La llamada del agua
Fascinan a escritores y lectores. Siempre han estado ah¨ª: como met¨¢fora, como tel¨®n de fondo, como personajes -Her¨¢clito, Caronte, Twain, Conrad, Magris...-. Los r¨ªos son un s¨ªmbolo de lo inesperado y de la aventura. El viaje de Javier Reverte por el Yuk¨®n, El r¨ªo de la luz, y nuevas ediciones de El coraz¨®n de las tinieblas demuestran su pulso literario.
Se dice r¨¢pido: la literatura y los r¨ªos, los r¨ªos en la literatura. Los r¨ªos como met¨¢fora, los r¨ªos como tel¨®n de fondo, los r¨ªos como personajes. No el mar, no los lagos, no los arroyos ni las monta?as: no. Los r¨ªos. La teor¨ªa postula que los r¨ªos resultan fascinantes para los escritores y parece tener cierto sustento: desde Her¨¢clito, que declamaba la imposibilidad de ba?arse dos veces en el mismo ¨ªdem, hasta Claudio Magris, que enhebr¨® la cultura mitteleuropea siguiendo el hilo del Danubio, pasando por Caronte y su barca, el Tigris y el ?ufrates que envolv¨ªan al sedoso jard¨ªn del Ed¨¦n, el Misisipi de Mark Twain y el Congo de Joseph Conrad, los r¨ªos -tr¨¢gicos, sagrados, caudalosos o tan mansos- siempre han estado ah¨ª: como met¨¢fora, como tel¨®n de fondo, como personajes.
Cuando uno introduce un r¨ªo en un libro, invariablemente introduce un elemento m¨ªstico, dice Theroux
Las aguas limpian, las aguas lavan, las aguas reconfortan. Pero, a veces, las aguas son lo que son: un medio extra?o
La pregunta, claro, es por qu¨¦.
La Tierra tiene unos 525 millones de kil¨®metros c¨²bicos de agua. S¨®lo el 2,5% es agua dulce y, de ese 2,5%, s¨®lo el 0,01% se encuentra en los r¨ªos. Lo primero que podr¨ªa decirse acerca de la fascinaci¨®n que los r¨ªos ejercen sobre los escritores es que es una fascinaci¨®n comprensible: la misma que ejercen los diamantes sobre los buscadores de diamantes, el oro sobre los buscadores de oro: la fascinaci¨®n que ejerce un elemento escaso.
- Un r¨ªo ofrece el movimiento, la ilusi¨®n del cambio -dice el cronista y escritor argentino Mart¨ªn Caparr¨®s, autor de la novela La historia y de los libros de no ficci¨®n La guerra moderna, El Interior y Una luna, entre otros-. En medio de la aparente quietud de los paisajes el r¨ªo se agita, hace, lleva, trae. Y como, adem¨¢s, es un camino y una fuente de vida, sociedades florecen en sus orillas, se muestran, se desnudan.
- Los r¨ªos corren en una sola direcci¨®n -dice Carlos Mar¨ªa Dom¨ªnguez, escritor argentino autor de la novela ribere?a Tres muescas en mi carabina-. Todo lo arrastran, todo lo pulen y lo cambian. Si se arroja uno aguas abajo, es dif¨ªcil, cuando no imposible, volver atr¨¢s. Los r¨ªos tienen la cualidad irreversible del tiempo humano.
- Un r¨ªo -dice el escritor mexicano Juan Villoro, autor de la novela El testigo y los libros de no ficci¨®n Safari accidental y Dios es redondo, entre otros- es un relato que fluye. Un lago es un relato detenido. Una monta?a es un relato inaccesible.
- Cuando uno introduce un r¨ªo en un libro, invariablemente introduce un elemento m¨ªstico -dice el escritor americano Paul Theroux, autor de La costa de los mosquitos y Las columnas de H¨¦rcules, entre otros-. Los r¨ªos son un s¨ªmbolo de lo inesperado: uno tiene que entregarse al r¨ªo, que lo llevar¨¢ a sitios desconocidos. Los r¨ªos representan, para un pa¨ªs, la primera posibilidad, la m¨¢s temprana, de ser explorado. Se pudo viajar por el Nilo, el Amazonas, el Congo, mucho antes de que se pudiera viajar por tierra.
- La literatura de viajes no podr¨ªa pensarse sin la presencia de los r¨ªos -dice Jordi Carri¨®n, escritor y cr¨ªtico espa?ol, autor de los libros de viajes Australia y La piel de La Boca, entre otros-. Entre los mitos m¨¢s poderosos del viaje de exploraci¨®n se encuentra el de la fuente de los r¨ªos. Llegar desde el fin hasta el principio, descubrir el lugar disperso, extra?o, m¨²ltiple, donde nace, en esa estructura narrativa se fija gran parte de la literatura de viajes.
