Todas las mu?ecas son carn¨ªvoras
Una novela de de ?ngela Vallvey que nos presenta a Sonia La Roja, una terapeuta cuya forma de enfrentar sus conflictos personales dista mucho del sentido com¨²n que utiliza con sus pacientes
Teor¨ªa de los machos alfa
Mi paciente favorita se llama Lorena Mart¨ªn. Podr¨ªamos ser amigas si no fuera porque mantenemos una relaci¨®n estrictamente profesional. Ella suele presentarse a s¨ª misma como ?zo¨®loga y soltera?.Yo, sin embargo, estoy pensando hacerme unas tarjetas de visita en las que pueda leerse con grandes letras doradas y en relieve:
SONIA LA ROJA
(Especialista en General)
Llega Lorena a mi consulta, a ¨²ltima hora de la tarde, y me suelta su discurso, mientras yo parpadeo entre el estupor y la contrariedad:
Me he comprado un pintalabios que acaba de salir al mercado ?con efecto col¨¢geno? que promete aumentar el volumen de mi boquita en un 40 por ciento. Es barato y no requiere cirug¨ªa —me dice; luego estira las piernas y se arrellana en el div¨¢n—. Me temo que, dentro de poco, si el chisme es eficaz, todas las espa?olas de entre diez a ochenta y cinco a?os tendremos los mismos morros que Angelina Jolie, pero no su cuenta corriente. En fin? A ver, ?qu¨¦ quer¨ªa yo contarle, doctorcita? Ah, s¨ª. Esta semana tuve un encuentro, concertado a trav¨¦s de un anuncio en Internet, con un hombre que aseguraba ser ?torero?. Eso debe significar que no tiene cuernos, sino que se limita a pon¨¦rselos a las dem¨¢s. Le cuento la pel¨ªcula tal como sucedi¨®: mientras hago tiempo en un bar de la esquina hasta que llegue la hora de mi cita, leo el peri¨®dico. Echo un vistazo a la tele encendida. Me da la sensaci¨®n de que hay cierto linchamiento contra los toreros. ?Y por qu¨¦ todo el mundo arremete contra ellos? Pues porque empezamos a cogerle el gusto a los placeres de la democracia tales como darles ca?a a los ricos y famosos. Los toreros tienen todas esas fincas y mujeres guapas y emoci¨®n en sus vidas?, ?seguro que pueden soportarlo!
Leo sobre la crisis de la pol¨ªtica. Ver¨¢, yo tengo una teor¨ªa que llamo de ?zoolog¨ªa pol¨ªtica?. Se denomina ?alfa?, la primera letra del alfabeto griego, al animal dominante de un grupo, cuya posici¨®n se ha decidido en un combate (ritualizado o real). Detr¨¢s de alfa van: beta, delta? zeta, eta? Y as¨ª hasta llegar a omega. Lo normal es que alfa domine a beta, quien muestra los adecuados signos de sumisi¨®n; que beta domine a gamma; gamma a delta? El Macho Alfa puede mostrar un comportamiento dominante, en la jerarqu¨ªa masculina, en el 100 por cien de los casos, mientras que el Macho Omega lo mostrar¨¢ en el cero por ciento de los casos. Y los que est¨¢n en medio de la jerarqu¨ªa, lo har¨¢n de manera proporcional a su status. Ser un macho dominante conlleva, como todo el mundo se puede imaginar, enormes ventajas selectivas. Una jerarqu¨ªa de dominaci¨®n no ambigua y bien definida minimiza la violencia del grupo: puede haber amenazas, intimidaci¨®n y sumisi¨®n ritual, pero apenas se producen da?os corporales. Los partidos pol¨ªticos bien disciplinados son un poco as¨ª, ?no cree, doctora? Mandan los machos alfa, aunque sean de sexo femenino.
Hombres de cincuenta, chicas de treinta
Lorena es aficionada a ligotear a trav¨¦s de Internet.
Bueno, al menos toma decisiones y sale en busca de su destino. Y no como yo, que me paso la vida cruzada de brazos esperando a que llegue el hombre de mi ¨ªdem. Lorena contin¨²a con su discurso:
Llegu¨¦ al bar donde hab¨ªa quedado con mi cita a ciegas sacada de una p¨¢gina de Internet muy visitada —contin¨²a Lorena—. El tipo dec¨ªa que era torero, ya digo. Cuando me asom¨¦ al bar no vi a nadie con la montera puesta. Iban todos vestidos de civil, no de luces. Me acerqu¨¦ a uno que estaba acodado en la barra y que llevaba una rosa roja en la solapa, como hab¨ªamos quedado que har¨ªa para que yo pudiera reconocerlo. Ya ve, qu¨¦ originalidad. Me hab¨ªa dicho que era de mediana edad, y torero, pero lo mir¨¦ y tuve la sensaci¨®n de que aquel pollo no volver¨ªa a cumplir los sesenta.
Yo no sab¨ªa que hab¨ªa toreros de la tercera edad. Me daba que era bastante mayor que Curro Romero, y que deb¨ªa haber tenido mucho menos ¨¦xito que ¨¦l, aunque hubiera pasado el mismo miedo. Adem¨¢s, parec¨ªa salido de una campa?a Antipedofilia. Su cara era como esas que salen en los carteles que la polic¨ªa coloca por los aeropuertos con un pie de foto que advierte: ?Ni?os: este hombre es malo, malo, malo? Si lo veis, a ¨¦l o a alguno como ¨¦l, salid corriendo, peque?os??.
