El ¨²ltimo adi¨®s
'El ¨²ltimo adi¨®s' de Reed Arvin es un un thriller fascinante, inteligente y de una calidad literaria poco usual, en el que se combina lo mejor del g¨¦nero con una profunda reflexi¨®n sobre el valor del amor, la amistad y la ¨¦tica
1
De acuerdo, os lo contar¨¦. Os lo contar¨¦ porque se supone que la confesi¨®n es buena para el alma, y porque a la hora de elegir entre los remedios a mi disposici¨®n —desde la religi¨®n y Tony Robbins hasta la farmacia de guardia—, esta clase de alivio parece ser la que presenta menos riesgos. Por lo que a mi alma se refiere, he decidido adoptar la actitud de un m¨¦dico: ?ante todo, no da?ar¨¢s?.
?Arrojar todos mis principios por la borda.? Eso era lo que hab¨ªa hecho. Un instante de una existencia, y mi vida —que hasta entonces no hab¨ªa vivido siguiendo los principios m¨¢s elevados, pero s¨ª de modo bastante respetable— se fue al garete. La distancia que media entre la integridad y la p¨¦rdida de la inocencia demostr¨® tener el ancho del filo de una cuchilla; un pu?ado de decisiones, sin complicaciones, lubricadas por el deseo. Pens¨¦ que estaba eligiendo a una mujer. Pens¨¦ —y esto he de trag¨¢rmelo, pero es la verdad, y ¨¦sta es mi forma de aliviarme, al fin y al cabo— que me la merec¨ªa. Y ahora ella se ha convertido en mi fantasma, y vuelve para juzgarme.
?ste es el comienzo de un colapso moral: quedar cautivo en los ojos de una mujer. Al toparme con su mirada, se me ceg¨® la mente. Todo lo que supe en aquel instante era que ella estaba en mi despacho y que lloraba, y que en un momento dado la invit¨¦ a sentarse. Se llamaba Violeta Ram¨ªrez, y yo pas¨¦ por alto la libreta de imitaci¨®n de piel, el vestido del Wal-mart y la carrera en la media. Por supuesto, todo esto indicaba que hab¨ªa venido al bufete equivocado, de la misma manera en que un Timex no es el reloj que deber¨ªa estar expuesto en una tienda que vende yates. Pero yo s¨®lo ten¨ªa ojos para su impecable piel de caramelo, para su melena azabache echada hacia atr¨¢s, para sus insondables ojos casta?os. Mi cuerpo empez¨® a actuar de acuerdo con el gui¨®n acostumbrado y las hormonas penetraron en las c¨¦lulas, y las neuronas comenzaron a dar se?ales de actividad y un mill¨®n de a?os de evoluci¨®n pusieron firmes todos mis pensamientos como si tratara de soldaditos.
Por lo general, los clientes de Carthy, Williams y Douglas no lloraban en mi oficina. Sol¨ªan ser m¨¢s dados a echar pestes, a maldecir e, incluso, con suerte, a escuchar con atenci¨®n. Pero, dado que s¨®lo por ocupar la silla que hab¨ªa frente a m¨ª pagaban cuatrocientos d¨®lares a la hora, no proced¨ªa elevar ninguna queja sobre su conducta. No obstante, una mujer que ha roto a llorar es algo diferente, y me sorprend¨ª a m¨ª mismo al levantarme para preguntar si pod¨ªa traerle alguna cosa. Era exquisitamente bella, lloraba y era imposible no escucharla.
Dijo que C¨¢liz era el padre de su hijo. Hab¨ªan cometido un error; ¨¦l hab¨ªa sacado de quicio a la polic¨ªa y ellos le hab¨ªan cargado las drogas, ?vale? ?l era bueno, ojal¨¢ la gente se diera cuenta. Era un poco bocazas, y la polic¨ªa se lo hab¨ªa hecho pagar. No era precisamente un monaguillo, de eso era consciente —?era una moradura lo que ocultaba su maquillaje?—, pero en este caso era inocente.