Un r¨ªo, cualquier r¨ªo, tiene una energ¨ªa potencial y una energ¨ªa cin¨¦tica. La energ¨ªa potencial es la energ¨ªa almacenada. La energ¨ªa cin¨¦tica es el resultado del sometimiento de la energ¨ªa potencial a un trabajo de aceleraci¨®n que saca a la masa de su equilibrio y la transforma en un desequilibrio productivo. La sacude, la desequilibra: quiere decir que la despierta. El r¨ªo: la tentaci¨®n de la met¨¢fora.
- En el ranking de las met¨¢foras gastadas -dice Caparr¨®s-, el r¨ªo ocupa un lugar privilegiado. Y los r¨ªos son espacios tan opulentos que no necesitan ser met¨¢fora de nada; con contarlos alcanza.
- La Ciudad de M¨¦xico -dice Juan Villoro- es una de las pocas grandes ciudades que destruy¨® el agua, el lago donde originalmente se asentaba. El agua es para nosotros lo que desapareci¨® del paisaje y la mayor obra de nuestra narrativa es una par¨¢bola de la aridez: Pedro P¨¢ramo, de Juan Rulfo. Pero describir un r¨ªo no es describir el agua que corre, sino lo que lleva o delimita. El r¨ªo est¨¢ entre l¨ªneas, entre las orillas donde ocurre la vida.
- El r¨ªo tiene el gran karma de la literatura: pusiste un r¨ªo y sos esclavo del s¨ªmbolo -dice Juan Forn, argentino, autor de Nadar de noche y La tierra elegida, entre otros-. El r¨ªo como met¨¢fora por excelencia es El Danubio, de Magris. El Danubio es un r¨ªo tan largo y sobre una civilizaci¨®n tan expandida, que es como si el esp¨ªritu de esa civilizaci¨®n viajara por el agua.
Se precisan 700 litros de agua para refinar un barril de petr¨®leo, 148 para fabricar un autom¨®vil, 200 para producir un litro de Coca-Cola, pero unas gotas de bautismo bastan para convertir a un imp¨ªo en siervo fiel. Las aguas limpian, las aguas lavan, las aguas reconfortan: las aguas salvan del pasado. En La costa de los mosquitos, Paul Theroux cuenta la historia de una familia que viaja por un r¨ªo, en Honduras, tras el ideal del Padre: vivir apartados de la sociedad de consumo. Pero, a medida que avanzan, el Padre se torna un sujeto demencial, y si al principio el r¨ªo parece promisorio -"hab¨ªa mariposas azules danzando entre las ramas parecidas a los helechos que pend¨ªan sobre el r¨ªo"- hacia el final deviene esto: "Los insectos flotaban muertos como si fueran hojas de t¨¦ (...) una mancha brotaba burbujeando del lecho, dando a los bordes arcillosos del sendero una textura de mantequilla de cacahuetes (...)".
- La familia ve el r¨ªo como a una cosa que los libera -dice Paul Theroux-. Pero cuando todo empieza a ir mal, cambia. Es imposible mover a una familia y describir su situaci¨®n haci¨¦ndolos atravesar la jungla. El r¨ªo es perfecto para moverlos juntos, desde un estado mental hasta otro.
Las aguas limpian, las aguas lavan, las aguas reconfortan. Pero, a veces, las aguas son lo que son: un medio extra?o. Un peligro.
El r¨ªo Congo, de Peter Forbath; Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, de Alexander Humboldt; El descubrimiento de las fuentes del Nilo, de Richard Burton y J. H. Speke; La vor¨¢gine, de Jos¨¦ Eustasio Rivera; El Nilo blanco, de Alan Moorehead; El r¨ªo sin orillas, de Juan Jos¨¦ Saer; Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga; El Don apacible, de Mija¨ªl Sh¨®lojov; El amor en los tiempos del c¨®lera, de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Y Pavese y el Po, y Lorca y el Guadalquivir, y Machado y el Duero, y Pessoa y el Tajo, y el argentino Juanele Ortiz, nacido en 1896 en la provincia de Entre R¨ªos, Argentina, autor de toda una poes¨ªa h¨ªdrica en libros como El agua y la noche, Gualeguay, y de este poema llamado 'Fui al r¨ªo': "Corr¨ªa el r¨ªo en m¨ª con sus ramajes. / Era yo un r¨ªo en el anochecer, / y suspiraban en m¨ª los ¨¢rboles, / y el sendero y las hierbas se apagaban en m¨ª. / ?Me atravesaba un r¨ªo, me atravesaba un r¨ªo!".
