Plinio, casos c¨¦lebres
Esta obra re¨²ne algunas de las m¨¢s famosas novelas negras escritas por Francisco Garc¨ªa Pav¨®n, autor de obras como 'El rapto de las Sabinas' o 'Las hermanas coloradas', por la que obtuvo el Premio Nadal
Fragmento
Manuel Gonz¨¢lez, alias Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, y su colaborador y amigo entra?able don Lotario el veterinario, con aire desganado contemplaban la plaza del pueblo tras la vidriera de uno de los balcones del Casino de San Fernando.
—En Castilla no hay primavera —sentenci¨® don Lotario mirando las copas de los ¨¢rboles de la glorieta despeinados por el viento—. Castilla es como ciertas mujeres mal templadas, que pasan del fr¨ªo al calor o de la risa al llanto sin puente medianero.
El cielo estaba de un gris gordo y obsesionante que aplastaba las casas y la torre, se met¨ªa por puertas y ventanas, amainaba p¨¢jaros y gritos, empozaba el pueblo. Los ¨¢rboles cabeceaban con desespero, intentando sobrenadar el toldo que los anegaba.
—Es mucha Castilla. Ella nos ha hecho a los espa?oles tan raros... Hay veces que no la aguanto —aventur¨® t¨ªmido don Lotario—. Debe de ser por mis oriundeces levantinas.
—Yo la aguanto, pero no me gusta. Es una tierra con muy mala leche. Me place la gente castellana porque r¨ªe lo justo y no presume... Pero el campo y el clima, para su madre.
—... Los escritores dicen que es muy buen paisaje.
—Claro,para verlo.A m¨ª tambi¨¦n me lo parece, pero no hay quien pare en ¨¦l.
—Hombre, as¨ª en el oto?o, pasear por el monte o comer carne frita con ajos en una huerta no est¨¢ nada mal.
Encendieron un cigarro y continuaron en silencio compungido ante el panorama de la plaza.
Aquel plomazo aplastaba las gentes y los coches. El Ayuntamiento, que estaba a la derecha, parec¨ªa sin respiraci¨®n, sin guardias, sin alcalde y sin serenos cantores, decoraci¨®n vieja de teatro repuesta sin motivo. Enfrente, la Posada de los Portales, con su aire norte?o de solaneras, columnas, almagres y cales, posada de antiguos arrieros y tratantes que dorm¨ªan en el suelo escuchando cocear las caballer¨ªas sobre la piedra todas las horas de la noche. Y a la izquierda del Casino, la iglesia. Plomo sobre piedra, torre chata y hechuras sin gracia, donde fueron bautizados cinco siglos de tomelloseros. Suspiradero de beatas, alivio de afligidos, oficina de funerales, cat¨¢logo de purpurinas y amenes. Tras este redondel de la Plaza, alrededor de este despeje, se extend¨ªa todo el pueblo llano, de cales, con m¨¢s de treinta mil almas alimentadas por la cepa y sus caprichos. De cuando en cuando una f¨¢brica de alcohol, un agrio olor a vinazas, lumbreras en el suelo que alumbraban las bodegas subterr¨¢neas, tractores y remolques, carros olvidados en rincones, aparejos de mulas ya inexistentes. Paz, trabajo, mucho trabajo contra un suelo terco y sin entra?as.
—El caso es que no parece tormenta —volvi¨® a comentar el veterinario.
—?Qu¨¦ va! Es ganas de fastidiarnos el mes de junio.
Tras ellos se o¨ªan los fichazos de los jugadores de domin¨®, alguna risotada y las musiquillas de los anuncios de la televisi¨®n.
—No crea usted, don Lotario, que yo aguanto la televisi¨®n — dijo de pronto y sin que viniese a cuento el Jefe.
—Ni yo.
—Por sistema, hago todo lo contrario de lo que dice.
—Si te dejas llevar, hacen de ti un monicaco.
