Leyendas literarias
Los r¨ªos han sido siempre los amables compa?eros de viaje de los hombres en esta tierra hostil y la literatura ha crecido en sus orillas como crecen, pongamos por caso, los huertos y los palmerales en las riberas del Nilo. M¨¢s a¨²n: la literatura ha cobrado tanto peso en algunos escenarios fluviales que, a estas alturas, es inconcebible nombrar, por ejemplo, el Misisipi sin hablar de Mark Twain, o el Drina sin mentar a Ivo Andric. Algunos escritores han despojado casi de su car¨¢cter de accidente geogr¨¢fico a los r¨ªos para transformarlos en leyenda literaria. Cuando llegu¨¦ al r¨ªo Congo, en 1998, en mi bolsa viajaba Coraz¨®n de Tinieblas, de Joseph Conrad (la traducci¨®n del t¨ªtulo, m¨¢s exacta que las que se suelen usar, se la debo a Mario Muchnik). No hubo mejor compa?ero de navegaci¨®n que la inquietante novela del escritor anglopolaco, una narraci¨®n en la que los recovecos insondables del alma humana se enredan con las lianas de la selva, sobre el paisaje de un r¨ªo atroz en donde la civilizaci¨®n ha sido capaz de imponerse al primitivismo y la barbarie. Marlow, el narrador vagabundo ¨¢lter ego de Conrad, describ¨ªa as¨ª el escenario: "Una corriente vac¨ªa, un gran silencio, una selva impenetrable. No hab¨ªa ninguna alegr¨ªa en la luz del sol. Sent¨ª un peso intolerable, la presencia invisible de la corrupci¨®n victoriosa, las tinieblas... Y hay en todo ello una fascinaci¨®n, la fascinaci¨®n de lo terrible". En ese paisaje abominable, un personaje antes civilizado, Kurtz, sufre la destrucci¨®n de sus principios y de su propia naturaleza de nombre inteligente. "?El horror!", es su grito final, poco antes de morir. Y Marlow lo juzga as¨ª: "Su mente segu¨ªa siendo perfectamente l¨²cida, pero su alma estaba loca...".
Recuerdo mis d¨ªas a bordo de Akongo-Mohela, el transbordador en el que remontaba las aguas del r¨ªo entre Kinshasa y Kisangani, como una mezcla de pesadilla y fascinaci¨®n, tal era el grado de peligro que los pasajeros corr¨ªamos, con partidas de soldados incontroladas en las selvas y el r¨ªo, y tanta la belleza que nos rodeaba. En el r¨ªo Congo percib¨ª esa extra?a e inexplicable comuni¨®n entre el horror y la belleza que ha fascinado a tantos escritores, entre ellos al propio Conrad, y que resume muy bien en sus Eleg¨ªas del Duino el poeta Rilke: "Todo ¨¢ngel es terrible". Nunca hubo un r¨ªo tan literario como el Congo de Conrad. Navegar el Congo casi me cuesta perder la vida, a manos de un grupo de soldados drogados y borrachos. Pero no olvidar¨¦ nunca una naturaleza que hoy sigue tal cual la describ¨ªa Marlow: "Remontar aquel r¨ªo era como volver a los inicios de la Creaci¨®n, cuando la vegetaci¨®n estall¨® sobre la faz de la Tierra y los ¨¢rboles se convirtieron en reyes".
Casi me mata tambi¨¦n, a causa de una grave malaria, otro r¨ªo hermoso y perverso: el Amazonas. Aqu¨ª la belleza se humilla ante la atrocidad: estremecen la miseria de los habitantes de sus orillas, el genocidio disfrazado de avance de civilizaci¨®n que sufren sus etnias ind¨ªgenas, la codiciosa y pertinaz agresi¨®n sobre su naturaleza, la historia de una explotaci¨®n que pesa sobre sus gentes desde los d¨ªas en que comenz¨® a extenderse la recolecci¨®n del caucho y la malignidad de un "h¨¢bitat" fecundo en la propagaci¨®n de temibles enfermedades letales para el hombre. El Amazonas no es un r¨ªo para disfrutar ni la Amazon¨ªa un marco apropiado para una literatura amable. La mejor novela que, en mi opini¨®n, se ha escrito sobre el universo amaz¨®nico es, por el contrario, de signo tr¨¢gico: La vor¨¢gine, del colombiano Jos¨¦ Eustasio Rivera. Cuando yo recorr¨ª el r¨ªo recordaba, casi como si las llevara clavadas en la memoria, las palabras con que Arturo Cova, protagonista de la narraci¨®n, comienza su relato: "Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugu¨¦ mi coraz¨®n al azar y me lo gan¨® la Violencia". Y es cierto que all¨ª sientes la Violencia -con may¨²scula- como si fuera la esencia singular de la vida amaz¨®nica. El Amazonas me dict¨® un libro cargado de melancol¨ªa y miedo que no pude titular de otra manera que El r¨ªo de la desolaci¨®n.
?Qu¨¦ distintos el Congo y el Amazonas a ese Yuk¨®n que corre entre Canad¨¢ y Alaska para desembocar en el mar de Bering! En el verano, el aire es limpio, los d¨ªas luminosos y las noches frescas. Remar sobre sus aguas supone una inyecci¨®n de entusiasmo, un chute de vitalidad. Pero ?ojo con sus terribles inviernos! Jack London recorri¨® aquellas latitudes cuando era casi un chaval, un jovenc¨ªsimo minero en busca de fortuna, a finales del siglo XIX. A?os despu¨¦s, dedic¨® sus mejores narraciones a recrear el universo del Yuk¨®n de los d¨ªas del Gold Rush, la carrera del oro. En una de ellas escrib¨ªa: "La Naturaleza tiene muchas artima?as para convencer al hombre de su finitud: el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artiller¨ªa del cielo... Pero la m¨¢s estremecedora y terrible de todas es la pasividad del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de lat¨®n; el m¨¢s peque?o susurro parece un sacrilegio y el hombre se torna t¨ªmido, asustado del sonido de su propia voz. El temor a la muerte, a Dios y al Universo se apodera de ¨¦l; y tambi¨¦n su esperanza en la resurrecci¨®n y la vida". De nuevo la literatura... Y as¨ª, cuando recorres aquellos espacios de naturaleza virgen, puedes evocar el verbo vigoroso de London mezclando en tu coraz¨®n y en tus o¨ªdos el aullido del lobo con los ladridos euf¨®ricos del perro Buck, o el sonido de los pasos de Malemute Kid en los bosques primigenios con el grito agudo del ¨¢guila de cabeza blanca. Escuchas la llamada de lo salvaje en territorios en los que, todav¨ªa hoy, un hombre puede disfrutar de la soledad sin otra presencia humana que la suya en m¨¢s de cien kil¨®metros a la redonda.
Hace unos a?os escrib¨ª en uno de mis libros: "Yo creo en el alma singular de los r¨ªos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado. Los r¨ªos han estado, en un par de ocasiones, a punto de matarme y luego, con cierto desd¨¦n o algo de generosidad, me han perdonado la vida. Pero tambi¨¦n me han ense?ado mucho sobre los hombres y sobre mi mismo". Recorrerlos es una buena raz¨®n para escribir y, al tiempo, no es una mala manera de disfrutar de la vida mientras vamos a dar a ese mar de Jorge Manrique "que es el morir".
Javier Reverte (Madrid, 1944) es autor de El r¨ªo de la luz. Un viaje por Alaska y Canad¨¢. Plaza & Jan¨¦s. Barcelona, 2009. 544 p¨¢ginas. 22,90 euros.
Babelia
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