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Esposas y amantes

'Esposas y amantes' de Jane Elizabeth Varley, es una extraordinaria novela de costumbres, cuya prosa recuerda en muchos momentos a la de Jane Austen, ofrece un retrato de la sociedad contempor¨¢nea a trav¨¦s de la vida de tres mujeres.

1

Para Victoria Stratford, la fiesta de cumplea?os de su marido, que aquel d¨ªa cumpl¨ªa cuarenta a?os, marchaba todo lo bien que cab¨ªa esperar. El sal¨®n bull¨ªa con animadas conversaciones, los fumadores hab¨ªan aceptado la discreta sugerencia de salir al jard¨ªn y hasta el momento hab¨ªa logrado evitar conversaciones prolongadas con cualquiera de los invitados. Sin embargo, la persistente ausencia de su marido le empezaba a resultar cada vez m¨¢s irritante. No es que temiera un accidente, o algo peor: era de esperar que David llegara tarde, que irrumpiera en la habitaci¨®n haciendo comentarios sobre alg¨²n juez quisquilloso o del pesado tr¨¢fico de Londres y despu¨¦s se disculpara por su ausencia dejando entrever que en realidad no sent¨ªa ninguna culpabilidad y que contaba con ser perdonado por la demora.

M¨¢s informaci¨®n
El ¨²ltimo adi¨®s

Todos se lo perdonar¨ªan, los amigos, los familiares y los vecinos all¨ª reunidos para celebrar su cumplea?os y en especial para contemplar la casa de Wimbledon, que, tras un a?o de restauraciones en cada una de las tres plantas y de una millonada de libras gastada, ya estaba en condiciones de volver a ser habitada. La casa era de ¨¦l, de eso no hab¨ªa duda: pese a los quince a?os de matrimonio y los dos hijos que ten¨ªan, David ten¨ªa alma de abogado y, por tanto, hab¨ªa evitado poner la casa a nombre de los dos.

Tal y como se iba a comunicar a los invitados a su debido tiempo, tambi¨¦n hab¨ªa otro acontecimiento que celebrar.

Victoria advirti¨® la llegada de nuevos invitados. Consuelo, la asistenta, se hab¨ªa instalado junto a la puerta para retirar los abrigos y conducir a los reci¨¦n llegados hasta el sal¨®n. Seis invitados que llegaron a la vez acapararon el vest¨ªbulo peligrosamente junto a las dos camareras que llevaban sendas bandejas de salchichas calientes ba?adas en mermelada. Victoria hab¨ªa tenido sus dudas respecto a esta ¨²ltima creaci¨®n, pero Panda le hab¨ªa garantizado que ser¨ªa un ¨¦xito seguro y los invitados, una vez superado el recelo inicial, parecieron confirmarlo.

A decir verdad, Victoria se sent¨ªa un poco cohibida con Panda, pero una de las madres del colegio se la hab¨ªa recomendado encarecidamente y hab¨ªa que reconocer que daba la talla. Algo entrada en carnes y rondando los cuarenta, su vestimenta habitual era una camisa de hombre a rayas azules y blancas, pantalones pescadores azul marino y ese estilo de mocasines bajos, azules y con cadenas doradas dispuestas horizontalmente en la parte delantera que Victoria pensaba que hab¨ªan dejado de fabricarse hac¨ªa a?os. Era una de las pocas Sloane Rangers, aquellas t¨ªpicas ni?as bien de Chelsea que a¨²n andaban sueltas por King?s Road. En la conversaci¨®n telef¨®nica que mantuvieron, Panda hab¨ªa dejado bien claro que ella s¨®lo se dedicaba a las fiestas de la zona centro de Londres, pero como aqu¨¦l era un mes tranquilo, estaba dispuesta a cruzar el r¨ªo por una vez y aventurarse en la zona sur. Como es natural, a los pocos segundos de conocerse Panda la cal¨® a la perfecci¨®n, entendi¨® que era la primera vez que contrataba a alguien para organizar ese tipo de fiestas, sustituy¨® alegremente y con toda tranquilidad el vino blanco por champ¨¢n y, cuando Victoria le pregunt¨® por la manteler¨ªa, le dedic¨® una sonrisa condescendiente antes de asegurarle que se suministrar¨ªan servilletas de papel.