—Nos tratan como doctrinos —reforz¨® Plinio—. Cada cual debe hacer lo que se le ocurra con tal de que no perjudique a tercero.
—Lo malo es que a la mayor parte de la gente no se le ocurre nada. Hay m¨¢s tontos que feos, Manuel.
—No me lo diga. Y si no tontos, por lo menos sin ocurrencias, que viene a ser lo mismo... ?A qu¨¦ vendr¨¢ ¨¦ste con tanta prisa? —se interrumpi¨® Plinio al ver que el cabo Maleza cruzaba la Plaza con direcci¨®n al Casino. Como ¨¦ste sol¨ªa recrearse en cada paso como si fuera el ¨²ltimo que iba a dar en su vida, Plinio y don Lotario, cada vez que lo ve¨ªan andar a velocidad normal, que correr nunca, presum¨ªan noticia.
—A ver si es que ha ?salido algo?, Manuel —dijo don Lotario.
Plinio, que naturalmente pens¨® lo mismo, entorn¨® los ojos y se pas¨® la mano lentamente por la nariz. Luego se volvi¨® de espaldas al balc¨®n para que Maleza reparase en ¨¦l enseguida de entrar. Don Lotario, con las manos en los bolsillos del pantal¨®n, tambi¨¦n se volvi¨® en actitud de espera.
Apareci¨® el cabo en la puerta del sal¨®n y apenas gir¨® vistazo columbr¨® al Jefe y a su compadre. Se acerc¨® sorteando las mesas de partida, y llev¨¢ndose la mano descuidadamente a la visera de la gorra a manera de saludo, solt¨® su mandado:
—Jefe, que le llama el se?or Juez.
—?Qu¨¦ pasa?
—No s¨¦. Llam¨® por tel¨¦fono al cuarto de guardia, y como no estaba usted me dijo que lo buscase al contao.
—Esp¨¦reme aqu¨ª, don Lotario. Ser¨¢ alguna cachupinada. Enseguida vengo.
—Aqu¨ª estoy, Manuel, y si tardas, en el herradero.
Plinio march¨® seguido de Maleza. Y don Lotario se acomod¨® en una silla, junto al balc¨®n, para no perder de vista la puerta del Juzgado.
Desde que se mecaniz¨® el campo todos los veterinarios del pueblo estaban dados a los demonios y a completar sus ingresos con otras dedicaciones. Todos menos don Lotario. Como ten¨ªa vi?as por parte de entrambos c¨®nyuges, am¨¦n de un razonable capital amasado con muchos a?os de profesi¨®n, ahora encontraba tiempo para acompa?ar a Plinio en todas sus correr¨ªas sin cargos de conciencia. Porque antes, cuando la carrera daba tanto trabajo, cada vez que sal¨ªa con Plinio de aventuras, su mujer y sus hijas no lo dejaban en paz ech¨¢ndole en cara su afici¨®n. ?Qu¨¦ verg¨¹enza, un hombre que en vez de atender a sus enfermos como Dios manda se va a jugar a los buenos y a los malos como un muchacho? o ?Lo nunca visto, tener una carrera tan respetable y gustarle ser guardia municipal?.
En el antedespacho del se?or Juez estaba el secretario don Tom¨¢s, alias don Toma¨ªto, por lo que le daba a la copa. Don Tom¨¢s era amigo de beber a solas o en compa?¨ªa, seg¨²n se terciaba y seg¨²n le apretaba la melancol¨ªa. Solter¨®n y andaluz no se encontraba en su ser mientras no ten¨ªa una copa de jerez delante de su sonrisa. Cuando beb¨ªa en compa?¨ªa el hombre era una fiesta. Cuando beb¨ªa solo en las tabernas apartadas, con los brazos apoyados en el mostrador, el cigarro en la boca y los ojos tras los lentes a nivel de la copa, don Toma¨ªto era un entierro de caridad. Juli¨¢n Ayesta, que cay¨® por aquel pueblo a dar una conferencia y vio al ?secre? confes¨¢ndose a solas con una copa en el bar de la Lola, le llam¨® ?el solicopero?, como dicen en Am¨¦rica.
