La importancia de una ceja
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(ATENCI?N: Espoilers sobre Fringe)
Se pone la c¨¢mara, se grita acci¨®n, se respira hondo y entonces pasa: ese hombre (de las mujeres hablamos en otro post) arquea una ceja, curva el labio o simplemente abre los ojos un mil¨ªmetro m¨¢s de lo que cabr¨ªa esperar. Y ah¨ª est¨¢ el milagro. Te enganchas a ese rostro como el pulpo al Nautilus, porque no tienes m¨¢s remedio, porque en medio de un oc¨¦ano de caras que no dicen nada ese tipo te ha pillado por sorpresa.
Son esa raza de actores que parecen haber nacido con un solo prop¨®sito: que la c¨¢mara les ame. Cuando eran peque?os no so?aban con ser actores porque ya eran actores. En realidad no hubieran podido ser otra cosa porque cuando por la noche cerraban los ojos so?aban con nosotros, los que estamos al otro lado de la tele, como ahora nosotros so?amos con ellos.
No son un fen¨®meno nuevo, el arte de la hipnosis ya lo practicaba Karl Malden, aquel actor cuyo ap¨¦ndice nasal nos hac¨ªa ver Las calles de San Francisco en tres dimensiones. Con su nariz como br¨²jula y su sombrero como tim¨®n el maravilloso Malden resolv¨ªa crimen tras crimen mientras nos llevaba a imaginarnos si pod¨ªa ser tan buena persona como actor, o si era todo ficci¨®n, si ni siquiera la nariz era suya.
Lo que s¨ª es nuevo es que nunca como ahora ha habido tantos magos en la caja tonta. Miremos por ejemplo a John Noble, un actor con una furia casi canibalesca, un hombre que lo engulle todo: en Fringe da por partida doble, es el malvado ministro del otro lado y el entra?able Walter. Como si fuera un sosias de Bobby Fisher, aquel ajedrecista que jugaba contra si mismo y se empleaba con igual intensidad a ambos lados del tablero, como si el ¨²nico reto que le quedara fuera vencerse. Noble tambi¨¦n juega a arrebatarse la victoria, pero a ¨¦l le basta con fruncir el ce?o para que veamos al malo o bajar el tono de voz para que de repente aparezca el cient¨ªfico chiflado al que dar¨ªas un abrazo aunque se hubiera pasado la tarde haciendo experimentos contigo. El problema de tipos como Noble reside en que cuando ¨¦l mira y t¨² le miras a ¨¦l lo dem¨¢s queda hecho un borr¨®n. ?C¨®mo trabajar con alguien as¨ª? Pues de la misma forma que el director Monte Hellman (productor de Reservoir dogs) aconsejaba proceder con Tarantino: ¡°Ap¨¢rtate de su camino¡±.
Algo semejante le pasa a Jared Harris, cuyo acento brit¨¢nico embellece cada sonido que sale de su boca, aunque sea un gru?ido. Hasta un ataque de tos parece La Traviata en manos este actor de piel hosca y ojos de granito. Su papel en Mad Men es de una sutileza tal que a veces ¨Co igual me lo imagino- el propio Jon Hamm le mira de reojo y le pide un poco de compasi¨®n. Harris es una debilidad, un vicio, un actor que hasta cuando se sienta (o se levanta) provoca una irrefrenable ansia de aplaudir y correr a pedirle que lo repita.
De sentarse, y de quedarse sentado, sabe mucho otro de los grandes se?ores del arte de arquear la ceja, el excelente Gabriel Byrne. Byrne ejerce de psic¨®logo en la deliciosa En terapia, donde la c¨¢mara se dedica a revolotear a su alrededor (y al de su paciente) durante media hora. Treinta minutos de ¨¦xtasis en los que el actor asiente, disiente y consiente, la mayor¨ªa de las veces sin abrir la boca. A veces da la impresi¨®n de que la serie funcionar¨ªa sin di¨¢logos, como una canci¨®n sin letra, y de que a Byrne lo sobrar¨ªa con arrugar la frente para solventar el asunto.
