Subir a por aire
Una novela en la que George Orwell, a trav¨¦s del protagonista de la obra George Bowling, traza una nost¨¢lgica visi¨®n de las costumbres inglesas desde 1893 -a?o del nacimiento de Bowling- hasta 1938, cuando ya se cern¨ªa el espectro de la Segunda Guerra Mundial
Comenc¨¦ a pensar en ello el d¨ªa que estren¨¦ la dentadura postiza nueva.
Recuerdo bien aquella ma?ana. Salt¨¦ de la cama hacia las ocho menos cuarto, y me encerr¨¦ en el cuarto de ba?o justo a tiempo de evitar que entrasen los ni?os detr¨¢s de m¨ª. Era una horrible ma?ana de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la peque?a ventana se ve¨ªa,
abajo, el denominado jard¨ªn posterior, los nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere tienen detr¨¢s el mismo jard¨ªn, los mismos ligustros y la misma hierba. La ¨²nica diferencia consiste en que aquellas donde no hay ni?os no tienen espacio pelado en medio.
Mientras se llenaba la ba?era, trataba de afeitarme con una hoja ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los dientes que correspond¨ªan a la cara. Era la dentadura provisional que me hab¨ªa dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de esas caras de color rojo ladrillo que acostumbran a ir acompa?adas de un cabello rubio y unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva dentadura seguramente no aparentar¨¦ mi edad, que es de cuarenta y cinco a?os.
Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar, me met¨ª en la ba?era y empec¨¦ a enjabonarme. Comenc¨¦ por los brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y despu¨¦s tom¨¦ el cepillo de la espalda y me enjabon¨¦ los omoplatos, que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que tengo cierta propensi¨®n a la obesidad. No es que sea ninguna atracci¨®n de feria, desde luego. No peso mucho m¨¢s de noventa kilos, y la ¨²ltima vez que me tom¨¦ la medida de la cintura era de un metro veinte o metro veintid¨®s, no me acuerdo. Y no resulto desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el est¨®mago desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ?Saben ustedes ese tipo de hombres din¨¢micos, en¨¦rgicos, atl¨¦ticos y joviales a los que se da el apodo de ?gordinfl¨®n? o ?gordito? y que son siempre ?el alma? de las fiestas? Pues yo soy uno de esos. ?Gordito? es como me llaman generalmente.
?Gordito Bowling.? Yo me llamo George Bowling.
Pero aquella ma?ana no me sent¨ªa, ni mucho menos, el alma de ninguna fiesta. Y ca¨ª en la cuenta de que, en los ¨²ltimos tiempos, casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la ma?ana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones. Sab¨ªa cu¨¢l era la raz¨®n, desde luego: era
aquella condenada dentadura postiza. El artefacto en cuesti¨®n aparec¨ªa agrandado por el agua del vaso, y los dientes me sonre¨ªan como lo har¨ªa una calavera. Es una sensaci¨®n muy rara la que se tiene cuando se junta una enc¨ªa con otra, una especie de sensaci¨®n angustiosa y deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, d¨ªgase lo que se quiera, la dentadura postiza representa un hito en la vida de un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca claramente a su fin la ¨¦poca en que uno puede creerse un gal¨¢n de Hollywood. Adem¨¢s, estaba gordo y ten¨ªa cuarenta y cinco a?os. Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, mir¨¦ mi cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no pueden verse los pies; pero s¨ª es verdad que yo, cuando estoy de pie, s¨®lo puedo ver la mitad delantera de los m¨ªos. Mientras me enjabonaba la barriga pens¨¦ que ninguna mujer podr¨ªa mirarme ya con inter¨¦s, a menos que la pagase para ello. Pero en aquel momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna mujer me mirase con inter¨¦s.
Sin embargo, record¨¦ que aquella ma?ana tambi¨¦n ten¨ªa razones para estar de buen humor. En primer lugar, aquel d¨ªa no hab¨ªa de trabajar. Ten¨ªa en el taller el viejo coche con el cual ?cubro? mi distrito (no les he dicho a¨²n que soy inspector de seguros; trabajo en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos, naufragio... todo), y aunque ten¨ªa que dejarme caer por las oficinas de Londres para entregar unos papeles, me tomar¨ªa el resto del d¨ªa libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Adem¨¢s, hab¨ªa otra cuesti¨®n que ten¨ªa olvidada desde hac¨ªa alg¨²n tiempo. Ten¨ªa en el banco diecisiete libras de cuya existencia no hab¨ªa informado a nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurri¨® de la siguiente manera. Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, ten¨ªa un libro llamado La astrolog¨ªa aplicada a las carreras de caballos, en donde se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los colores que lleva el jockey.
Y resultaba que en no s¨¦ qu¨¦ carrera participaba una yegua llamada Corsair's Bride, bastante desconocida, pero cuyo jockey vest¨ªa de verde, color que parec¨ªa ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en aquel momento.
Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la astrolog¨ªa, quer¨ªa apostar unas libras por aquel caballo y se puso pesad¨ªsimo dici¨¦ndome que apostase yo tambi¨¦n. Por fin, y con el objeto principal de hacerle callar, apost¨¦ diez chelines, en contra de mi costumbre. Y result¨® que Corsair's Bride gan¨® la carrera. No recuerdo los detalles; el caso es que a m¨ª me tocaron diecisiete libras. Llevado por un impulso —bastante ins¨®lito y probablemente sintom¨¢tico de otro hito en mi vida— deposit¨¦ el dinero en el banco sin hacer nada con ¨¦l ni decirle a nadie que lo ten¨ªa. Nunca hab¨ªa hecho una cosa as¨ª. Un buen esposo y padre se lo habr¨ªa gastado en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los ni?os. Pero yo llevo quince a?os siendo un buen marido y un buen padre, y ya empiezo a estar harto.
Cuando me hube enjabonado completamente me sent¨ª mejor, y me sumerg¨ª tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, seg¨²n me parec¨ªa, estaba entre pasar un final de semana con una mujer o ir gast¨¢ndolas poco a poco en cosas peque?as, como cigarros puros y whiskies dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y pensaba en habanos y en mujeres, cuando o¨ª un ruido semejante al que armar¨ªa una manada de b¨²falos saltando los dos escalones que conducen al cuarto de ba?o. Eran los ni?os, claro. Dos ni?os en una casa de las dimensiones de la nuestra son muchos ni?os. Al otro lado de la puerta se oy¨® un fren¨¦tico patear y un angustioso gemido.
—?Pap¨¢! ?Quiero entrar!
—?No puedes entrar! ?Vete!
—?Pero, pap¨¢...! ?Quiero ir a un sitio!
—Pues vete a otro sitio. Y c¨¢llate. Me estoy ba?ando.
—?Pa-p¨¢! ?Quie-ro-ir-a-un-si-tio!
No hab¨ªa nada que hacer. Conoc¨ªa bien la se?al de alarma. El WC est¨¢ en el cuarto de ba?o; no pod¨ªa ser de otra forma en una casa como la nuestra. Destap¨¦ el desag¨¹e de la ba?era y me sequ¨¦ a medias, tan deprisa como pude. Cuando abr¨ª la puerta, el peque?o Billy —el m¨¢s peque?o, de siete a?os— pas¨® como una exhalaci¨®n junto a m¨ª, esquivando el pescoz¨®n destinado a su cabeza. S¨®lo cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubr¨ª que ten¨ªa a¨²n jab¨®n en el cuello.
Es muy desagradable tener jab¨®n en el cuello. Le da a uno una molest¨ªsima sensaci¨®n de estar todo pegajoso, y lo curioso es que, por m¨¢s que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene jab¨®n en el cuello, se siente pegajoso todo el d¨ªa. Baj¨¦ la escalera malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.
Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle Ellesmere, es una habitaci¨®n peque?a y atiborrada, de cuatro metros y medio por tres y medio, o quiz¨¢ son cuatro por tres, no recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y la huevera de plata que nos regal¨® la madre de Hilda para la boda, no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esper¨¢ndome detr¨¢s de la tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y des¨¢nimo porque el News Chronicle tra¨ªa que la mantequilla hab¨ªa subido de precio o algo de este tipo. No hab¨ªa encendido la estufa de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hac¨ªa un fr¨ªo horroroso. Me levant¨¦ de la mesa y apliqu¨¦ una cerilla a la estufa, resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedic¨® a su vez la fugaz mirada de trav¨¦s con la que suele obsequiarme cuando cree que malgasto algo.
Hilda tiene treinta y nueve a?os, y cuando la conoc¨ª ten¨ªa exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora, pero ahora adem¨¢s est¨¢ muy delgada y marchita, y tiene siempre una mirada triste e inquieta. Cuando est¨¢ m¨¢s preocupada que de costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una de esas personas cuya principal diversi¨®n en la vida consiste en predecir cat¨¢strofes. Pero son cat¨¢strofes peque?as; las guerras, terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin cuidado. La letan¨ªa de Hilda es que si la mantequilla ha subido de precio, que la factura del gas es enorme, que los ni?os tienen los zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He llegado a la conclusi¨®n de que le causa verdadero placer el hecho de balancearse con los brazos cruzados mir¨¢ndome dram¨¢ticamente y dici¨¦ndome: ?Pero George, ?esto es muy serio! Realmente, no s¨¦ lo que vamos a hacer. No s¨¦ de d¨®nde vamos a sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio que es, George...?. Etc¨¦tera, etc¨¦tera. Tiene la firme convicci¨®n de que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importar¨¢ ni mucho menos tanto como a m¨ª: de hecho, seguramente le agradar¨¢ la sensaci¨®n de seguridad que debe de experimentarse.
Babelia
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