A don Tom¨¢s le cay¨® en gracia el dicho y se invent¨® una copla:
Los que me ven beber solo
me llaman solicopero.
No saben que acompa?ado
que estoy m¨¢s solo, es lo cierto.
Tambi¨¦n estaba en el Juzgado Antonio el Fara¨®n, corredor de vinos y con ciento veinte kilos de carne sobre su esqueleto.
—Me dicen que llam¨® el se?or Juez.
—No, e s¨ªo yo que er se?¨® Ju¨¦ est¨¢ en Arcasa.
—?Y qu¨¦ pasa?
—Pue na, que al Antonio l'han birlao un nicho.
—?C¨®mo que le han birlao un nicho?
—S¨ª, que le han enterrao un forastero en su patrimonio... Vamo, que ya le van a rob¨¢ a uno hasta la sepurtura.
Plinio mir¨® al Fara¨®n con aire interrogativo.
Y Antonio el Fara¨®n, sentado a horcajadas sobre una silla, sonre¨ªa con toda su cara.
—Que se lo cuente ¨¦l —a?adi¨® el secretario que de vez en cuando correg¨ªa su pronunciaci¨®n andaluza.
—Pues nada —comenz¨® el Fara¨®n con mucha prosopopeya—, que esta ma?ana se les ha ocurrido a las mujeres ir a hacer una visitica a los muertos, a llevarles flores y esas cosas...Y han visto que mi nicho... vamos, el que tengo yo comprao y disponible, Dios quiera que para la suegra que todav¨ªa tengo en casa aunque de muy mal ver, pues que estaba tapiao. Claro, lo natural, como mi mujer y la chica no recordaban que hubi¨¦ramos enterrado a nadie ¨²ltimamente, pues se han ido a ver al camposantero.
—Y el camposantero in albis —cort¨® el secretario.
—?Que qu¨¦ me dice, Manuel? —pregunt¨® Antonio con sorna.
Plinio hizo un gesto de escepticismo. Pero si don Lotario hubiera estado presente habr¨ªa notado que en sus interiores la gozaba el Jefe, porque aquello ol¨ªa a ?caso gordo?.
—Yo creo, Manu¨¦, que debe usted ech¨¢ un vistazo por... aquer sitio —el ?Secre? era supersticioso como un gitano— y que er camposantero quite el tabiquillo a ver qu¨¦ hay. Si cosa que no espero, hay fiambre, me da un telefonazo y nos personamo all¨ª er Juzgao con el forense.
—?Yo podr¨¦ ir tambi¨¦n? —dijo el Fara¨®n intentando incorporarse.
—Naturaca —autoriz¨® don Tom¨¢s.
—Avise usted a don Lotario a ver si nos lleva en su coche nos ahorramos el paseo —a?adi¨® el Fara¨®n, pensando en el gusto del veterinario, en la reacci¨®n de Plinio y la comodidad de todos.
El Jefe, sin a?adir palabra, llam¨® por tel¨¦fono a don Lotario.
Fueron en el ?Seat 600? del veterinario. Como era tan poco coche para tanta mercanc¨ªa, al Fara¨®n tuvieron que encajarlo a empujones.
—Parece mentira, don Lotario, que siendo usted un hombre de carrera y con cuartos no tenga un auto m¨¢s se?or —dijo el Fara¨®n resoplando apenas arranc¨® el coche, camino del Cementerio.
Pero don Lotario ni se tom¨® la molestia de contestarle, porque en aquel momento Plinio le pon¨ªa en antecedentes del servicio que iban a hacer.
Al veterinario le oli¨® bien el caso, como esperaba el Jefe, y conduc¨ªa con la barbilla casi pegada al volante y los ojos entornados, como siempre que pon¨ªa mucha ilusi¨®n en algo.
