El mar en ruinas
David Torres retoma a los personajes hom¨¦ricos en un novela absolutamente magistral, d¨¢ndoles nueva vida, reconstruyendo sus aventuras y contando aquello que no cont¨® Homero
De noche, entre el liso silencio de la playa, la marea trae un rumor de palabras, pero nadie sabe qu¨¦ dice, si es que dice algo. Ni siquiera Odiseo pod¨ªa descifrar su lenguaje, ese sordo rumor de m¨²sica muriendo a sus pies, agua despidi¨¦ndose, el mar, el mar, siempre volviendo sin volver nunca. La vida, los dioses, la guerra, mi amor? Todo empieza en el mar, pero qu¨¦ ocurre cuando el mar mismo ha empezado a morir, cuando las olas se van amansando, agolpando unas sobre otras, como si el viejo Poseid¨®n tuviera asma, sus ¨²ltimos estertores confinados en la isla bajo una l¨ªnea de espuma que ba?a suavemente la costa como un anillo de bodas con la tierra.
Hay quien dice que fue en ese instante, sin olas, sin viento, con el cad¨¢ver del mar pudri¨¦ndose bajo la pupila ardiente del sol, cuando Odiseo invent¨® la navegaci¨®n a pie: pis¨® sobre las aguas untuosas y muertas que pronto empezar¨ªan a apestar el mundo y ech¨® a andar sobre la consistencia l¨ªquida del mismo modo que sobre un desierto azul transformado en espejo. Pero puede tambi¨¦n que por aquel entonces Odiseo admitiera al fin lo que su coraz¨®n hab¨ªa sabido desde siempre: que eran las mujeres quienes hab¨ªan tejido su destino y regido su estrella de navegante. Desde su madre, que lo embarc¨® en su primera expedici¨®n, oscura y h¨²meda, atado a las amarras del cord¨®n umbilical, hasta m¨ª, que, seg¨²n cuentan, lo tir¨¦ otra vez al mar para entretenerme en la soledad de mi telar, tramando las rapsodias de su vida. Que ¨¦ramos nosotras quienes hab¨ªamos jugado con su coraz¨®n como perras con un hueso, arroj¨¢ndonoslo unas a otras de una isla a la siguiente.
Que somos nosotras quienes se r¨ªen ahora de su desdicha: yo, tejiendo, canturreando en mi taller a la luz de la ma?ana; Atenea abanic¨¢ndose en cielos improbables; Calipso transmutada en espuma y Circe sonriendo desde el Hades. Dos morenas, una rubia, una pelirroja, el orden da igual: Calipso, Circe, Atenea, otra vez Pen¨¦lope. Hijo m¨ªo, guardo esto para ti, voy ocultando la verdad en estos tapices que se amontonan en mi dormitorio para que alg¨²n d¨ªa, cuando nazcas, intentes comprender. Pero es in¨²til: los hombres lo fi¨¢is todo a la memoria. Ning¨²n hombre, incluidos Odiseo, tu padre, y Tel¨¦maco, tu hermano, conoce nuestro secreto, el sencillo recurso de juntar hebras de colores para ir formando s¨ªmbolos, el arcaico alfabeto que hace tantos a?os nuestra nodriza nos ense?¨®, a Helena y a m¨ª, en el palacio de Micenas.
El arte de esconder, entre el dibujo de un combate, un mensaje de amor, o de cifrar, disimulado en una vieja escena mitol¨®gica, el precio de un secreto. Nada m¨¢s que un juego de ni?as, pero un juego que las mujeres nos hemos ido transmitiendo de madres a hijas y cuyas reglas han cambiado muy poco con los a?os, los gustos y las modas —punto frigio, punto fenicio, punto d¨®rico—, aunque su origen, dicen, se remonta a Pers¨¦fone, que tej¨ªa t¨²nicas en la oscuridad del Hades para matar el tiempo. Matar el tiempo?