No s¨¦ si se dio cuenta del efecto que me causaba. Fascinado, observaba cada una de las l¨¢grimas que corr¨ªan por sus mejillas. Cruz¨® las piernas y me qued¨¦ sin aire. No es que yo no apreciara a la inmensa mayor¨ªa de las mujeres. Las hab¨ªa apreciado desde donde me alcanza la memoria, desde la calidez del seno de mi madre hasta la inteligencia incisiva de las colegas asociadas del bufete. Pero sucede que el feminismo no significa nada para el cuerpo humano, y que en ella hab¨ªa algo tan falto de complicaciones y tan vulnerable que no pude evitar desearla con toda el alma.
No dej¨¦ de cumplir con mi obligaci¨®n: le expliqu¨¦ que el bufete no llevaba casos relacionados con asuntos de drogas, o, ya puestos, asuntos que fueran de orden criminal. Entonces arreci¨® a¨²n m¨¢s el llanto, y al final no pude traer a colaci¨®n su imposibilidad obvia de satisfacer mi minuta. Pero eso habr¨ªa dado lo mismo, dado que Carthy, Williams y Douglas antes habr¨ªan invitado al arc¨¢ngel de la muerte a sus oficinas que defender a un traficante de drogas. As¨ª que tan s¨®lo a?ad¨ª que ten¨ªa las manos atadas, lo cual era cierto. No ten¨ªa poder para cambiar las reglas del bufete. Ella se puso en pie, me dio la mano y sali¨® de mi despacho envuelta en l¨¢grimas y humillaci¨®n. Horas despu¨¦s de que se fuera, su imagen segu¨ªa acos¨¢ndome. Ten¨ªa clavados los ojos en la silla que ella hab¨ªa ocupado, y deseaba que volviera. Durante dos d¨ªas no pude hacer nada en el despacho. Al final la llam¨¦, y le dije que har¨ªa lo que estuviera en mi mano. La verdad es que habr¨ªa movido cielo y tierra por volverla a ver.
Vender la idea en el bufete supuso bastante trabajo. Gracias a un meticuloso dise?o, Carthy, Williams y Douglas se encontraba tan lejos de ofrecer ayuda legal como le era posible. Sus oficinas ocupaban tres pisos del edificio Tower Walk en Buckhead, una zona de Atlanta donde es un crimen ser pobre o viejo. Si alguien iba a dedicar unos d¨ªas a jugar en los barrios bajos, hab¨ªa muy pocas posibilidades de que esa persona fuera yo, Jack Hammond. Tres a?os despu¨¦s de haber dejado la facultad de Derecho, me acababa de mudar a Atlanta —el im¨¢n que atrae a los fragmentos de humanidad de todo el sureste—, trabajaba setenta y cuatro horas a la semana, y por lo general no ten¨ªa reparos en gastarme el sueldo a lo loco. No pod¨ªa permitirme ning¨²n desliz. Sin embargo, a pesar de todo apalabr¨¦ una cita con el socio fundador, Frank Carthy.
Carthy ten¨ªa setenta a?os y hab¨ªa empezado en el negocio cuando el trabajo de oficio formaba parte de la responsabilidad de cualquier bufete grande. Eso dur¨® hasta principios de la d¨¦cada de los ochenta, y los jueces se lo repart¨ªan como algo inherente a las obligaciones de la profesi¨®n. A ¨¦l le hab¨ªa venido como anillo al dedo; era un liberal sure?o de la vieja guardia, con cierta debilidad por los casos de derechos civiles. Segu¨ªa contando batallitas sobre c¨®mo hab¨ªa sacado de la c¨¢rcel a manifestantes en los sesenta, en muchas ocasiones encerrados por delitos como tener el color de piel equivocado a la hora de escoger mesa en un restaurante. As¨ª, si bien se opondr¨ªa a un caso relacionado con drogas, podr¨ªa sentirse atra¨ªdo por otro que tuviera una chica llorando a l¨¢grima viva y un falso arresto basado en prejuicios raciales.
No es que me topara a menudo con Carthy; dentro de la jerarqu¨ªa del bufete, ¨¦l ocupaba el Monte Olimpo, y muy rara vez se dignaba bajar los dos pisos que conduc¨ªan al Hades donde est¨¢bamos los nuevos socios. A pesar de que yo trabajaba como una bestia —en general para olvidarme de haber nacido en Dothan, Alabama, donde mi adolescencia fue algo tan corriente que bien se pod¨ªa haber recortado—, mi acceso a los dioses del bufete era restringido. Al llegar, ten¨ªa la impresi¨®n de que me hallaba en posesi¨®n de alg¨²n incre¨ªble don legal. Lo que descubr¨ª en Carthy, Williams y Douglas fue que ser el chaval m¨¢s listo de Dothan, Alabama, equival¨ªa a ser el diamante m¨¢s brillante en un charco de barro. As¨ª que, de alg¨²n modo, el mero hecho de tener algo de qu¨¦ hablar con un socio fundador era un est¨ªmulo para mis expectativas.