—Desde luego, es que lo que me pasa a m¨ª no le pasa a nadie, don Lotario —sigui¨® el Fara¨®n cuando vio a don Lotario enterado del negocio—. Un nicho no se lo han robado a ning¨²n cristiano desde los tiempos de los godos.
—?Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza? — dijo don Lotario a voces.
—?Pero qu¨¦ dice este hombre? —pregunt¨® extra?ado el Fara¨®n.
Plinio se ri¨® con todas sus ganas.
—Siempre que se habla de reinados o de los godos me acuerdo de esa frase que dec¨ªa un libro que estudi¨¦ en la escuela —aclar¨® el veterinario.
—Pues anda con Witiza; pobre se?or, las que debi¨® pasar — coment¨® Antonio.
Todos volvieron a re¨ªr y luego callaron unos segundos. Hasta que rompi¨® a hablar de nuevo don Lotario:
—Pero yo siempre he visto que los nichos libres est¨¢n tabicados.
—S¨ª, se?or; pero mi mujer, cuando lo compramos hace cosa de un mes, quiso que lo dej¨¢ramos destapado.
—?Para qu¨¦? —pregunt¨® Plinio.
—?Ah! Ella dice que para que se airee. Como cree que su madre va a hincar el pico de un momento a otro (cosa que yo no espero) y estas Calonjas son tan relimpias, pues quiere enterrarla con mucho aseo.
—?Pu?eteras mujeres! —exclam¨® Plinio.
—Nunca s¨¦ de qu¨¦ tienen hecha la cabeza —dijo el Fara¨®n. —Ni cabeza ni na —sigui¨® Plinio— son ingle sola.
—Eso de ingle es un decir.
—Es que Manuel, como es tan p¨²dico, en vez de decir el
sitio dice la vecindad.
Los paseos del Cementerio estaban desiertos. Bajo el cielo plomo de aquella tarde ventosa parec¨ªan m¨¢s de ir¨¢s y no volver¨¢s que nunca.
Sacar al Fara¨®n del ?Seat? fue obra de romanos.
—Yo no s¨¦ c¨®mo no har¨¢n los coches a la medida del hombre —rezong¨® mientras se compon¨ªa el formato.
Como don Lotario, tan bajito y delgado, crey¨® una indirecta el dicho del Fara¨®n, replic¨® viv¨ªsimo:
—Es que t¨² no eres un hombre.
—Anda, co?o, ?pues qu¨¦ soy?
—Un almorch¨®n.
—?Ay, qu¨¦ don Lotario ¨¦ste!
En el mismo zagu¨¢n del Cementerio el sepulturero Mat¨ªas estaba sentado en un taburete concluyendo la masticaci¨®n de un trozo de queso manchego bastante duro. Al ver al Jefe y la compa?a, trag¨® r¨¢pido en un fuerte estir¨®n de las poleas del cuello y le dio un tiento a la botella de blanco que ten¨ªa bajo la corva.
—Que aproveche —dijo Plinio al saltar del coche.
—Es que, sabe usted, como tengo el est¨®mago echao a perder, si no como a menudo, me dan unas dolascas que me retuerzo.
—Pero si le sigues dando al morapio, por mucho que frecuentes el condumio, haces un pan como unas hostias —coment¨® don Lotario.
—T¨², Mat¨ªas, no le hagas caso, que eres criatura humana, y ¨¦l es veterinario —coment¨® el Fara¨®n.
—No crea, el vino no me da?a. Lo tengo bien visto. Lo que me raja es la co?¨¢. Cuando estuve trabajando en la bodega de los Peinados, el se?orito Leoncio, que en paz descanse, siempre dec¨ªa que la co?¨¢ lo curaba todo. Pero s¨ª, s¨ª, para m¨ª es propiamente como si pariera cada vez que me acerco a ella.
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