As¨ª empez¨® todo, preg¨²ntale a Zeus si no me crees. Nuestra vieja nodriza no pensaba que el antiguo juego de los hilos jam¨¢s sirviera para nada m¨¢s complicado que consignar una receta de cocina en una greca, pero ella no tuvo que vivir en Troya como Helena, mi prima, raptada por su propio deseo, casada en segundas nupcias con el guapo de Paris, muerta de aburrimiento.
No, ella no tuvo que ver c¨®mo una hermosa juventud se le iba por el desag¨¹e de los a?os, c¨®mo se apagaban las llamas de su pasi¨®n troyana del mismo modo que hab¨ªa languidecido su amor por Menelao. No tuvo que vivir recluida en un palacio de m¨¢rmol, acosada por los remordimientos, asediada por los ojos hambrientos de griegos y troyanos, perseguida por la leyenda de su belleza, harta de un tonto al que no amaba y de un destino que no la amaba a ella, durante los nueve a?os de asedio que sufri¨® Troya: otra Pers¨¦fone en otro triste infierno.
?Qu¨¦ pod¨ªa hacer Helena sino aprovechar las ense?anzas de nuestra gorda nodriza y tejer y tejer, poner por escrito sus desgracias y penas, echar un vistazo por la ventana de la torre y contar la guerra? S¨ª, compad¨¦cela, lamenta su destino, pero recuerda siempre que ella misma se lo hab¨ªa buscado, que el destino, al igual que el mar, no hace m¨¢s que devolver las olas. Porque Helena, desde ni?a, siempre despreci¨® el amor, rechaz¨® a muchos pretendientes que la amaban desesperadamente para casarse al fin con un ga?¨¢n que pose¨ªa un palacio en Esparta y era hermano del gran rey Agamen¨®n. C¨®mo pod¨ªa Helena imaginar que Menelao, su futuro esposo, era ante todo un pastor, hijo de pastores, y que el palacio deseado m¨¢s bien parec¨ªa una cuadra donde las ovejas y los caballos se paseaban a sus anchas por todas partes, incluido el sal¨®n del trono. Unos a?os despu¨¦s se present¨® Paris, c¨®nsul de una ciudad m¨ªtica, guapo y rubio y bobo, y Helena, siempre en busca de un trono, no se lo pens¨® dos veces, no se resisti¨® ni una cuando Paris la rode¨® con sus brazos y la sumergi¨® con un beso en la epopeya.
S¨ª, hijo m¨ªo, duele decirlo, pero Helena siempre fue una caprichosa, una fr¨ªvola capaz de traicionar no s¨®lo a Menelao con Paris, sino al mismo Paris otra vez con Menelao —y aqu¨ª una traici¨®n no anula a la otra: s¨®lo la corrobora. Los bardos, los rapsodas enamoradizos que jam¨¢s vieron a Helena (sus enormes ojos azules como oc¨¦anos, sus mejillas perpetuamente encendidas, sus labios sonrientes, rojos como de sangre despu¨¦s de una batalla) cantaban que su rostro era el del amor, pero ya ir¨¢s conociendo a los bardos: pobres ciegos que van de puerto en puerto agitando sus cayados, mendigando una limosna, hablando de lo que no ven y jurando por lo que nunca vieron.
A su lado, yo, su prima carnal, era la fea de la familia, tan callada y tan t¨ªmida que una de mis t¨ªas, siempre que me ve¨ªa inclinada sobre la labor, bromeaba a mi costa diciendo: ?Pen¨¦lope, Pen¨¦lope, ?qui¨¦n va a casarse con una ni?a que siempre est¨¢ tejiendo??. Sin embargo, ?no me asediaron m¨¢s de un centenar de pretendientes? ?Vas a decirme que s¨®lo iban detr¨¢s del reino de ?taca, este pe?asco inh¨®spito en medio del mar sin m¨¢s riquezas que un pu?ado de barcas y de redes? Por algo me extra?¨® que aquel joven retra¨ªdo y reflexivo —el ¨²nico que no se dej¨® deslumbrar por la hermosura apabullante de Helena y que parec¨ªa siempre pensar una cosa distinta a la que dec¨ªa mientras se rascaba despreocupadamente la barba— se fijara en m¨ª.