- Cuando Magris se sube al Danubio lo que hace es contar todo lo que ha florecido en sus m¨¢rgenes, la tradici¨®n mitteleuropea -dice Mart¨ªn Caparr¨®s-. En cambio los r¨ªos americanos son, en muchos casos, r¨ªos sin orillas: donde lo que importa es todav¨ªa lo que sucede dentro de ellos, en su naturaleza: sus aguas, sus plantas, sus animales, ciertos pobladores le¨ªdos como parte del paisaje, no como agentes que lo modifican. Cuando el hombre occidental ocupa un territorio lo transforma y lo "civiliza"; cuando los abor¨ªgenes lo ocupan, se supone que lo conservan, le ahorran las transformaciones que los ecologistas tanto temen. As¨ª que los relatos son radicalmente diferentes.
- Hay r¨ªos de Europa en autores latinoamericanos, como el Sena en Cort¨¢zar. Lo notable es que son tratados a la europea -dice el argentino Juan Bautista Duizeide, escritor, piloto de buques y ant¨®logo de Cuentos de navegantes, que compil¨® para Alfaguara Argentina-. Y hay r¨ªos americanos en las literaturas europeas, pero suelen ser tratados a la americana. En El Danubio, de Magris, se acent¨²a lo que el hombre le ha hecho al r¨ªo a lo largo de los siglos, las marcas de su trabajo, de la cultura. Por oposici¨®n, el cuento Una canoa baja por el Orinoco, del colombiano Manuel Mej¨ªa Vallejo, pone el acento en lo que ese r¨ªo, ese clima, hacen con el hombre.
"(...) en este paisaje, inacabado y abandonado por Dios en un rapto de ira, los p¨¢jaros no cantan; gritan de dolor, y ¨¢rboles enmara?ados se pelean el uno contra el otro con sus garras como gigantes, de horizonte a horizonte, en el vapor de una creaci¨®n que aqu¨ª no fue acabada", escribe en el pr¨®logo de Conquista de lo in¨²til (Diario de filmaci¨®n de Fitzcarraldo), el director alem¨¢n Werner Herzog.
"Rugiendo, despeinada, La Loca se lanzaba sobre Medell¨ªn amenazante. (...
) '?Qu¨¦ pas¨®, qu¨¦ pas¨®?'. '?Se solt¨® La Loca!' -gritaron afuera. Y nos asomamos a la calle. Sonora, rugiente, furibunda, bajaba La Loca de la monta?a dando tumbos, entre rel¨¢mpagos y truenos, desmelenada. Se dir¨ªa una culebra inmensa, inmensa, que hubiera perdido el juicio", escribe en Los d¨ªas azules, la primera de las cinco novelas que forman el ciclo El r¨ªo del tiempo, el colombiano Fernando Vallejo describiendo el riacho desbordado que pasa por el coraz¨®n de Medell¨ªn.
- Colombia es un pa¨ªs de grandes r¨ªos -dice Vallejo-. El m¨¢s importante, pero no el m¨¢s grande, fue el Magdalena. El gran afluente de ¨¦ste, el r¨ªo Cauca, es el que m¨¢s cuenta en mis novelas, pero no s¨¦ exactamente en cu¨¢les pues las tengo muy olvidadas. En otro de mis libros, pero ya no me acuerdo en cu¨¢l, me he referido a los r¨ªos de Grecia como arroyitos comparados con los de Colombia.
Y la novela con r¨ªo que es, a las novelas con r¨ªo, lo que Moby Dick es a las novelas con mar. El opus magnus de las historias de agua dulce. El coraz¨®n de las tinieblas, de Joseph Conrad: el viaje de un tal Marlow remontando el r¨ªo Congo tras los pasos de un tal Kurtz, un comerciante de marfil cuyos m¨¦todos se han salido de cauce. "(...) un caudaloso gran r¨ªo, que uno pod¨ªa ver en el mapa, como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia regi¨®n y la cola perdida en las profundidades de su territorio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda, me fascinaba como una serpiente hubiera podido fascinar a un p¨¢jaro", cuenta Marlow, desde un barco amarrado en pleno T¨¢mesis, en las p¨¢ginas del comienzo. "Remontar aquel r¨ªo era como volver a los inicios de la creaci¨®n cuando la vegetaci¨®n estall¨® sobre la faz de la tierra, y los ¨¢rboles se convirtieron en reyes (...) Y nosotros nos arrastr¨¢bamos hacia Kurtz". Y as¨ª, arrastr¨¢ndose hacia Kurtz, Marlow remonta una corriente fantasmal, inhumana, y llega al sitio donde late el coraz¨®n de la tiniebla: el flujo b¨¢rbaro, envenenado de Occidente, que ha reptado hasta all¨ª por las aguas de, precisamente, el r¨ªo. El r¨ªo.
