa Florence.
—?Sabes por qu¨¦ te llamo ?serpiente?, serpiente?
—No soy capaz de adivinarlo, t¨ªa Florence.
—Es de un vers¨ªculo de la Biblia. ?Tienen la Biblia en la Iglesia Baptista Americana?
—Creo que una vez vi una por all¨ª. Pero desapareci¨® en cuanto se dio cuenta de d¨®nde estaba. La verdad es que recuerdo que dentro hab¨ªa un mont¨®n de serpientes, y no me cabe duda de que es justo que me llamen as¨ª.
Burr segu¨ªa divirti¨¦ndose. Lo sorprend¨ª mir¨¢ndome y le indiqu¨¦ que se centrara en su novela. Dej¨® de sonre¨ªr y volvi¨® virtuosamente a las p¨¢ginas del libro.
Adoptando un tono suave y celestial, mi t¨ªa enton¨®:
—Cu¨¢ntas serpientes anidan en tu pecho, ni?a ingrata.
—Eso no est¨¢ en la Biblia, t¨ªa Florence. Est¨¢s citando El rey Lear.
—?Sabes que las mujeres de nuestro grupo de la iglesia se re¨²nen como cotorras para comentar las atrocidades que tu pobre madre y yo habremos cometido para que su ¨²nica hija haya huido para siempre jam¨¢s? ?Sabes qu¨¦ maldades dicen esas cotillas de tu pobrecita madre? ?Y de m¨ª?
—No, t¨ªa Florence, no lo s¨¦ —respond¨ª.
Pero mi t¨ªa no me escuchaba. Segu¨ªa ladr¨¢ndome al o¨ªdo, sin parar, tua culpa, etc¨¦tera, etc¨¦tera, logrando que el coraz¨®n se me desbocara y surgiera mi mala conciencia. ?Qui¨¦n me hab¨ªa dado de comer? El t¨ªo Bruster y su ruta postal. Y ahora lo ¨²nico que ¨¦l ped¨ªa era una cena en su honor con su familia en el buf¨¦ de Quincy's. Contraataqu¨¦ pregunt¨¢ndole a Florence si me pod¨ªa poner con el t¨ªo Bruster para decirle en ese preciso instante lo orgullosa que me sent¨ªa de ¨¦l.
Pero Florence no estaba dispuesta a soltar el tel¨¦fono, ni siquiera para pas¨¢rselo a su marido. Cambi¨® de tercio bruscamente y su voz cay¨® hasta convertirse en un reverente suspiro antes de pasar al cl¨¢sico ?Es muy probable que tu madre est¨¦ muerta el a?o que viene? y preguntarme con tristeza c¨®mo me sentir¨ªa si perdiera esa ¨²ltima oportunidad de verla. Le record¨¦ que llevaba nueve a?os usando el mismo argumento y que mam¨¢ segu¨ªa viva.
Pr¨®ximo fragmento: 'En lo bueno y en lo malo', de Carole Matthews
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