Me hab¨ªan enviado a buscar agua a una fuente y estaba rellenando el c¨¢ntaro cuando una sombra tap¨® el chorro y una voz son¨® a mi espalda: ??Te conozco??.
Me volv¨ª y negu¨¦ con la cabeza, sonriendo; entonces yo era apenas una chiquilla, pero me llam¨® la atenci¨®n aquel joven solitario, que no alardeaba de caballos o de m¨²sculos, y que prefer¨ªa los dados y el tiro con arco a otras actividades m¨¢s sangrientas.
Yo, que siempre hab¨ªa so?ado con llevar una vida tranquila, hogare?a, lejos de honores y de t¨ªtulos, una vida dedicada a mis tapices, al amor de mi esposo y a cuidar de mis hijos, pens¨¦ que Odiseo era el candidato ideal: tan sigiloso que ni siquiera parec¨ªa griego. Y cuando pidi¨® mi mano, creyendo que lo rechazar¨ªa, que apenas si hab¨ªa reparado en ¨¦l (cuando era justamente lo contrario, lo que te dar¨¢ idea, hijo m¨ªo, de que hasta el m¨¢s astuto de los hombres es tonto perdido al lado de una mujer enamorada), me explic¨® que no pod¨ªa ofrecer gran cosa a una princesa de mi linaje: s¨®lo una isla peque?a y pedregosa, ?taca, y un pueblo de pastores y pescadores, gente sencilla. Nada pod¨ªa atraerme m¨¢s en aquellos d¨ªas, cuando los vientos de la guerra empezaban a soplar sobre el ponto y mi prima Helena buscaba desesperadamente un h¨¦roe que la llevara consigo. Odiseo no ten¨ªa ninguno de los atributos del h¨¦roe, ni uno solo. Qui¨¦n iba a suponer que el destino lo escoger¨ªa a ¨¦l, precisamente a ¨¦l, para ser el ¨²ltimo de todos.
Calcul¨¦ mal, pens¨¦ que aquella isla, alejada de las principales rutas de navegaci¨®n, ser¨ªa un buen refugio para dos enamorados. Y lo fue, lo fue durante un tiempo: al cabo de unos meses naci¨® Tel¨¦maco, pero en la paz de aquellos a?os, bajo mi mirada de ni?a que iba dejando de serlo, empezaba a sentir en mi marido algo como una especie de desaz¨®n, un peso en el alma; ahora s¨¦ que el r¨ªo de su destino tiraba de ¨¦l, maldita sea Atenea. Durante las noches lo asaltaban sue?os inquietos. Entonces giraba en la cama para reposar mi mano en su pecho y sosegar su coraz¨®n anhelante, enloquecido, un caballo encerrado, ansioso por galopar los campos de su juventud perdida.
Una ma?ana llegaron a ?taca los heraldos de Agamen¨®n. Odiseo los agasaj¨® y se entretuvo con ellos durante largo rato. Cuando se marcharon, acudi¨® a verme. Yo estaba sentada en la terraza, tejiendo; tu hermano jugaba a mis pies con los ovillos de hilo. Odiseo le acarici¨® la cabeza y le dijo a una criada que lo llevara a jugar afuera. Una sombra negra se sent¨® en mi coraz¨®n, sent¨ª que mis ojos se
nublaban de l¨¢grimas, pero hice un esfuerzo para que no asomaran, me mord¨ª el labio y segu¨ª tejiendo. ??Sabes a qu¨¦ ven¨ªan esos hombres, Pen¨¦lope??, dijo con la cabeza baja. ?Toda ?taca lo sabe?, respond¨ª. ?La pregunta que quer¨ªas hacer es otra. No ensayes tu dial¨¦ctica conmigo.?
?Nunca podr¨ªa enga?arte.? Odiseo sonri¨®, se puso a jugar con el ovillo que hab¨ªa abandonado Tel¨¦maco.