El cerebro humano es un 75% de agua. Los huesos, un 25%. La sangre, un 83%. "Somos agua", dicen las publicidades de agua mineral, y promueven su producto con un argumento razonable: procurarnos m¨¢s de aquella materia de la que estamos hechos. Si polvo somos, si al polvo volvemos, la muerte es, en ¨²ltima instancia, una intensa deshidrataci¨®n: ausencia del agua que nos mantiene vivos.
"Quien crea en m¨ª, de su interior correr¨¢n r¨ªos de agua viva", dec¨ªa Juan, all¨¢ en la Biblia.
Y los conquistadores llegaban por mar al Nuevo Mundo. Pero eran r¨ªos los que llevaban a El Dorado.
Y libros escritos como una sucesi¨®n de perfectas y angustiosas y peque?as olas cargadas de melancol¨ªa: "El Gran Ouse. Ouse. Ouse. Decidlo. Ouse. Lentamente. ?Acaso puede decirse de otra manera? Es un sonido que exuda lentitud. Un sonido que sugiere esa cosa lenta, perezosa, indolente que designa. Un sonido que invoca un callado fluir, un ritmo m¨ªnimo; un movimiento fr¨ªo impasible, sin emoci¨®n. Un sonido capaz de calmar incluso la caliente sangre que corre por vuestras venas", escribe Graham Swift en El pa¨ªs del agua.
Y libros que hablan de r¨ªos como sujetos con voluntad, con claras intenciones: "Yo creo en el alma singular de los grandes r¨ªos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado. Los r¨ªos han estado en un par de ocasiones a punto de matarme y luego, con cierto desd¨¦n, me han perdonado la vida", dice el escritor y periodista espa?ol Javier Reverte en el reciente El r¨ªo de la luz (Plaza & Jan¨¦s, 2009) en el que cuenta su traves¨ªa por el Yuk¨®n, en las ant¨ªpodas de la que realiz¨® en 2002 por el Amazonas, que lo dobleg¨® y se llev¨® su fe en s¨ª mismo y termin¨® plasmada en El r¨ªo del desasosiego.
Y Mark Twain, que dej¨® su firma al pie del Misisipi, transformando en aguas de liberaci¨®n esas que se internaban, con toda paradoja, en zona de la peor esclavitud americana. Y William Faulkner que, en Palmeras Salvajes, escrib¨ªa as¨ª para contar el mismo r¨ªo, y a la vez tan otro, a trav¨¦s de los ojos de un penado alto: "Era perfectamente inm¨®vil, perfectamente lisa. Parec¨ªa, no inocente, sino ben¨¦vola. Parec¨ªa casi reservada. Parec¨ªa que se pudiera caminar encima (...) una extensi¨®n como de chocolate espumoso rizada lenta y pesadamente".
Y dec¨ªa Guillaume Apollinaire: "Bajo el puente pasa el Sena / Tambi¨¦n pasan mis amores / ?hace falta que me acuerde? / Tras el goce va la pena".
Y cantaba Manrique: "Nuestras vidas son los r¨ªos / que van a dar a la mar / que es el morir".
Y escrib¨ªa Marguerite Duras en El amante: "La peque?a del sombrero de fieltro aparece a la luz fangosa del r¨ªo, sola en el puente del transbordador, acodada en la borda. El sombrero de hombre colorea de rosa toda la escena. Es el ¨²nico color. Bajo el sol brumoso del r¨ªo, el sol del calor, las orillas se difuminan, el r¨ªo parece juntarse con el horizonte. El r¨ªo fluye sordamente, no hace ning¨²n ruido. Fuera del agua no hay viento (...) Y despu¨¦s los ladridos de los perros llegan de todas partes, de detr¨¢s de la niebla, de todos los pueblos".
Lo atravesaba un r¨ªo.
Un r¨ªo lo hac¨ªa inolvidable.
El coraz¨®n de las tinieblas, de Josep Conrad, ha sido editado este a?o por Mondadori (22,90 euros), Siruela (11,60) y Alianza (6,49). El Danubio, Claudio Magris (Anagrama, 8,65 euros). Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain (Alianza, 7,69 euros). La vor¨¢gine, Jos¨¦ Eustasio Rivera (Alianza, 9,86 euros).
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