Pero David hab¨ªa insistido mucho: a la fiesta acudir¨ªan personas influyentes, abogados de reconocido prestigio, amigos bien relacionados y vecinos. Vecinos de su misma acera, la de las casas adosadas de estilo eduardiano, pero tambi¨¦n, y eso era lo m¨¢s importante, de la acera de enfrente, donde se alzaban las casas victorianas de doble fachada con parcelas m¨¢s grandes, s¨®tanos, cuatro salones y ¨¢rea de aparcamiento. Y con las campanillas originales para llamar a los sirvientes. Casas que se vend¨ªan antes de que a los agentes inmobiliarios de la zona les diera tiempo a escribir la descripci¨®n: ?Casa familiar de generosas proporciones con detalles de ¨¦poca, en pleno coraz¨®n de Wimbledon Village, con f¨¢cil acceso al centro de la ciudad y una gran oferta de excelentes colegios privados?. Casas habitadas por gentes sofisticadas a quienes no se les pod¨ªa servir la comida de las fiestas de Victoria: tostadas triangulares de pat¨¦ de salm¨®n ahumado, volovanes min¨²sculos, palitos salados, bolitas de queso, cacahuetes ni nada que estuviera metido en hojaldre.

Victoria vio a su hermana y a su cu?ado, que aguardaban indecisos en el vest¨ªbulo, y acudi¨® a su encuentro de inmediato, aliviada de ver aquellos rostros tan familiares en medio de un mar de conocidos.

—Una botella de vino tinto —dijo Tom poni¨¦ndole una bolsa de pl¨¢stico en la mano.

Vino de mesa, sin duda. Victoria pens¨® instintivamente en d¨¢rselo a Consuelo al d¨ªa siguiente. Pero estaba muy agradecida porque hubieran venido, sobre todo sabiendo lo que Tom detestaba ese tipo de eventos.

—Gracias, no hac¨ªa falta que trajeras nada, de verdad —dijo—. Y, antes de que me lo preguntes, todav¨ªa no ha llegado.

Tom arque¨® las cejas, pero Clara se anticip¨® a cualquier comentario.

—No te preocupes por nosotros. Oc¨²pate de los verdaderos invitados —se?al¨® Clara con su aplomo habitual.

No se pod¨ªa decir que Clara, al igual que Tom, fuera muy partidaria de las fiestas; prefer¨ªa mil veces dedicar su tiempo a indagar en los vericuetos del derecho metida en alguna biblioteca universitaria. Por eso mismo su presencia sorprendi¨® a Victoria, que adem¨¢s se enterneci¨® al ver el esmero que hab¨ªa puesto en su aspecto: llevaba un vestido negro de punto que era, entre todo su vestuario, lo m¨¢s cercano a lo que otras mujeres, m¨¢s elegantes, llamar¨ªan un traje de c¨®ctel. Sin embargo, tampoco era la prenda de vestir que muchas de esas mujeres se pondr¨ªan para asistir a un c¨®ctel. Aunque se hab¨ªa puesto zapatos negros de sal¨®n, las tupidas medias negras que los acompa?aban, por no mencionar los abalorios y las gafas gruesas que llevaba, s¨®lo serv¨ªan para acentuar m¨¢s su falta de estilo. Pese a ser cuatro a?os m¨¢s joven que Victoria, cualquiera podr¨ªa pensar que Clara era la mayor de las dos. No sent¨ªa el menor inter¨¦s por los toques de maquillaje que le hubieran podido realzar los p¨®mulos prominentes, los labios carnosos o los ojos, de un azul p¨¢lido. Todos esos rasgos se perd¨ªan entre la espesa mata de cabello casta?o rojizo que le cruzaba el rostro y le ca¨ªa a plomo por los hombros.

Los ojos de Tom ya se hab¨ªan posado sobre los diminutos emparedados de dos pisos que sal¨ªan de la cocina. Por ser parte de la familia, Tom se consideraba exento de todo c¨®digo de vestuario; adem¨¢s, como poco antes hab¨ªa dicho a Clara a modo de queja, era absurdo esperar que los que realmente tienen que trabajar para ganarse la vida tengan tiempo para cambiarse un viernes por la tarde. Tanto los vaqueros como la chaqueta, de la misma tela, eran el sello caracter¨ªstico de su ropa de trabajo, un conjunto que, como a ¨¦l le gustaba pensar, le daba un aspecto menos oficial y m¨¢s accesible a los ojos de los pobres de solemnidad que viv¨ªan en las casas de protecci¨®n oficial del barrio del sur de Londres que le hab¨ªa sido asignado para desempe?ar su labor de asistente social.