??Vas a ir a la guerra o no??, pregunt¨¦ de golpe.
?Es un asunto que quer¨ªa discutir contigo.?
?Mi papel de esposa no incluye prerrogativas sobre asuntos b¨¦licos ?, respond¨ª apacible. ?Me limito a las tareas del hogar, que no son pocas. ?Quieres pasarme ese ovillo??
??Cu¨¢l??
?Ese que tienes en la mano.?
Me lanz¨® el ovillo rojo. De repente sent¨ª el color como una premonici¨®n: vi r¨ªos de sangre corriendo entre la tierra, vi deltas de sangre ti?endo el mar, pero logr¨¦ contenerme. ?Adem¨¢s?, a?ad¨ª, ?supongo que ya habr¨¢s tomado tu propia decisi¨®n?.
?Es un asunto bastante grave. Que tambi¨¦n te concierne?, a?adi¨®.
?Por si no lo sabes, han raptado a tu prima Helena.?
??Qui¨¦n??
?Uno de los hijos de Pr¨ªamo. Paris, creo.?
?Conociendo a mi prima, no s¨¦ cu¨¢l de los dos raptar¨ªa al otro.?
?Pero Helena es la esposa de Menelao. Y Menelao es hermano
de Agamen¨®n, con lo cual el conflicto de honor ata?e a toda la H¨¦lade.?
?Honor. Si lo que contara aqu¨ª fuera el honor griego y ese honor estuviera entre los muslos de mi prima, entonces, para recuperarlo, los aqueos tendr¨ªais que sudar m¨¢s que Heracles y Jas¨®n juntos.?
?El vellocino de oro?, dijo Odiseo, riendo a carcajadas con mi ocurrencia, ?entre los muslos de tu prima?.
?Y Menelao convertido en un nuevo minotauro?, a?ad¨ª yo.
?Pobre Menelao?, remat¨® Odiseo. Nos echamos a re¨ªr los dos. Nos quedaban muy pocas risas como aqu¨¦lla. Pronto las risas se ir¨ªan apagando por todas las islas y provincias. Por Creta, por Micenas, por Esparta: la guerra es una cosa seria.
?Bien, el bueno de Menelao o el bruto de Ayax pueden creer esa vi?eta de adulterio. Los alfareros ya deben de estar dibuj¨¢ndola en todas las jarras griegas?, dije despreocupadamente.
?Pero Palamedes y t¨² no sois tan ingenuos.?
?Es una jugada arriesgada. Por una parte, sabes que Agamen¨®n me resulta antip¨¢tico, por no decir otra cosa. En cuanto a Pr¨ªamo, tiene muchos recursos y aliados. Es todo un rey, en el sentido antiguo de la palabra. Y Eneas no se sabe por d¨®nde saldr¨¢, por no hablar del bestia de Aquiles con sus mirmidones.?
Odiseo sopesaba las posibilidades como si se tratara de una partida de dados.
?Vaya, creo que esta vez los dioses lo van a tener francamente dif¨ªcil para decidirse.?
??Y t¨²??
?Sabes que no tengo elecci¨®n, Pen¨¦lope.?
?Pero ?te gustar¨ªa tenerla??
Odiseo sonri¨® tristemente y sali¨® de la estancia. Por primera vez desde que entrara tu padre mir¨¦ mi labor: un esbozo de una batalla en tonos grises, con hilos desparramados figurando penachos de humo, tripas de caballo, charcos de sangre negra. Desde que era ni?a aprend¨ª a disimular mis verdaderas emociones bajo el manto del arte, a dejar mi rostro reposado y alegre mientras mis dedos temblaban, traficando en un oleaje de temores y miedos.