Estaba bebiendo algo que parec¨ªa agua, aunque se diferenciaba del agua normal en que la suya no era del todo incolora. Me salud¨® con una sonrisa adornada de babas, o de ginebra, cualquiera sabe, pero result¨® que hablaba menos que Harpo Marx. En realidad s¨®lo me olisqueaba, o algo as¨ª. Me pregunt¨¦ qu¨¦ demonios hacen esos cincue/sesentones disfrazados de hombres potentes y generosos con las mujeres, siempre a la caza de veintea?eras y treinta?eras. ?Qu¨¦ han hecho esos t¨ªos con sus primeras esposas?
?En qu¨¦ cementerio de olvidos estar¨¢n enterradas todas esas se?oras maduras y abandonadas, muchas de las cuales trabajaron para pagarle los estudios al cerdo que, despu¨¦s de cumplir los cincuenta, empez¨® a reprocharle a ella que cumpliera los cincuenta, y a buscarse treinta?eras de esas que se pirran por la ropa interior de La Perla y los trabajos fijos?
Con mucho esfuerzo consegu¨ª sonsacarle al tipo algo sobre su vida. S¨ª, estaba separado (no divorciado, sino ?separado?). S¨ª, su mujer estaba atravesando desde hac¨ªa a?os por una fuerte crisis (cuyos s¨ªntomas m¨¢s probables eran: arrugas; sequedad vaginal y ser la viva imagen del paso del tiempo para un marido que se niega a dejar que el tiempo le pase por encima?). S¨ª, ten¨ªa una hija un poco mayor que yo. Bueno, me dije, cuando no te mienten en la primera cita (y el torero no ment¨ªa, o eso me pareci¨® a m¨ª), es porque tienen inter¨¦s en irse contigo a la cama no una, sino varias veces.
Pero aqu¨¦l iba listo conmigo.
Agarr¨¦ un mondadientes con el mismo cuidado que si se tratara de una astilla de la Santa Cruz, y puse cara de estar pensando algo crucial, aunque en realidad s¨®lo pensaba que no pod¨ªa imaginarnos juntos ni en la misma habitaci¨®n? ?as¨ª que en la misma cama?!
—Y, o sea? ?quieres que vayamos a alg¨²n sitio donde estemos m¨¢s tranquilos? —me dijo el t¨ªo.
Su cara era un poema (escrito por Saddam Hussein).
—S¨ª —le respond¨ª—. T¨² vete a tu casa, y yo me ir¨¦ a la m¨ªa. Mam¨®n.
Secreto profesional
Mi primera paciente del lunes es ninf¨®mana, o eso asegura ella. Se llama Carla (su apellido podr¨ªa ser Visa), tiene treinta a?os y la felina mirada de una vieja gata en celo. Se viste de colores fluorescentes, parece un helado especialmente dise?ado para atraer la mirada de los ni?os dalt¨®nicos, y de sus pap¨¢s.
—Siempre he sido desgraciada —me dice, tumbada en el div¨¢n, con la mirada clavada en un punto inconcreto del techo; las piernas abiertas en un descuido absolutamente premeditado—. Toda mi vida he sido infeliz; antes porque era pobre, y ahora porque tambi¨¦n.
De pronto, se calla. Aprovecho para alegrarme de que nadie sea capaz de leer el pensamiento de los dem¨¢s. Las personas gozamos de ese gran privilegio que apenas si sabemos valorar: la intimidad de nuestro intelecto (cuando lo hay; y cuando no, la intimidad a secas). Es un alivio saber que nuestros vagabundeos mentales est¨¢n a salvo, que son secretos para el resto del mundo. Lo contrario, ser¨ªa una debacle.
Por ejemplo, ahora mismo me resultar¨ªa muy complicado tener que dar cuenta de lo que pienso. Cosas como que Carla es una aut¨¦ntica petarda, y que yo debo comportarme con ella como una buena profesional. Ser psicoanalista significa estudiar durante a?os y a?os, y continuar haci¨¦ndolo toda la vida, para despu¨¦s hablar poco, o nada, en la pr¨¢ctica cl¨ªnica con los pacientes.
—Toda su vida ha sido infeliz; antes porque era pobre, y ahora porque tambi¨¦n —repito yo. Suelo hacerlo as¨ª con todos mis casos. Es lo m¨¢ximo que me permito decirles.
—S¨ª —contin¨²a ella—. Por mi problema. Mi necesidad de sexo es tremebunda. Tanta que, la mayor¨ªa de las noches, sue?o que me acuesto con un tipo que tiene diez dedos en cada mano.
Y pensar que hay hombres, sobre todo casados, que creen que las ninf¨®manas no existen, que son una leyenda urbana?
—Diez dedos en cada mano —insisto yo, como una imb¨¦cil.
—Puede que ampl¨ªe el espectro, ya sabe; que dedique un poco de atenci¨®n tambi¨¦n a las mujeres. Tener parejas del mismo sexo s¨®lo puede significar ventajas: una nunca se queda sin tampax, comparte la ropa y por lo tanto duplica su armario, no hay que dar mil explicaciones in¨²tiles respecto a la tensi¨®n premenstrual? ?Usted har¨ªa el amor conmigo, doctora La Roja?
No voy a contestar a eso, y Carla lo sabe. Miro de reojo sus labios siliconados, su escote sudoroso. La ¨²ltima media hora de nuestras sesiones, la dedica a provocarme. Sigue una pauta bien definida. Suspiro en silencio y pienso que, es un poner, en el caso de que no quedara en el mundo ning¨²n ser vivo m¨¢s que Carla, un burrito ib¨¦rico y yo misma, cambiar¨ªa el tema de mi libro, ese que estoy escribiendo sobre los rituales de apareamiento, y que no avanza lo que deber¨ªa. Si en el mundo s¨®lo existi¨¦ramos Carla, un burro y mi menda, quiz¨¢s me decidiera por fin a escribir Platero y yo.
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