Victoria vio en el vest¨ªbulo a los Bolton, los vecinos de al lado, y advirti¨® que ven¨ªan con las manos vac¨ªas, cosa que no le sorprendi¨® en absoluto. El comandante Bolton era un incondicional de la Asociaci¨®n para la Defensa del Patrimonio Arquitect¨®nico de la subdivisi¨®n de Wimbledon y hab¨ªa sido un verdadero incordio durante las obras, con su amable e incesante retah¨ªla de sugerencias respecto a los detalles de ¨¦poca. A¨²n resultaba m¨¢s irritante saber que su propia casa deteriorada, atiborrada de muebles sin estilo y con las fundas cubiertas de moho, a duras penas se manten¨ªa en pie, con aquellos suelos de lin¨®leo y las paredes forradas de papel Anaglypta pintado de violeta. Los Bolton tomaron la delantera y al llegar a la puerta del sal¨®n se detuvieron para mirar embobados las cornisas reci¨¦n pintadas, con lo cual crearon un atasco en la entrada del sal¨®n. Las palabras del comandante no iban dirigidas a nadie en particular.

—Espl¨¦ndido, francamente. Es el color original del siglo diecinueve. Yo les ayud¨¦ a encontrarlo. Lo fabrica un tipo de Gales con tintes naturales?

Todo era original o, al menos, restaurado con la idea de producir un efecto de autenticidad y sincron¨ªa con el estilo de la ¨¦poca. Hab¨ªan tenido mucho tiempo para planearlo, diez a?os, para ser precisos, justo el tiempo que necesitaron para reponerse de la compra de la casa, que acab¨® siendo una pesadilla debido al cr¨¦dito que se vieron obligados a pedir mientras el piso de Clapham siguiera sin venderse. Pero David estaba decidido. A finales de los ochenta no ten¨ªan la menor esperanza de poder comprarse una casa, as¨ª que hab¨ªan resuelto comprarse una a comienzos del nuevo decenio a pesar de la crisis. La sociedad de cr¨¦dito hipotecario quer¨ªa una venta r¨¢pida y David estaba dispuesto a facilit¨¢rsela. S¨®lo transcurrieron seis semanas desde que fueron a ver la casa hasta que se mudaron, cruzando los dedos y confiando en que los ex propietarios no hubieran metido sardinas por los huecos de los radiadores y subido la calefacci¨®n antes de su forzosa partida. Pero no lo hab¨ªan hecho. Seg¨²n fue sabiendo Victoria por boca de la se?ora Bolton, formaban una pareja muy agradable. ?l era operador de Bolsa en el distrito financiero; ella no trabajaba. Fue una verdadera l¨¢stima que ¨¦l perdiera el empleo. Pero la se?ora Bolton hab¨ªa mantenido el contacto con ellos y se qued¨® muy afectada cuando la mujer le escribi¨® una carta a los seis meses pare decirle que se iban a divorciar.

Lo ¨²nico que se le ocurri¨® a Victoria era que David hab¨ªa recibido en alg¨²n momento una prima formidable: se mudaron a una especie de suite de hotel de Las Vegas en su versi¨®n ajada, con focos por todas partes, paredes empapeladas imitando seda y marcas en la moqueta donde antes hab¨ªa sof¨¢s de cuero blanco. El cuarto de ba?o anexo al dormitorio era de m¨¢rmol negro desde el techo hasta el suelo, excepto una de las paredes, que era de espejo ahumado, y la ba?era propiamente dicha, que en realidad era un jacuzzi. La moqueta era blanca, tan espesa y mullida que para peinarla hac¨ªa falta una suerte de rastrillo especial de pl¨¢stico. Todo era muy moderno, salvo la cocina, de roble r¨²stico tallado a mano. Les result¨® divertido vivir en una casa as¨ª, con tantos artilugios para jugar, como las cortinas el¨¦ctricas o la consola del televisor incorporada a la cabecera de la cama, y todas aquellas luces azules semienterradas que iluminaban el sendero del jard¨ªn.

David fue el primero en cansarse. Transcurridos un par de a?os, comenz¨® a llevar casos importantes que le reportaban una suma asimismo importante. Jueces y abogados de prestigio, los llamados Abogados de la Reina1, comenzaron a invitarlos a sus casas, las cuales compart¨ªan un cierto estilo cl¨¢sico ingl¨¦s y de las que David sol¨ªa regresar descontento, frustrado y, si se trataba de una casa particularmente ostentosa, hasta avergonzado. Ya no se re¨ªa cuando el timbre de la puerta tocaba la melod¨ªa de Careless Whisper. Quer¨ªa una casa como las que ellos ten¨ªan, con todo ese vocabulario que las acompa?a. Divanes y despensas y lavabos y bodegas y ventanas de guillotina. Sobre todo ventanas de guillotina. Ah, y tambi¨¦n quer¨ªa una casa en la campi?a.