As¨ª pude despedir serenamente a Odiseo al tiempo que mis manos iban y ven¨ªan sobre el tapiz, fren¨¦ticas, desesperadas, tejiendo l¨¢grimas; as¨ª pude sobrellevar durante nueve a?os los inciertos partes de guerra, las
noticias sobre los h¨¦roes muertos, el luto que se iba extendiendo por la H¨¦lade como una noche eterna. Cada vez que una vela griega manchaba el horizonte, me encerraba en mi cuarto, mis dedos recorr¨ªan nerviosos las bobinas, mares y colores sombr¨ªos invad¨ªan las telas. Cuando H¨¦ctor muri¨® a manos de Aquiles, se me termin¨® el color rojo; cuando Aquiles muri¨®, masticado por la gangrena, acab¨¦ con el negro.
No s¨¦ con qu¨¦ hubiera seguido hilando si la guerra no llega a terminar, pero lo cierto es que una ma?ana me sorprend¨ª despierta sobre el telar, sudorosa, agotada. Ten¨ªa las manos doloridas y las u?as sangrando, hab¨ªa tejido durante toda la noche, insomne, sin saber lo que hac¨ªa, y cuando mir¨¦ mi obra descubr¨ª el boceto de una ciudad ardiendo, murallas derruidas, ni?os arrojados al abismo, mujeres y ancianos asesinados: la vieja, hermosa Troya —que yo no hab¨ªa visto nunca y que ya no ver¨ªa— asolada por un inmenso globo de fuego entre cuya humareda pod¨ªa adivinarse la sombra gigantesca de un caballo.
Punto troyano, f¨ªjate bien, hijo m¨ªo, con estos nudos est¨¢ hecha la guerra. En cambio, cuando llegaron las noticias del final, cuando mis manos por fin se convencieron y el comercio volvi¨® a restablecerse lentamente, entonces empezaron a llegar, en las bodegas de las naves repletas de combatientes fatigados y soldados heridos y esclavos, cargamentos de hilos tra¨ªdos de Persia. El arcoiris ilumin¨® nuevamente mis telas y dibuj¨¦ a tu padre cabalgando sobre el mar, de vuelta a casa. Pero Odiseo se retrasaba y yo estaba harta de tonos rojos, de manera que me dediqu¨¦ a los azules y los verdes, pint¨¦ todas las escalas del oc¨¦ano, todas sus profundidades, trac¨¦ cartas de navegaci¨®n, se?al¨¦ cabos y mareas, dibuj¨¦ las corrientes que lo traer¨ªan de vuelta hasta mis brazos.
Pas¨® un a?o entero y cada ma?ana era una nueva decepci¨®n: velas y m¨¢s velas acribillaban el horizonte pero nadie sab¨ªa nada de ¨¦l, s¨®lo volv¨ªan barcos cargados con m¨¢s noticias tristes. Ayax el Peque?o, que viol¨® a una de las sacerdotisas de Atenea ante su propio altar, hab¨ªa pagado su insolente sacrilegio con un naufragio: el viejo Poseid¨®n, con la ayuda de unas rocas, parti¨® su nave en dos y su espinazo en cuatro. Tambi¨¦n Agamen¨®n fue v¨ªctima de la maldici¨®n que persegu¨ªa a los h¨¦roes de Troya: las malas lenguas aseguraban que hab¨ªa sido asesinado en su propia ba?era, enga?ado por Clitemnestra, su esposa, pr¨¢cticamente el mismo d¨ªa de su llegada. Volv¨ª a encerrarme en mis aposentos, cansada de mirar el mar y sus torpes vaivenes.
Era como si a los griegos no les importaran o no les gustaran las buenas noticias, nadie quer¨ªa saber nada de Helena y Menelao, quienes se hab¨ªan reconciliado despu¨¦s de todo. La gente murmuraba, sugiriendo que el esposo ultrajado no deber¨ªa perdonar, que el cornudo de Menelao tendr¨ªa que haber acuchillado a Helena en el mismo lecho donde ella lo enga?¨® con Paris durante nueve largos a?os. La felicidad siempre parece rid¨ªcula a los ojos de los que no la poseen. No s¨®lo los pretendientes: tambi¨¦n los itacenses y los dem¨¢s griegos eran tan miserables que no soportaban los finales felices.
