Discurso de Paul Auster
No s¨¦ por qu¨¦ me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendr¨ªa necesidad de hacerlo. Lo ¨²nico que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extra?a manera de pasarse la vida: encerrado en una habitaci¨®n con la pluma en la mano, hora tras hora, d¨ªa tras d¨ªa, a?o tras a?o, esforz¨¢ndose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe?, salvo en la propia imaginaci¨®n. ?Y por qu¨¦ se empe?ar¨ªa alguien en hacer una cosa as¨ª? La ¨²nica respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene m¨¢s remedio, porque no puede hacer otra cosa.
Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ?con qu¨¦ objeto? ?Qu¨¦ sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista pr¨¢ctico. Un libro nunca ha alimentado el est¨®mago de un ni?o hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la v¨ªctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciaci¨®n entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: m¨¢s justos, m¨¢s decentes, m¨¢s sensibles, m¨¢s comprensivos. Y quiz¨¢ sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empez¨® siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la c¨¢rcel. ?Y qui¨¦n puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que m¨¢s?
En otras palabras, el arte es in¨²til, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un m¨¦dico o un maquinista. Pero ?qu¨¦ tiene de malo la inutilidad? ?Acaso la falta de sentido pr¨¢ctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple p¨¦rdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creaci¨®n de una obra de arte es lo que nos distingue de las dem¨¢s criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Pi¨¦nsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de pr¨¢ctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailar¨ªn. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente? in¨²til.
La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las dem¨¢s artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los dem¨¢s, com¨²n a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que sabore¨¢bamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos le¨ªa un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atenci¨®n en los ojos de nuestros hijos cuando les le¨ªamos un cuento. ?A qu¨¦ se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos mal¨¦ficos. Cualquiera pensar¨ªa que esos elementos llenar¨ªan de espanto a un cr¨ªo; pero lo que el ni?o experimenta a trav¨¦s de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que est¨¢ perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.
Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos m¨¢s refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando ¨¦ramos peque?os, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra m¨¢s. Durante a?os, en todos los pa¨ªses del mundo occidental, se han publicado numerosos art¨ªculos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la "era posliteraria". Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el ¨²nico venero de historias. El cine, la televisi¨®n y hasta los tebeos producen obras de ficci¨®n en cantidades industriales, y el p¨²blico contin¨²a trag¨¢ndoselas con gran pasi¨®n. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten -en la p¨¢gina impresa o en la pantalla de televisi¨®n-, resultar¨ªa imposible imaginar la vida sin ellas.
De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay m¨¢s que un lector, s¨®lo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qu¨¦, en mi opini¨®n, nunca desaparecer¨¢ como forma literaria. La novela es una colaboraci¨®n a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el ¨²nico lugar del mundo donde dos extra?os pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversaci¨®n con gente que nunca he visto, con personas que jam¨¢s conocer¨¦, y as¨ª espero seguir hasta el d¨ªa en que exhale mi ¨²ltimo aliento.
Nunca he querido trabajar en otra cosa.
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