Idris Elba es otro ejemplo, un remedio para esc¨¦pticos. El dogm¨¢tico Stringer Bell de The Wire repite exhibici¨®n con Luther, la nueva serie que protagoniza para la BBC. Su truco infalible: entornar los ojos e inclinar ligeramente la cabeza. A veces se pasa las yemas de los dedos por los labios, aunque ¨Cseamos sinceros- no har¨ªa falta. Su particular homenaje a Colombo, gabardina incluida, es una cuesti¨®n de gestos, un mil¨ªmetro de piel arrugada, arriba o abajo, es la pista que necesitas para saber si el detective est¨¢ a punto de explotar o acaba de resolver el caso. Sea cual sea la soluci¨®n correcta Luther es como un microscopio, all¨ª puedes ver cosas imperceptibles, minucias que lo son todo.
El mismo microscopio lo tiene bien agarrado otro tit¨¢n del minimalismo maximalista: Bryan Cranston. Aquel padre de familia que nos hac¨ªa llorar de risa con Malcolm in the middle es ahora un qu¨ªmico terminal que decide hacer lo que sea para que a su familia no le falte de nada en Breaking Bad. En el rigor de su rostro hay tantas cosas que con la serie deber¨ªan regalar un mapa para no perderse. Es imposible ventilar tanto mal rollo con semejante clase, limit¨¢ndose a tensionar el gesto, manejando la seriedad como una excavadora. Cranston es otro de esos actores cuya sola presencia en un reparto convierte a sus compa?eros en patos de feria. ?l lo sabe y no abusa pero a veces se le va la mano y¡ ay.
El ¨²ltimo (y jovenc¨ªsimo) maestro de actores-espejo, esos donde al mirar ves tu propio reflejo, responde al ditir¨¢mbico nombre de Benedict Cumberbach. Es un tipo largo, de sombra puntiaguda y ojos de embaucador, que se ha puesto en los zapatos de Sherlock Holmes en Sherlock. Cumberbach ya hab¨ªa roto el molde con su interpretaci¨®n en Stuart, A life backwards, una producci¨®n de HBO in¨¦dita en nuestro pa¨ªs donde se puede ver al ingl¨¦s comi¨¦ndose la pel¨ªcula a lo bestia, un gesto aqu¨ª, otro all¨ª, unas cuantas frases recitadas como si aquello fuera Hamlet y hala, a otra cosa. Hasta sus colegas de escena parec¨ªan mirarle asustados, sopesando si era mejor quedarse y arrimarse a aquel genio o echar a correr en cualquier direcci¨®n.
En Dioses y Monstruos, la pel¨ªcula de Bill Condom, hab¨ªa un mon¨®logo de Sir Ian McKellen, un actor indescriptible, incontenible. McKellen ha sido Gandalf, Magneto o Ricardo III pero en Dioses y Monstruos, interpretando al realizador James Whale, se exprim¨ªa de tal forma que algunos llegaron a temer por su salud. En el mon¨®logo en cuesti¨®n la c¨¢mara se acercaba cada vez m¨¢s al brit¨¢nico, tan cerca que hasta pod¨ªas contarle los pelos de las cejas (o quiz¨¢s lo recuerdo as¨ª) y que ¨¦l aguantaba sin inmutarse, como si aquello fuera un equivalente a aquel momento de la infancia donde esperas que tu madre (o tu padre) vengan a darte las buenas noches, donde no temes a nada ni a nadie, donde te sientes seguro. Una seguridad que ¨Cprobablemente- no vuelvas a tener en tu vida pero que en ese momento parece una promesa irrompible.
Esa es la sensaci¨®n que como espectadores probamos cuando Ron Perlman (Sons of anarchy), Tom Selleck (Blue Bloods), Nathan Fillion (Castle), Jim Parsons (The Big Bang Theory) o Michael C.Hall (Dexter) asoman la jeta. Sin ellos ¨Cy tantos otros- no hay tele que valga.
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