No, todo ten¨ªa que terminar en ruinas humeantes, como la misma Troya. Y durante a?os y a?os siguieron murmurando, inventando finales terribles para Odiseo: c¨®mo lo devor¨® un C¨ªclope; c¨®mo se estrell¨® y se ahog¨®, subyugado por el canto bell¨ªsimo de las Sirenas; c¨®mo agoniz¨® retorci¨¦ndose entre los tent¨¢culos de Escila o c¨®mo fue absorbido por uno de los remolinos de la vieja Caribdis. Los pretendientes contaban estas y otras historias parecidas en voz alta, para humillarme y atormentarme en medio de mi propio sal¨®n de banquetes, ufan¨¢ndose de cada una de las muertes de mi pobre marido mientras devoraban su pan y me conminaban a que eligiera a cualquiera de ellos.
Pero yo sab¨ªa que aceptar a uno de los pretendientes era resignarme a la muerte de mi amado, de modo que luchaba de noche, en el telar, contra cada uno de esos finales imaginarios: mis manos urd¨ªan una disyuntiva en la que Odiseo iba escapando a todos los peligros; no me importaba que tuviera que acostarse con Circe o con Calipso; no me importaba que hubiera o¨ªdo el canto de las Sirenas y que ya no pudiera olvidarlo: nada importaba si regresaba un d¨ªa hasta m¨ª, antes de que fuera demasiado tarde, y me libraba del Hades de esa espera.
El final no fue tan hermoso como lo cantan los bardos, no hubo final, yo estaba tejiendo arriba, en mi taller, cuando Odiseo comenz¨® a trinchar uno tras otro a los pretendientes. Y, desde luego, lo reconoc¨ª de inmediato: ni el disfraz de porquero ni la p¨¢tina de Atenea lograron enga?arme. Yo no necesit¨¦ reconocer la marca del colmillo de jabal¨ª en su tobillo izquierdo, me bast¨® su mirada detr¨¢s de las cejas enmara?adas y su voz falseada detr¨¢s de una parodia de vejez.
Fing¨ª no reconocerlo; ¨¦l tambi¨¦n fingi¨® que no sab¨ªa que yo sab¨ªa. Pero cuando Euriclea se agach¨® a lavarle los pies, me gui?¨® un ojo. En cierto modo, no s¨®lo estaba tejiendo la escena de la matanza mientras ¨¦l la ejecutaba: la tej¨ªa tambi¨¦n dentro de mi coraz¨®n, en el telar de mi alma, y no me sorprend¨ª cuando aquella noche vino a mi lecho con una urgencia de amor de veinte a?os, sin ni siquiera lavarse la sangre de tantos pretendientes muertos, y luego, tras saciarnos de nosotros mismos, se puso a narrarme sus aventuras, hasta la m¨¢s ¨ªntima. En aquel entonces no hab¨ªa secretos para nuestro amor, sus infidelidades con ninfas y hechiceras eran una chiquillada al lado del tiempo que hab¨ªamos perdido esperando: no iba a malgastarlo reproch¨¢ndole unos devaneos del pasado. Ten¨ªa lo que siempre quise, lo que siempre hab¨ªa so?ado, est¨¢bamos juntos otra vez pese a la envidia de los bardos griegos y a la inquina de todos los pretendientes masacrados.
Odiseo hab¨ªa vuelto por fin, m¨¢s calvo, m¨¢s flaco, pero yo lo estrechaba contra mi pecho desnudo: he ah¨ª la escena final de mi tejido. Ah, si hubi¨¦semos sido una historia y no una vida, un largo cuento hecho de palabras, ¨¦se hubiera sido el punto final, y tan hermoso que no me hubiese importado gran cosa que los dioses nos enviaran la muerte en ese instante. Pero ¨¦ramos de carne y hueso, no personajes de una epopeya, la vida sigui¨® adelante y a la ma?ana siguiente nos miramos un poco avergonzados de habernos portado como cr¨ªos. Envejec¨ªamos.
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