David anhelaba una casa en la campi?a inglesa como s¨®lo un ni?o nacido en un barrio de protecci¨®n oficial pod¨ªa anhelarla.

Victoria, en el umbral de la puerta del sal¨®n, calcul¨® que ya habr¨ªan llegado casi todos los invitados. Hab¨ªa unas cuarenta personas en el sal¨®n, y otras cuantas, de edad lo bastante avanzada como para saber que lo mejor de las fiestas se encuentra en la cocina, se quedaron en el vest¨ªbulo una vez que Panda las ahuyent¨® debidamente. Los fumadores del jard¨ªn desafiaban con valent¨ªa la fr¨ªa tarde de marzo. A trav¨¦s de las cristaleras abiertas, Victoria divis¨® a su hermana peque?a, Annie, en compa?¨ªa de su marido, Hugo, quienes se encontraban en la terraza de caliza reci¨¦n instalada. Annie fumaba lo que parec¨ªa un cigarrillo de fabricaci¨®n propia y Victoria confiaba en que, dada la afluencia de abogados en la casa, el contenido fuera legal. Annie y Hugo parec¨ªan disfrutar, como siempre, de la felicidad que su mutua compa?¨ªa les deparaba y charloteaban alegremente mientras ca¨ªa la tarde.

Victoria recorri¨® la habitaci¨®n con la mirada para comprobar que los invitados se mezclaban como correspond¨ªa, que no hab¨ªa nadie abandonado a su suerte. Se hab¨ªan formado distintos corros, como era de esperar. El comandante Bolton pontificaba a los vecinos sobre el peligro de que el sistema de alcantarillado victoriano reventara, lo que originar¨ªa una verdadera plaga de ratas. En el rinc¨®n m¨¢s alejado, los abogados hab¨ªan formado su propio corro e intercambiaban an¨¦cdotas de letrados incompetentes, de jueces que se dorm¨ªan, y las inveros¨ªmiles coartadas de sus clientes. En el centro del sal¨®n se encontraban las madres del colegio. El hijo de Victoria, Alex, iba al colegio m¨¢s exclusivo de Wimbledon, t¨¦rmino que, a su entender, quer¨ªa decir simplemente el m¨¢s caro, mientras que su hija, Emily, acababa de incorporarse al parvulario. Eran ¨¦sas las mujeres con quienes intercambiaba cotilleos del colegio mientras esperaban, api?adas junto a la verja, el momento de cargar ni?os, equipos de deporte e instrumentos musicales en sus coches familiares y modernas furgonetas. Para aquella ocasi¨®n hab¨ªan sustituido el distinguido atuendo informal que sol¨ªan llevar para el trayecto del colegio, y que consist¨ªa esencialmente en plum¨ªferos plateados y pantalones vaqueros de Armani, por un alarde de conjuntos de alto dise?o, cortos y ce?idos. Formando otro corro alrededor de ellas se encontraban los maridos, con aspecto cansado tras una larga semana de trabajo, de la ma?ana a la noche, entre bancos y corredores de bolsa del distrito financiero de la ciudad. Contaban chistes y soltaban risotadas demasiado ruidosas. Con un sencillo traje de seda de color guinda y el cabello rubio recogido en un mo?o suelto, Victoria se mov¨ªa entre todos ellos a?adiendo un destello de aut¨¦ntico aunque involuntario glamour en un mar de vestiditos negros.

Los esp¨ªritus m¨¢s aventureros hab¨ªan dejado su c¨ªrculo y charlaban con otros invitados. Victoria divis¨® a sir Richard Hibbert, el jefe del bufete de abogados de David, que, con paso lento pero decidido, sal¨ªa huyendo del cu?ado de Victoria. Vi¨¦ndolo escapar hacia el jard¨ªn, Victoria cruz¨® con soltura la habitaci¨®n.

Pr¨®ximo fragmento: 'La dama y el unicornio', de Tracy Chevalier

Portada del libro Esposas y amantes '  de Jane Elizabeth Varley
Portada del libro Esposas y amantes ' de Jane Elizabeth Varley

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