En el mismo instante en que se lo empec¨¦ a comentar supe que hab¨ªa dado en el blanco. Durante un momento, me preocup¨® incluso que ¨¦l quisiera implicarse personalmente. Para Carthy, un tipo varias veces millonario, aceptar un caso como aqu¨¦l equival¨ªa a pasarse un par de horas frente a una carnicer¨ªa agitando la hucha colorada del Ej¨¦rcito de Salvaci¨®n, con la ventaja de no tener que exponerse a mojarse bajo la lluvia: algo, en definitiva, ben¨¦fico para el alma. Lo m¨¢s seguro era que diera por hecho que aquella manifestaci¨®n de generosidad legal no ser¨ªa sino una peque?a diversi¨®n, que probablemente no llevar¨ªa m¨¢s de unas pocas horas. El juzgado que se encargaba de los casos de drogas —una peque?a sala adyacente a la comisar¨ªa de polic¨ªa, con capacidad para s¨®lo una decena de personas— no era mayor que una puerta giratoria.
A la ma?ana siguiente fui a ver a C¨¢liz, y eso supon¨ªa un viaje a los recovecos m¨¢s escondidos de la c¨¢rcel del condado de Fulton. El olor de ese sitio es la condensaci¨®n atmosf¨¦rica de todo lo aborrecible cuando las cosas van mal, horriblemente mal: se compone, a partes iguales, de miseria humana, sudor, burocracia indiferente, taquillas de metal, gente sin techo, polic¨ªas obesos y luces fluorescentes que jam¨¢s se apagan. Un guardia poco hablador me condujo hasta una estancia indescriptible con dos sillas de metal y una gran mesa.
C¨¢liz apareci¨® un par de minutos m¨¢s tarde, y no tard¨¦ ni un segundo en darme cuenta de que me ca¨ªa mal. Ten¨ªa poco m¨¢s de veinte a?os, y ya gastaba esa mirada insolente y vacua de mat¨®n de poca monta. Sus ojos eran pozos de rabia distante, indicio de comportamiento soci¨®pata. Todo aquello que a¨²n le faltaba donde nos encontr¨¢bamos lo hallar¨ªa sin duda tras un par de a?os de estancia en esa escuela de crueldad que conocemos por prisi¨®n del Estado. Sacarle un relato completo del asunto fue imposible, pues su habilidad para la mentira flu¨ªa sin ning¨²n esfuerzo. Me mir¨® a los ojos, sin mostrar ninguna expresi¨®n de nada, y me dijo:
—No, man, la polic¨ªa puso las drogas en el carro, you know? Yo nunca tomo drogas. Ni me acerco a ellas.
?Y una mierda?, pens¨¦, lo que en el fondo tampoco era la cuesti¨®n. La verdadera pregunta era por qu¨¦ le hab¨ªan registrado el coche en primer lugar, y por qu¨¦, tras un cruce de palabras breve y poco amigable, hab¨ªan desmontado el asiento de atr¨¢s y hab¨ªan rebuscado en su maletero. La mala educaci¨®n y los desplantes no invalidan la constituci¨®n.
Enfrentar la palabra de Miguel C¨¢liz a la de la polic¨ªa de Atlanta no ser¨ªa un camino de rosas, aunque esa misma tarde me presentaron a los oficiales responsables de su arresto y comprob¨¦ que eran exactamente como me los hab¨ªa descrito. Fue en ese mismo instante cuando tuve la seguridad de que ¨¦l saldr¨ªa libre, sin que importara que fuera o no culpable. Ambos agentes eran un par de gilipollas mal¨¦volos que no se molestaban en disimular su p¨¦simo temperamento. De hecho, se parec¨ªan mucho a C¨¢liz: eran matones que se ganaban la vida gracias al dolor de la sociedad. Por lo tanto, hab¨ªa sido una mera cuesti¨®n de naturaleza humana —la gente detesta que algo o alguien le muestre sus puntos flacos— que C¨¢liz les sacara lo peor de s¨ª mismos: no les gustaban los latinos, no les gustaba C¨¢liz y, sobre todas las cosas, no les gustaba la gente a la que no pod¨ªan meter miedo. Si consegu¨ªa reunir el jurado adecuado, no necesitar¨ªa m¨¢s que invitarlos a echar una ojeada a ambos agentes para que C¨¢liz saliera libre.
Claro que nada de esto explica lo que sucedi¨® despu¨¦s; c¨®mo saqu¨¦ a su novia a cenar, c¨®mo por espacio de tres o cuatro horas la conversaci¨®n fluy¨® con facilidad por temas de los que ella nada sab¨ªa: la facultad de Derecho, el verano que hab¨ªa pasado de mochilero por Europa —en realidad fueron s¨®lo tres semanas, pero ya llev¨¢bamos un par de copas cuando tratamos el asunto—, y que el precio de una buena botella de vino no era nada comparado con otras cuestiones. A decir verdad, yo sab¨ªa muy poco de todos esos asuntos, pero ella me hab¨ªa observado con esos ojos brillantes de color azabache, y eso fue m¨¢s que suficiente. Era una tarde h¨²meda de oto?o, y ella se hab¨ªa pegado a m¨ª mientras pas¨¢bamos frente a las tiendas de Buckhead, un barrio que, en justicia, ella no pod¨ªa llamar suyo. Vest¨ªa lo que las chicas del gueto se ponen siempre cuando acuden a cualquier sitio: algo negro, demasiado ce?ido y demasiado corto.
La palabra ?seducci¨®n? implica la existencia de una v¨ªctima, y es demasiado confuso lo que sucedi¨® a continuaci¨®n para usarla aqu¨ª. Es cierto que me sorprend¨ª a m¨ª mismo pregunt¨¢ndome c¨®mo ser¨ªa perderse en su belleza, c¨®mo ser¨ªa verse en sus ojos brillantes y oscuros. Y tambi¨¦n que unas horas despu¨¦s la invit¨¦ a venir a casa —al hacerlo tartamude¨¦ un poco, pero ella no pareci¨® percatarse de ello—, mientras yo segu¨ªa dici¨¦ndome que s¨®lo ¨ªbamos a hablar, a pasar un rato juntos. Pero ya dentro del apartamento ella se peg¨® a m¨ª, y sent¨ª sus senos contra mi pecho, y la estrech¨¦ contra mi cuerpo, dispuesto a tratarla como al ¨¢ngel que cre¨ªa que era. Mi pecado no fue la lujuria. Mi pecado fue el pecado de Sat¨¢n, que quiso ser como Dios. Aspir¨¦ a ser el salvador de la pedestre Violeta Ram¨ªrez y quise que ella me adorara por hacerlo.
A la ma?ana siguiente hab¨ªa un l¨ªo de s¨¢banas a mi lado; su exquisito aroma femenino me envolv¨ªa mientras despertaba, dej¨¢ndome mareado. Ella suspir¨® profundamente y, al darse la vuelta, su trasero de clara piel morena roz¨® mi cadera. Cerr¨¦ los ojos y experiment¨¦ algo parecido a la euforia, aunque m¨¢s hondo y m¨¢s pegado a la tierra. Dorm¨ªa de una forma tan profunda y apacible, que de nuevo me maravill¨¦ de que Dios, con su infinita capacidad para la iron¨ªa, a menudo empareje a ¨¢ngeles como Violeta con fracasados como C¨¢liz. Tal vez me lo estaba tomando todo de forma demasiado rom¨¢ntica. Estoy seguro de que fue as¨ª, pues en aquel momento de mi vida a¨²n conservaba esa capacidad. Tal vez a ella le iban los chicos malos. Tal vez la figura paterna ten¨ªa algo que ver en el hecho de que saliera con alguien como C¨¢liz. Tal vez ella era como yo, y s¨®lo buscaba salvar a alguien que fuera como ella. Con certeza, C¨¢liz se ajustaba al modelo. La mente es infinitamente compleja.
Pr¨®ximo fragmento: ' Esposas y amantes', de Jane Elizabeth Varley

Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.